miércoles, 18 de agosto de 2010

De viajes (El Financiero 2002)

Fin de año es tiempo de planear un viaje con la familia o con las amistades. Los destinos pueden ser muy diversos y varían de acuerdo al poder adquisitivo y la imbecilidad del viajante. Hay gente por, ejemplo, que decide “ir a esquiar a Vail” porque encuentran divertido congelarse en medio de una tormenta de nieve para luego enchufarse dentro de un traje diseñado expresamente y descender por una pendiente a todo lo que da y con riesgo de su vida. Este es el tipo de gente que tiene en su armario un traje como de astronauta y gogles que son útiles las tres veces que hace el viaje y cada que cae nieve en el Ajusco solo que en este último caso, sustituyen los esquís por tinas de plástico y sienten que su compra (de tres mil dólares) tuvo sentido.
Otros se deciden por la aventura y eligen opciones “de acción” que también pueden ser muy diversas pero temibles todas. En algunos casos se trata de subirse a una lancha inflable y descender por un río caudaloso mientras se traga agua y se evita caer en el torrente. El grupo va dirigido por uno que es hábil y que seguramente mienta madres ante la incompetencia de la nube de gordos que le tocó en destino arrear y evitar que se maten. Algunos deciden ir a escalar montañas llenos de cuerdas y reatas y portando un casco que es muy útil para identificar al fallecido en el momento que es vencido por las fuerzas gravitatorias. Este tipo de viajero es implacable y se impone todas las restricciones posibles bajo la consigna de “mientras más natural, mejor” es por ello que buscan destinos agrestes en los que es indispensable que no exista agua potable, camas ni baños. Si a uno se le ocurre llevar un encendedor para prender la fogata el resto de los aventureros nos miran como se mira a un leproso y se van a reunir los palitos que hay que frotar hasta ampollarse para luego ir a buscar unos cerillos al pueblo más cercano. Huelga decir que mis experiencias en este caso son prácticamente nulas.
Ahora se han puesto de moda lo que la gente mamona llama all inclusive y los nacos entendemos como “paquetes”, en los que se asume que está todo incluido lo que invariablemente acarrea diversos incidentes. El primero es que el papá emprende una cruzada por no pagar ni un centavo más porque en su modesta opinión ya liquidó su cuenta por anticipado, ello determina que cuando al niño Juanito le quieren cobrar las raquetas de ping-pong a doce pesos la hora se armen los madrazos. Con la comida el asunto es una aventura porque bajo el mexicano principio del chivo brincado uno se presenta a un galerón en el que hay docenas de bandejas humeantes en las cuales uno encuentra cosas como fajitas de pollo o pescado al vapor, que, por supuesto, no se le antojan ni al chef que lo mira a uno sonriente mientras explica que las verdolagas están de muy buen sabor. Como lo único que no viene incluido es la bebida, las cervezas cuestan el equivalente a una operación de riñón por lo que al final la cuenta le deja a uno la sensación de que más valdría visitar latitudes tropicales a la carta y de contado.
Otra opción para los que pueden es “irse de crucero” lo que significa treparse a un barcote que surca la mar océano lleno de botes salvavidas, meseros italianos y una nube de gringos geriátricos que organizan el festejo. En este caso se trata de divertirse a huevo por lo que los que amenizan la reunión organizan cosas como una cena de disfraces, en la que la mitad de los tripulantes se visten como se vestía Borolas o se organiza el karaoke, un divertimento consistente en que uno de los circunstantes haga el ridículo mientras otros quinientos se ríen de él por su falta de talento musical.
En fin, las opciones viajeras son muchas y variadas y en sus manos está, querido lector, elegir la que mejor le acomode, recuerde, de cualquier manera la premisa clásica: “lo importante no es vivir, sino navegar”