lunes, 23 de abril de 2012

De toros y toreros (EL Financiero 2005)

Donde usted, querido lector, lee: “Zotoluco se llevó el gato al agua al meter en la canasta a un manso de solemnidad que terminó por meter la cara por ambos pitones entregado al poderío muleteril del espada chintololo, Cumplido llevó por nombre el burel al que Eulalio le cortó las orejas tras una faena recia, maciza, en la que a base de someter y cercar a su enemigo logró arrancarle muletazos de largo trazo e innegable temple. La estocada, aunque desprendida, fue suficiente para que doblara el quinto de la tarde por lo que la petición mayoritaria no se hizo esperar”, yo leo: XWRTGFR TRXWZX GRTUYIPIUYU. La crónica de Jorge Murrieta, podría estar escrita en alguna lengua muerta y su humilde servidor entendería lo mismo. En primero lugar lo de meter la cara por ambos pitones parece un albur que envidiarían Chaf y Queli, no sé qué carajo es chintololo pero suena rarón. Me parece temible que un señor le arranque las orejas a su enemigo (siempre que no se llame Atila el huno) y también ignoro que es una estocada desprendida aunque queda claro que por muy desprendida que sea, deja en calidad de fiambre al pobre animal. Lo primero que llama mi atención acerca de los toros es justamente la pinche jerga que emplean los taurinos y que me parece de una mamonería ejemplar; que si patialzado, que burel, que chicuelinas… ¿por qué carajo un grupo de gente habla en clave? ¿para que el resto no entendamos? ¿Cómo una especie de código de los búfalos mojados? Misterio triple. El segundo elemento de sorpresa tiene que ver con el aspecto de los que asisten a las plazas de toros y que parece ha emprendido una cruzada para vestirse como solo se viste aquella gente con total desprecio al qué dirán. Algunos llevan sombreros como los que usaba David Reynoso, nomás que con un mecatito que cuelga por atrás. Otros llevan un atuendo como el del vocalista de los churumbeles de España con otro tipo de sombrero que tiene la particularidad de parecer un pastel al cual le cuelgan unas borlas y que es idéntico a los que los gringos creen que usábamos en tiempos del Zorro. Un cuarto misterio tiene que ver con el momento en que la gente se emociona y le da por aventar su sombrero a lo que los entendidos llaman “ruedo”, aunque bien visto el asunto y a juzgar por la facha con la que uno luce al portarlo, yo también lo aventaría. Descripción aparte merece el traje del torero que usa unas mallas temibles que deben provocarle orquitis, se pone medias rosas y unas zapatillas que solo le he visto a la Pavlova. También utiliza una corbata como la de los hombres de negro y un chaleco que a todas luces es tres tallas menor a la correspondiente. El sombrero (o “montera” para que no haya protestas) puede ser adquirido en un centro comercial, concretamente en la panadería ya que parece un pambazo de a peso nomás que negro. Hay otros señores que se ve que tocan en una estudiantina nomás que con sombrero de plumita (si uno fuera marciano sería plausible la hipótesis de que el primer requisito de la fiesta brava es portar sombreros de idiota). La fiesta ¿por qué fiesta? Inicia y entonces sale el señor de las mallitas da unos pases para que luego venga un gordo a caballo que le clava una pica más larga que mis malos pensamientos al toro. Luego viene otro señor que se aproxima dando brinquitos y le clava unas banderillas a la bestia. Cuando uno está pensando seriamente en llamar al doctor Soberanes y denunciar el abuso, viene el torero y le clava un espadazo al animal y lo deja listo para un filete de aguayón. Si lo hizo competentemente recibirá un par de orejas (honestamente yo preferiría una medalla a un par de apéndices sanguinolentos y llenos de pelos). Luego da la vuelta al ruedo y si da el peso adecuado lo cargan unos señores en sus hombros y lo sacan de la plaza. Por todo lo anterior es que los toros se han privado de mi presencia y si algún lector taurino se quiere tomar la molestia de explicarme, le suplico se abstenga; soy un hombre de ideas fijas.

lunes, 16 de abril de 2012

La lluvia (El Financiero 2002)

Pocas cosas en la vida son recibidas con tal ambivalencia como la lluvia. Evidentemente la gente que vive de ella, que es muchísima, establece rogativas varias para que el agua caiga en sus cosechas. De hecho me he enterado que algunos (probablemente los más brutos) han contratado los servicios de un señor que por medio de pasitos de baile y gritos dirigidos al éter promete lograr que llueva aún en las peores sequías y las siembra se salve. Sin embargo en las ciudades la cosa es muy diferente, asunto que procederé a documentar por medio de una vivencia (como dice el Buki); el otro día fui a un festejo infantil en un club que está situado al sur de la ciudad, cuando llegamos, la mamá del festejado había renunciado a los criterios científicos del meteorológico y se encontraba de hinojos rezando una magnífica al creador para que no lloviera y se descompusiera el festejo del niño Claudio. Los invitados llegaron al ágape preparados como el capitán Scott en su viaje al polo y todos nos dispusimos a otear el horizonte por si la cosa se aguaba. Uno con más iniciativa, le preguntó a otro que iba pasando en su trajinera que si creía que iba a llover y la respuesta fue negativa lo cual nos dio un enorme grado de certidumbre, misma que se mantuvo hasta el preciso momento en que al hombre araña, que nos miraba en forma de piñata, le cayó el primer goterón seguido por una rápida sucesión de más gotas que inició un proceso de percolado en el pastel y en todos los festejantes. Nuestra reacción fue ligeramente patética, supongo que si en lugar de señores gordos fuéramos soldados de un pelotón de emergencia estaríamos todos muertos, porque nos levantamos llenos de trabajo y dirigimos nuestros pasos a un restaurante donde se rehizo el convite. Los niños, en cambio, decidieron que era un buen momento para mojarse lo cual me dejó pensando sobre el momento en que uno deja de disfrutar el agua que cae del cielo y se envuelve como tamal huasteco para evitar las inclemencias de los meteoros naturales.
Cuando llueve la ciudad se desordena de inmediato, como somos unos puercazos y tiramos la basura donde nos da la gana, las coladeras se tapan y entonces uno empieza a ver la subida de las aguas con la angustia que el caso amerita ya que si el motor del coche se moja el asunto ya valió madre. Otro efecto perverso tiene que ver con el tráfico que simplemente se colapsa lo que produce que uno vaya dentro de un coche generando extraños procesos mini atmosférico en los que la evaporación producida produce empañamientos que solo he visto en parejas que se conocen en el sentido bíblico en la parte trasera de un auto. En mi casa cuando vemos nubes en el cielo vamos a la tienda a comprar velas ya que sabemos inevitable que se vaya la luz y nos deje como refugiados de guerra. Supongo que mi creciente invidencia obedece al hábito personal de leer siguiendo el mismo método que los monjes agustinos del siglo XVI, es decir a la luz de un candelabro.
Cuando empieza a llover la gente reacciona de inmediato pegando una carrera y encorvando el cuerpo en una posición muy extraña y completamente ajena a la que se requeriría para avanzar con más velocidad, cada quien se tapa la zona que considera más vulnerable y así los señores de peluquín parece lacayos en audiencia real mientras las señoras protegen a sus criaturas estirándose el suéter que queda deforme. Normalmente todos estos esfuerzos son estériles ya que todo mundo acaba empapado.
El único lugar que conozco en el que la lluvia tiene un sesgo positivo es en el cine. Supongo que los cineastas consideran que una pareja que se va a poner a fajar debe estar muy necesitada para hacerlo debajo de un diluvio y ello nos ha regalado cientos de escenas en las que los protagonistas se atizan con todo bajo el agua y desesperadamente. En fin, en este asunto de la lluvia no tengo más que estar de acuerdo con el clásico que dijo “que bonito es ver llover y no mojarse”. Por supuesto tenía razón.

miércoles, 11 de abril de 2012

Política y tuiter (Etcétera 2010)

Las llamadas “redes sociales” se han convertido en un fenómeno emergente que requiere cierto análisis. Es frecuente observar a señores de mi edad, es decir nacidos en el Pleistoceno, trabajando en su granjita de Facebook, o a psicópatas potenciales inundando la red con mensajes crípticos. Pero eso no es todo, las redes son canales de comunicación eficaces, que en tiempo real pueden lograr miles de impactos. Hace no mucho se acercó a mí una empresa para pedirme de manera literal “que hiciera publicidad en tuiter” el asunto me pareció ligeramente mamarracho (imaginarme diciendo “que buena está la coca light”) por lo que me negué, pero pensé de inmediato que en la propuesta se esconde una de las potencialidades de las redes, justamente su alcance.
Dado que no se necesita ser físico nuclear para llegar a la conclusión anterior es que muchos periodistas y hombres públicos han entrado a las redes con el fin de utilizarlas para ampliar su marco de resonancia. Gente como José Cárdenas, Raymundo Riva Palacio, Mario Campos o León Krauze se han convertido en activos usuarios que dialogan con sus escuchas en algunos casos en condiciones de igualdad que los medios tradicionales no permiten. A este fenómeno hay que agregar el de los políticos que ya advirtieron este potencial de comunicación y han entrado activamente en ellas. Se dice que Obama ganó la Presidencia gracias a esta estrategia (y a que tenía a un pelele por adversario, agregaría) y un estudio reciente publicado en El Universal da cuenta de que 135 Diputados de los quinientos existentes tienen cuenta en Tuiter y la usan de manera activa. El Presidente Calderón también lo hace (no con la mayor de las fortunas) y gente como Javier Lozano, Manuel Espino y Mony de Swann, andan por ahí dando algunos tumbos como procederé a exponer a continuación.
El día del informe Presidencial, Felipe Calderón mandó un mensaje a la red en el que decía que mandaría un “mensaje abusivo a la Nación”, considerando que la “l” y la “b” son letras distantes del teclado se trató de un lapsus que dio la vuelta a la red de manera instantánea y generó un pitorreo inmediato. Ese es el problema de mandar un mensaje instantáneo; no hay una turba de asesores que velen por su integridad y garanticen cierto control de daños. Hace poco también, Mony de Swann escribió de forma suicida un texto en el que decía –palabras más palabras menos- que estaba preparando su comparecencia en lugar de estar haciendo algo más divertido. La declaración anterior, imbécil en sí misma, de inmediato fue captada y este buen hombre con apellido de lateral derecho de Holanda, pasó por la picota.
Gente como Gerardo Fernández Noroña (la “Dama del buen decir”) utiliza Tuiter de manera permanente, de hecho en el mismo artículo de El Universal se le cita como el diputado federal con mayor número de seguidores con los que entabla diálogos de antología, ya que en la red no hay complacencias y frecuentemente entran sus adversarios a darle con todo. Sin embargo, el diputado Fernández demuestra que no está manco y escribe cosas como “animal” o “aprende ortografía” mientras lanza sus acostumbrados denuestos al Gobierno de la República. Javier Lozano, Secretario del Trabajo, es otro ente irascible al que se le cuestionó por la entrega de Centenarios y otras adquisiciones al personal sindicalizado y respondió burlándose mientras que su Oficial Mayor simplemente insultó a la persona que se había quejado de tal medida.
Esos son los saldos, que no son pocos, Tuiter, lo mismo que otras herramientas de comunicación modernas, desnudan a sus usuarios y los expone en sus niveles de intolerancia o de distracción. Es por ello que se ha generado una paradoja; los medios masivos de comunicación están buscando la nota, cada vez con más frecuencia, en las redes sociales en lugar de las fuentes tradicionales y estas expresiones dan cuenta de un universo que seguramente tendrá un efecto revolucionario en la forma de comunicar ideas.
Un servidor por lo pronto, seguirá valorando la idea de hacer publicidad en tuiter, siempre y cuando no me pidan que hable de unos tenis para gente imbécil que logran el prodigio de bajar 20 kilos con una caminadita de 10 minutos.

viernes, 6 de abril de 2012

El lado positivo (El Financiero 2002)

No soporto a la gente positiva, ésa que cuando alguien se petatea utiliza como herramienta solidaria frases del tipo: “Mejor así, que descanse” o a aquellos que después que el huracán le derrumbó la vivienda, entonan un himno de esperanza mientras remueven el cascajo en el que se encuentran las posesiones de toda su vida. Me he enterado entre escalofríos que existe un gremio llamado “club de los optimistas” que deben ser un grupo de infumables (imaginar en este momento a su servilleta en un sofá rodeado por optimistas que cantan una canción). Alguna vez me senté en la misma mesa que una a la que descubrí idiota en el preciso momento que, después que yo le contara una serie de plagas interminables que amenazaban mi estabilidad emocional, sugirió entre guiños: “regálame una sonrisa”. Por supuesto no le regalé ni un llavero y salí pitando convencido de que tendría que ser más cuidadoso en la elección de mis amistades futuras.
El problema es que tampoco soporto a los que se quejan de todo lo habido y por haber y tengo la dolorosa impresión de que los mexicanos somos una raza que ha hecho de la queja una forma de vida. Ignoro si ello se debe a que nos conquistaron o a que hemos perdido todas las guerras posibles pero eso es lo de menos. Pasemos a los ejemplos: las autoridades recientemente decidieron cambiar el pavimento de la colonia en la que vivo por lo que las calles se han convertido en verdaderas trincheras de la primera guerra. Por supuesto que todo es un desmadre; hoy que llevaba a mis hijos a la escuela quedamos en calidad de polvorón debido a los imbéciles que consideran adecuado acelerar en medio de un terregal. Para salir en la dirección correcta es menester que tome la incorrecta y dé una vuelta de ocho kilómetros, sin embargo me queda claro que a menos que la ingeniería civil nacional se reforme no hay de otra por lo que conviene apechugar. Sin embargo, ya los vecinos se están organizando para protestar por el desgarriate lo que me haría suponer que en este momento algún funcionario ha de estar recibiendo la queja y reflexionando acerca de no volver a dedicar presupuesto a una colonia de susceptibles que se enojan porque pasó la mosca. El problema es canijo ya que el otro día al salir de mi casa me encontré a un señor que llevaba una libreta de firmas en la que pedía que la repavimentación no solo se aplicara en ciertas calles sino en la suya también porque era injusto que solo algunos se beneficiaran y entonces ya no entendí nada.
Las cartas que mandan las personas a los periódicos normalmente se redactan diciendo cosas como: “es cierto que no pagué, pero es no les da derecho…” o “reconozco que llegué veinte minutos tarde pero ¿no dejarme subir al avión?” Lo que quiere decir que somos una nube de tira piedras que prácticamente nunca estamos dispuestos a asumir ninguna responsabilidad pero sí descargarla en otros. En una comida hace poco me senté al lado de un señor que se decidió tres horas a explicar que desde su punto de vista (era dentista) los segundos pisos eran una de las decisiones más idiotas de los últimos tiempos, varias veces intentamos cambiar de tema, que si las lluvias que si Hugo Sánchez y nanay, el sacamuelas terco con la vialidad. De pronto uno que también estaba hasta la madre le preguntó ¿y vas a votar? La respuesta es antologable: “no, porque ello implicaría validar el proceso”. Ahora resulta que si la gente es fodonga y no va a votar no es culpa de ella. Lo lamento pero el argumento me parece inaceptable.
Nos quejamos del clima, del gobierno, de la corrupción y de las mafias de todos los tipos, de las marchas y la basura. También de que en México no se lee y que estamos rodeados de sátrapas. De acuerdo, México es un país que da para que uno se enoje mucho, pero la neurosis colectiva alcanza ya niveles que de pronto hacen que uno añore a los optimistas y la verdad es que no se trata de eso.