viernes, 21 de mayo de 2010

Fanáticos (ElFinanciero 2002)

A mi modo de ver las cosas (ni modo que al suyo, querido lector), existe una relación directamente proporcional entre le pendejencia y el fanatismo. Varios son los ejemplos que se me ocurren para ilustrar esta dependencia lineal de dos variables; el más inmediato es el de los clubes de fanáticos de alguna estrella (club de “fans” se dicen a sí mismos), normalmente capitaneados por alguien ligeramente más imbécil que el grupo pero con más iniciativa también, se dedican a seguir a sus artistas favoritos, pegar de gritos cuando aparecen y albergar la secreta ilusión de que son amadas y deseadas por el galán en cuestión, sin advertir que éste las considera un mal necesario pero ligeramente molesto (porque molesto debe ser entrar a cualquier local cerrado y enfrentar a una turba de quinceañeras rompe-tímpanos que además quieren encuerar al interfecto). Estos grupos normalmente se organizan antes de un concierto, compran un ciento de cartulinas blancas y la llenan con plumón del dos estampando mensajes que son como cargas de profundidad y dicen a la letra: “Magneto, el club solo amor te ama” o “Ricky: te amo”. La ortodoxia recomienda llevar los cartelones al concierto y agitarlos espasmódicamente durante dos horas hasta que se pierda la circulación sanguínea o sobrevenga un desmayo, lo que ocurra primero.
Otro tipo de fauna fanática y facinerosa es la que vive del clásico pasecito a la red y que se dedica a ir a los partidos de futbol, acompañada de matracas, banderolas y medio kilo de fanatismo. Uno prende la tele (ir al estadio ni hablar) y encuentra a un grupo de gordos que se han pintado la cara como ficha de dominó o como pizza de peperoni. Esta gente, normalmente reporteada por uno que se llama David Faitelson, (que tiene la virtud de hablar como si lo hubieran conectado a un acumulador) se encuera en los estadios, avienta instrumentos contundentes para ver si descalabra al abanderado y cuando su equipo gana, sale por las calles, se enarbola en las banderas de su equipo y rompe vidrios o madres, lo que aparezca primero. En este caso hay un agravante cuando se trata de la selección nacional, ya que los fanáticos se transmutan en una especie animal que es capaz de violar al ángel de la Independencia en caso de que nuestra selección le gane a alguna potencia futbolística como la Guyana Holandesa.
Un tercer tipo de fanático es el de las verdades de a kilo. Normalmente ésta especie pertenece al gremio de los intelectuales y destaca por su capacidad para tirar netas a diestra y siniestra y defenderlas poniendo su prestigio por delante. A este grupo pertenecen los que consideran que somos un país de brutos que deberían leer más y mejor, que el que no aprecie el performance es un naco sin ningún criterio, o, por el contrario, que el que aprecie a alguien “comercial” (sin que quede claramente identificado el adjetivo) es un tarado. El problema de este tipo de fanatismo es que los declarantes normalmente emiten sus comunicados desde alturas olímpicas y no hay manera de establecer un diálogo que no sea a purititas mentadas por lo que normalmente lo mejor es dejarlo así. Los pleitos entre intelectuales casi siempre empiezan muy respetuosos y termina invariablemente con frases como: “además su esposa es una advenediza y la beca se la dieron porque sí”.
Finalmente, son fanáticos los malnacidos que el martes pasado cometieron el ataque terrorista en Estados Unidos. El 24 de junio de 1998 escribí respecto a un joven alemán de 26 años que había golpeado con un tubo de plástico a un policía francés y lo había dejado en coma. En ese momento me preguntaba lo que sentiría el agresor y me lo sigo preguntando tres años después. Las gráficas que la prensa nos mostró ad nauseaum, mostraban, por ejemplo a un grupo de niños acompañados de una vieja chota festejando el atentado. Me enteré el miércoles que ciudadanos americanos habían comenzado el ataque de algunas mezquitas basado en el mismo principio que repudian. Nadie (exagero y lo sé, ya sabemos que para todo hay gente) con tres dedos de frente puede respaldar lo que ocurrió, ojalá sea el final y no el principio de algo. Ojalá.