jueves, 11 de marzo de 2010

Con diez cañones por banda (El Financiero 1996)

Ayer por la mañana me dirigía yo a cumplir con la noble tarea del trabajo, cuando sintonicé una estación en la que reconocí de inmediato la voz de Flor Berenguer, una mujer que le encanta opinar acerca de todo aquel asunto que se ponga a su alcance. La señorita Berenguer anunció la presencia de Alejandro Aura, quien, en su muy gustado estilo, disertó acerca de la importancia de que los programas de estudio estimulen la lectura; además presentó una teoría de la cual es autor en la que señala que el propósito "perverso" de las autoridades educativas es el de generar mano de obra barata e iletrada (o algo así) y remató explicándole a la conductora y a los millones de radioescuchas el poema aquel donde se escabechan a los niños héroes que dice: "Como renuevos cuyos aliños, un viento helado...".

Lo notable del asunto no es la presentación de tales ideas, ni siquiera de la explicación de los versitos que mucho agradezco, sino de que el argumento principal para cuestionar la política educativa en cuanto al español se refiere, se centraba (esa fue una aportación de Berenguer) en el hecho de que en las escuelas ya no se declama, ni los niños recitan poemas como antes. Pues bien, resulta que no estoy de acuerdo y debería agregar que si efectivamente en las escuelas ya no se declama (cosa de la que no estoy seguro) es algo que hay que agradecerle al Todopoderoso y que el avance más importante en la dinámica del aula (después de la sustitución de un reglazo por un regaño) debería ser el de evitar que los escuintles canijos se paren frente a sus compañeros y reciten a Darío haciendo gestos y ademanes epilépticos.

Pocas cosas hay en la vida más siniestras que un niño que llega a la reunión adulta con cara de palo y es presentado como "Juanito"; el siguiente peldaño en esta escalera del terror es que la mamá, el papá o alguien con la suficiente dosis de imbecilidad sugiera que se escuche a Juanito declamar. El niño se pone muy serio y de pronto se arranca con voz de pito a recitar "Por qué me quité del vicio"; sube la voz, baja la voz y lo más terrible es que llora en el momento que el papá del poema, que es un pedote, se encuentra a su hijo chupando. En ese momento uno sonríe y aplaude dándole palmadas de perro al niño, que luego interviene en la conversación para hablar de política.

El problema es que para la enseñanza de estos poemas cursiluchos y sangrones se emplea el mismo método didáctico que para enseñar el himno, esto es: de memoria y a madrazos; los niños repiten como pericos las estrofas y luego el más desenfadado (que se convertirá algunos años después en líder de las juventudes priistas) se presenta en el festival y dice que se llama Paquito y no hará travesuras. ¿En qué se beneficia el escuintle? Por supuesto en nada. Miento, se convierte en el borracho que cada fiesta le da por recitar o (con algo de suerte y el suficiente carisma) en un gordo de la televisión que declama mamadencias.

La que habla es la voz de la experiencia, ya que el que esto escribe (esta estupidez la escribí para paliar las críticas de los que dicen que abuso de la primera persona) fue sujeto de una dinámica que bien podríamos clasificar como pavloviana en la que entre una serie de indignidades (como bailar una danza polinesia en calzones) se me obligó a aprenderme unos 18 poemas que la vida no me ha enfrentado a la necesidad de usar.

¿Que los niños lean en las escuelas? Sí. ¿Que lo hagan a través de piezas oratorias ridículas? No. Y por supuesto, que se considere que la pérdida de esa cultura de tertulia de beatas es algo que debamos lamentar, no es más que una de las manifestaciones que representan el infinito desacuerdo que he establecido con el manejo de los medios radiofónicos.