jueves, 3 de febrero de 2011

Catálogo de terror (El Financiero 1996)

Hace algunas noches, estaba yo dormido como un bendito, cuando de pronto y sin preverlo, me desperté entre sudoraciones de tenor gordo y, después de un estremecimiento, me di cuenta que había soñado algo que me hizo buscar en la sección amarilla la palabra “psicoanalista”: mi evocación onírica se refería a un anuncio del chocolate Express en el que la protagonista era una ratita de nombre Cuqui. En el sueño yo era uno de los ratoncitos que formaban la prole de la rata y cantaba una canción. El asunto –además de dejarme ligeramente angustiado- me sirvió para recrear algunas escenas de las que he sido testigo y que considero pertenecen a una colección siniestra que hoy, como si fuera el día de muertos, compartiré con usted, queridísimo lector:
La primera escena negra es la siguiente: Julie Andrews, vestida como empleada de helados Holanda, se trepa a una montaña pegando de gritos y seguida por una turba de niños que, a juzgar por su canto, padecen de algún tipo de anencefalia. Ya en la cima, la señora Andrews se enfrenta con el padre de las criaturas (que por su conducta puede ser calificado como un baboso) situado en otra montaña y que también canta nomás que lo siguiente: De jils ar alaaaaiv wit de saund of miuuusic. En respuesta, la holandesa ríe y grita: ahhhhh, a a ahhhhh. Siempre que recuerdo la escena sufro un estremecimiento.
La segunda escena la presencié en el Metro; iba yo agarrado de un tubo observando fascinado a un tipo que escupió un kilo de cáscaras de pepita en la cifra récord de tres estaciones, cuándo atrás de mí, se oyó una voz con timbre parecido al de un globo rozando los rayos de una bicicleta. En el preciso instante que volteaba para identificar el origen del sonido, me encontré con un señor cuya cara estaba a diez centímetros de la mía y que tenía la notable característica física de carecer de nariz. Eso que los analistas llaman subconsciente gritó dentro de mí “¡ay cabrón!” y nomás pegué un brinquito. Sin embargo, el día de hoy cada que me acuerdo sufro un estremecimiento. ¿Sería leproso? ¿Habría perdido la nariz cuando estornudó al rasurarse el bigote? Nunca lo supe.
La tercera de la tarde es escolar y ocurrió un mediodía cuando este servidor y treinta y cinco estudiantes de la escuela secundaria nos encontrábamos muy sentados en clase de radio. Cómo llegué yo ahí me parece un misterio de la orientación vocacional ya que en la rotación para elegir taller mi única habilidad consistió en hacer una pantufla (no dos) de estambre a través del uso eficiente de una tabla con clavos que nos dio la maestra. La clase de radio me permitió la proeza notable de invertir tres años de mi vida dos veces por semana y salir del curso sabiendo tanto de radio como de la técnica para operar el abdomen agudo. El maestro era un chaparrito que llenaba de circuitos el pizarrón con una hueva interplanetaria y luego se dormía fumando mientras nosotros, sus alumnos, copiábamos los dibujos a lo puro güey. Bien, un día mientras El Bulbo –así le decíamos- escribía los ohms de alguna resistencia, se metió un camión al salón. La defensa llegó exactamente donde estaba los watts del sistema y al Bulbo y compañeros de la primera fila, hubo que llevarlos a la enfermería. Iban con los ojos en blanco y veinte años menos de vida.
La cuarta y última de esta sesión la presencié durante una noche en la que los estudiantes hacían gracias en un escenario; el titular de la anécdota era (¿es?) un muchacho que dadas sus proporciones era conocido como el Porky. Pues bien, su santa madre se emperró en que el escuintle bailara la danza del venado y ahí estaba el pobre, encuerado y con unos cuernos muy extraños que le salían de la coronilla, retorciéndose al ritmo de la danza. Cada pasito era un cimbrado de la duela. El momento siniestro fue alcanzado en el preciso momento que le tocaba morirse: el Porky puso tal empeño que al quedar tendido de lado dejó ver un testículo enorme que conmocionó a toda la audiencia. Ese día significó algo para mí el concepto de pena ajena.
Lo dicho, un catálogo del terror al que volveremos de vez en cuando