viernes, 7 de enero de 2011

Frases célebres (El Financiero 2002)

A mí siempre me ha producido mucha admiración todo aquel que en circunstancias extremas tiene la calma y la serenidad suficientes para pronunciar una frase que años después nos dará una imagen del tamaño de su carácter. Más admiración me genera el hecho de que en ese preciso momento haya alguien dispuesto a consignar el hecho glorioso en lugar de salir corriendo porque vienen los franceses o el volcán hizo erupción. Ejemplo de lo anterior es Guillermo Prieto que parece que andaba en una reunión en Guadalajara acompañando al Benemérito cuando de pronto entró un pelotón de fusilamiento que le apuntó a don Benito con intenciones de perjudicarlo de mala manera. La historia consigna que en ese momento el señor Prieto dio un paso al frente, se abrió la levita y dijo: “soldados, los valientes no asesinan, es el representante de la ley y la patria ¿quieren sangre? ¡Bébanse la mía!”. Hay que aceptar que la frase en cuestión tiene méritos de construcción y que emitirla en el momento que uno tiene una docena de fusiles enfrente requiere de ciertas virtudes. Como toda buena historia supongo que los soldados se sintieron muy apenados por su atrevimiento y salieron de ahí pegando de vítores al señor Juárez, pero, ¿será eso cierto?
Al rey Cuauhtemoc, por ejemplo, y según mi libro de la primaria, lo españoles que eran unos malditos decidieron quemarle los pies para que confesara dónde estaba el tesoro, ignoro con qué motivo hicieron favor de ponerlo en compañía de otro señor cuyo nombre y cargo no recuerdo, para que sufriera el mismo suplicio. Este es el momento de señalar que un servidor un día en el balneario Bahía pisó una colilla encendida y la sensación fue simplemente fúnebre; me salió una ampolla del tamaño de un dedal y caminé como zanate, así a brinquitos, los siguientes ocho días. Ello por supuesto me llevó a comprender que el acompañante de Cuauhtemoc en el momento de la aplicación simplemente se deshiciera en un grito y (supongo) ofreciera información hasta del paradero del Titanic que se hundiría cuatrocientos años después. Sin embargo, nuestro héroe azteca, aparentemente entero, parece que volteó muy enojado y le dijo: “¿Acaso crees que estoy en un lecho de rosas?”. Por supuesto el asunto es impresionante pero plagado de agujeros… ¿quién escuchó la frase? ¿El torturador? ¿Hernán Cortés? ¿Los aztecas colaboracionistas? ¿Quién tradujo? No tengo la menor idea y lo que es peor, supongo que la historia es apócrifa pera declarar tales cosas es políticamente incorrecto por lo que haga de cuenta, querido lector, que nunca lo dije. De cualquier manera la enseñanza útil en este asunto es la de contar con la frase adecuada para el momento justo ¿qué sería del general Anaya si en lugar de acabársele el parque hubiera seguido disparando todo el día?
Existen sin embargo, otras frases que simplemente desgracian a todo aquel que las emite debido a su falta de tino histórico: “Ya nos saquearon, no nos volverán a saquear” dijo López Portillo en el preciso momento que se llevaba hasta las cucharas de Los Pinos. Del mismo autor es la no muy elegante idea en el sentido de defender el peso como un perro, el problema en este caso es que no advirtió a qué raza se refería lo que seguramente explica la razón por la que la devaluación de nuestra moneda fue simplemente vertiginosa. Esta mexicana costumbre de decir una cosa para que ocurra otra ha producido fenómenos sociológicos notables que desgracian los mercados cada que a un alto funcionario se le ocurre abrir la boca. Si el mensaje que se trasmitirá es por ejemplo que el peso está más estable que nunca todo mundo (que tiene) entiende que es el momento de sacar los ahorros y llevárselos a Houston para que queden a buen recaudo mientras que al resto de los mortales (los que no tenemos) nos quedamos como las estatuas de marfil.
Es por ello, querido lector, que recomiendo enfáticamente que se dé a la tarea de ir anotando las frases con las que le gustaría ser recordado, para que en el momento supremo se cubra de gloria en lugar de pasar por la vergüenza de que se le evoque por el ¡ay! que exclamó en su último momento.