lunes, 11 de enero de 2010

El primer día (El Financiero 2008)

En estas páginas de manera consuetudinaria he externado mis quejas por el trato posmoderno que recibimos los fumadores a manos de la gente moderna y sana que se dedica a la también saludable tarea de estar chingando con que vamos a agarrar un enfisema o con que los infantes son fumadores pasivos que no merecen tal destino. Esta ofensiva ha tenido la tenacidad del cangrejo; primero redujeron los lugares para poder fumar, los aviones, algunos hoteles y muchos restaurantes se volvieron territorios “libres de humo”. El segundo elemento de la blitzkrieg nicotínica es social y se fundamenta en la cara de asco que los que no fuman han aprendido a hacer cada que uno saca un cigarro, por lo que en consecuencia se tiene que fumar mirando al techo y con el alma en vilo para no andar dando molestias.
El día de hoy los fumadores hemos capitulado, lo mismo que Napoleón en Waterloo. No tenemos más remedio que admitir que las armas puritanas se han cubierto de gloria y simplemente nos han pasado por encima como los españoles a los aztecas por lo que me declaro listo para que me quemen los pies con leña de ocote. La reciente aprobación de los diputados locales para impedir que se fume en lugares cerrados ha entrado en vigor y será menester prever efectos que los legisladores (inútiles e impreparados) no tomaron en cuenta. El primero y más obvio es el chiquero que se ha formado afuera de los bares donde la gente sale a fumar ya que, dado que los mexicanos no somos precisamente un monumento a la pulcritud, muy pronto la banqueta se ha convertido en un asco vergonzoso. Un segundo efecto lo documenta el semanario inglés The Economist que analizando una ley similar en ciento veinte condados gringos encontró que la tasa de accidentes mortales se elevó en un 13% debido a que los fumadores compulsivos, que además son borrachos viajaban a condados donde la prohibición no existe y se mataban de regreso. Sin embargo el efecto más dramático desde mi punto de vista tiene que ver con nuestros usos y costumbres; no me puedo imaginar un bar con cuatro amigos jugando dominó y tomando cubas en un ambiente aséptico. Lo mismo pasa cuando recuerdo a una amiga que como arma de seducción tomaba la mano de quien le prendía el cigarro y lo miraba a los ojos. El efecto era simplemente demoledor.
El viernes fue mi primer día de veto, fui invitado por queridos amigos a un lugar en el centro de Coyoacán en el que ya había entrado en vigor la restricción. Nos sentamos con la misma cara que pondría el Güero Palma si lo privaran del producto con el que comercia y pedimos una botella de mezcal. Cuando íbamos por la mitad los estragos ya eran evidentes, un amigo muy querido empezó a masticar cacahuates e ingirió aproximadamente tres mil kilocalorías mientras le sudaban las manos, otro lo que masticó fue una veladora y un servidor en posición zan envió mentadas de madre a los autores de la idea. Cuando llegamos a la media botella todo mundo le mentaba la madre al gobierno local y a los del mundo unido; “son chingaderas” era el comentario recurrente. Ya para el final y hermanados por la causa, cantamos la canción huasteca, decidimos que deberíamos emigrar a un país premoderno, aunque en este caso no fue sencillo dirimir cuál, pagamos la cuenta y salimos a la “terraza del lugar” con el sano fin no de fumarnos los cigarros sino los dedos.
Decidimos en masa que aquello no era vida, que el multicitado lugar se privaría de nuestra futura presencia y que todo aquelarre que se nos diera la gana organizar se planearía en la casa de alguno de nosotros para evitar esos sofocones. También nos dimos cuenta que somos el equivalente moderno del último mohicano ya que no tardan en mandar poner detectores de humo en las casas para evitar que uno atente contra la salud colectiva. Para variar me quedé pensando en el mal tino que tengo para ser el hombre equivocado en el tiempo más incorrecto (debería decir “correcto”) posible. Cosas de la mala suerte.