Regreso a México después de un viaje de dos semanas por  tierras costarricenses y me encuentro con varias novedades; la más  significativa para mí tiene que ver con el generalizado consenso  acerca de la calidad del artículo de la semana pasada: "Es una  mierda", fue el comentario más liviano. Releo lo que escribí y  --efectivamente-- lo encuentro malísimo. ¿Será la edad?
Decía que estuve fuera y no es el caso de que explique a qué salí,asunto que no le interesa a nadie. Lo que realmente tiene valor(creo)es la crónica de mi encuentro con representantes de ocho países con los cuales estuve conviviendo durante esos días. Resulta que ninguna de las naciones representadas era de habla hispana,por lo que el idioma oficial fue el inglés. Esta determinación tuvo efectos perversos en los patrones de comunicación entre los hombres y las mujeres que llegamos a la reunión. Por ejemplo,la primera noche los organizadores armaron un reventón en el que se apareció todo mundo con sus mejores galas (cuando digo mejores galas es conveniente imaginarse a un nigeriano con un sombrerote o a una paquistaní vestida como la novicia voladora). Quiso mi negra suerte que quedara frente a frente con un chino, yo con mi wisqui y él quién sabe con qqué. En ese momento sentí el muy mexicano impulso de establecer una  conversación cortés y empecé a preguntar pendejadas: "¿Muy largo el  vviaje? ¿Cuántos chinos hay en China?", etcétera. El jovenazo  respondió: "Mjuell lili pangon puntingan" que yo interpreté como: "En  China tu mamá es un ave de presa". Los siguientes diez minutos se  convirtieron en una modesta réplica del infierno, hasta que llegó la  hora de cenar y los dos nos fuimos pensando cosas raras de nuestros  congéneres.
La siguiente escena indecorosa la vivimos gracias a nuestro afán de  aventura; los organizadores decidieron que sería divertido llevarnos  a un río que se llama Reventazón (nadie se atrevió a traducir el significado a los visitantes extranjeros), treparnos a unas lanchas  inflables y meternos durante dos horas en los rápidos. Se hicieron  los arreglos, nos llevaron al río y nos pusieron un inquietante chaleco salvavidas, unos cascos que nos hacían lucir como estoperoles de traje de charro y finalmente nos dieron un remo. Luego nos  dividieron en grupos. En el mío venía una nigeriana que no entendía  nada, un indonesio que iba muerto de risa, una brasileña que no  hablaba inglés, un canadiense que más tarde me hendiría las costillas con su remo, el guía y su servidor. Al entrar al agua sucedió lo que  tenía que suceder; el guía dio la primera instrucción y todos nos  quedamos como las estatuas de marfil; así permanecimos hasta que nos cayeron encima tres metros cúbicos de agua que nos dejaron como  damnificados del Monzón.
Fue una tarde memorable, una lancha se volteó, el guía de una  embarcación se fue de nalgas al río, una china vomitó y una hindú  dejó la oreja en las selvas costarricenses. A mí me fue bien, sólo  recibí un remazo y sufrí quemaduras de tercer grado en la calva  debido a los orificios del casco, que me dejaron la cabeza como  helado de choco chip.
Luego vinieron las fiestas. Se suponía que el asunto tenía que ser  típico y esto determinó que en la de los indonesios no se bebiera  alcohol, que en la de los brasileños una ucraniana bailara lambada en completo estado de ebriedad, que los mexicanos contratáramos una  marimba para cantar "De la sierra moreeena" y que un hombre que jamás  había probado el tequila perdiera la memoria a corto plazo.
La última consecuencia de esta hermandad entre los pueblos se dio a  la hora de trabajar y darnos cuenta que el avance iba a estar más  difícil que la reforma electoral. Un señor de Zimbawe inició una  siestecita que terminó cuatro horas después, el chino se molestó y se  fue a parar contra la pared, el nigeriano dijo algo que nadie  entendió y la canadiense se puso a cantar una canción de su  tierra.
Todavía no sé si me fue bien o mal, pero por lo pronto ya estoy  inscrito en los cursos de verano de Harmon Hall. A ver si pega.
 
