lunes, 30 de abril de 2018

Tiempos de cine (Etcétera 2007)

Cuando yo era menor, ir al cine era un rito misterioso que suponía cambiarse de ropa y entrar en una sala más grande que mis malos pensamientos a ver el estreno correspondiente (normalmente un churrazo). Había “permanencia voluntaria” lo que suponía que uno podía llegar a la hora que le diera la gana y quedarse a voluntad para volver a ver la película (opción ligeramente imbécil) o la parte no vista debido a que se había arribado a la mitad. Sospecho que varios señores de mediana edad fueron concebidos a la luz de Los tres huastecos ya que frecuentemente las parejas con urgencias amorosas se refugiaban en la última butaca en posición de decubito prono a practicar una suerte de kamasutra chilango. En la entrada había un señor con una lámpara de 1 watt cuya función consistía en acompañar al respetable a la butaca alumbrando el camino. Estaba claro que era una forma parásita de trabajo ya que la luz de la pantallota iluminaba perfectamente todo y es por ello que desapareció esta noble profesión. En una sala ubicada en lo profundo del cine vivía un señor de apellido “cácaro” que era el que pasaba la película y al que se le mentaba la madre en caso de algún desperfecto técnico. Desde entonces nunca he perdido el gusto por asistir a la sala oscura y ello me coloca en una condición privilegiada para testimoniar los cambios que ha sufrido esta centenaria costumbre. El primero y más obvio es el tamaño de las salas; los genios del marketing entendieron que es mejor acomodar pocos cristianos en muchas salas que tener que vender un cine vació y es por ello que dividieron el espacio correspondiente en diez cuartitos. Ello ha producido algunos efectos perversos, como el de que nunca haya lugar si no se llega con dos horas de anticipación o que los lugares disponibles se encuentre debajo de las amígdalas de James Bond, esto –como se sabe- produce retinitis. Un segundo efecto asociado con este hacinamiento es el del mexicano previsor que se siente muy listo y entonces marca el 52 57 69 69 para reservar boletos. En ese momento inicia un vía crucis ya que una señorita que es grabadora empieza a hacer preguntas para las que yo por lo menos nunca tengo respuestas (con excepción de la zona de la ciudad). “clasificación de la película”; “complejo” (siempre me he sentido tentado a responder: “de inferioridad”); “horario” etcétera- A los quince minutos y cuando tengo la oreja de color bermellón decido colgar pensando que el teléfono y las grabadoras son como la Tía Paca de Mafalda…puntos en contra de la humanidad. El concepto “cortos” es predecible como un meteorito. Primero sale una animación hecha por el doctor Mengele para producir epilepsia en los asistentes y que no ha cambiado en 10 años, luego vienen los anuncios (que no pagué por ver) y luego aparece una liga ¡una liga! Que baila junto con una pelota. El mayor misterio de todos y que siempre me ha dejado muy sorprendido es la razón –inescrutable para mí- por la cual el telón se cierra e inmediatamente después se vuelve a abrir. Si uno tiene la ocurrencia de comer algo es menester llevar la hipoteca de la casa ya que una cuenta elemental bastará para entender que mis dos hijos, cuyo metabolismo es similar al de una musaraña, me pueden dejar en la calle con dos visitas al cine en una semana. Los hot dogs, son dignos de una demanda penal y las palomitas (“por 2 pesos se lleva las grandes”) contienen la cantidad de calorías necesario para que le dé un infarto a un buey amizclero. Los refrescos de máquina saben a refrescos de máquina y si uno tiene la ocurrencia de meter en un itacate una torta de huevo, recibirá dos castigos; el primero en el círculo cercano y familiar dada la naquencia de la idea y el segundo de los guardias del cine que explicarán, con cierta parsimonia, que las reglas del mercado no admiten tales conductas. Me gusta el cine, pero no en esas condiciones. Añoro los tiempos que se han ido que en éste caso y solo en éste…fueron mejores

viernes, 27 de abril de 2018

Semánticas electorales

Recuerdo que en mis años mozos las elecciones servían nomás para saber por cuántos votos ganaría el PRI, lo realmente interesante era el proceso de averiguar quién era el candidato. La gente con aspiraciones rezaba Magníficas y pasaba horas muy valiosas al lado del teléfono esperando la llamada del ungido para saber si había entrado a las glorias del presupuesto. Las campañas eran a lomo de tren o camión y los candidatos ofrecían hasta una hermana bajo la máxima de que prometer no empobrece, cumplir es lo que aniquila. Recuerdo que López Portillo no tuvo rival en las elecciones y aun así hizo campaña en compañía de su distinguida esposa que dicen que era una fiera para el piano y una fiera, así a secas. El PRI, esa “dictablanda” como la llamó Vargas Llosa, provocando la ira bastante ridícula de Octavio Paz, se fue debilitando paso a paso lo cual sería una buena noticia si sus contrincantes hubieran tenido una altura intelectual mayor a la de un burro de planchar cosa que, como se sabe, no ocurrió. Con el paso del tiempo las cosas se fueron complicando y resultaron tres Partidos dominantes rodeados de una turba de cascajo que pedían y siguen pidiendo prerrogativas a cambio del 3% de sus votos que imagino fueron promulgados por gente que considero imbécil. Ante todos estos cambios llama mi atención el uso de un par de palabras que en el diccionario político tienen un significado diferente al que un servidor les daría, pero eso a lo mejor se debe a que un servidor nunca entiende nada. “Pueblo” para mí es un lugar de tamaño pequeño en el que hay una iglesia, una plaza con arcos donde venden quesadillas y un camión con altavoces en el que se anuncia que el mago Pastelín se presentará el viernes por la noche. Me hago cargo que también designa a un grupo de personas pero nada más. Sin embargo, en estos tiempos políticos se ha usado en el discurso, señaladamente de López Obrador, el término para tratar de describir lo que sigue: un ciudadano impoluto, generoso, bueno y señaladamente pobre. La oposición natural a esta caracterización adjetiva sería la del empresario sabandija, ladrón y explotador del pueblo antes descrito. Bien, los mexicanos no somos dados a un análisis complejo, vivimos las reglas del todo o nada y lo hacemos a rajatabla lo que explica que un uso semántico tan idiota como el antes descrito tenga un efecto en millones de personas que viven la lucha de clases instalados en el siglo XIX. Lo he dicho antes, hay pobres que son una desgracia y ricos que también lo son, la misma regla aplica en viceversa pero insisto la complejidad no es cosa nuestra, Un segundo término que llama mi atención es el de “ciudadano” que de acuerdo a la venerable academia se define como “natural o vecino de una ciudad” y a menos que se trate de un extraterrestre, de esos que ve Maussán cuando no se toma su medicina, todos somos ciudadanos. Los políticos han empleado este término por el desprestigio que los acorrala. Dado que en este país ser político es casi casi equivalente a ser un asco, pretenden “ciudadanizar” sus propuestas para ganar halos de pureza que no merecen. En este caso me refiero al mal llamado “Frente ciudadano”. Mi último ejemplo se refiere al término castizo “puto” que, como es sabido le grita la gente al portero rival cuando despeja y que fue utilizado por cuatro diputadas para incordiar a un señor no muy lúcido que estaba en la tribuna. Bien, “puto” es un insulto y esa era la intención pero cuando vieron el vendaval enfrente utilizaron a mexicana costumbre de hacerse pendejas (enfatizo que escribí “pendejas” y no “bandejas) y alegaron que en realidad habían gritado “bruto” lo que me dejó con la vaga sensación que tiende a inundarme desde la noche de los tiempos; ya no sé si son imbéciles que creen que somos imbéciles o el imbécil soy yo por creer todo lo anterior. En fin, para las próximas elecciones ya tengo mi bunker y tapones para los oídos, se los recomiendo.