viernes, 19 de febrero de 2010

El ocio (El Financiero 1998)

La marquesa Calderón de la Barca en sus inigualables memorias acerca de la vida en México, relata un sinfín de asuntos que me parecen interesantísimos, como que los mexicanos éramos (y somos) horribles o que el general Santa Anna era un viejo encantador. Sin embargo una de las ideas que con mayor fuerza quedan reverberando en el gusto del lector (que mamón) es la de que nuestros antepasados se lo pasaban bomba entre bailes y tardes de hueva. Transcribo a continuación uno de los pasajes del texto de doña Fanny en el que se relata parte del viaje de la marquesa a bordo del “Norma” rumbo a América: Y, entretanto fulguran las estrellas, plácidas y argentadas- Todo cuando nos rodea es suave y bello, y no hay duda sino que el Norma mismo se halla en armonía con el espectáculo que nos envuelve, balanceándose graciosamente cual blanco cisne perezoso. La imagen que queda de esta descripción es de placidez (no importa que el viaje haya sido un infierno y que la mitad de los pasajeros, que por cierto no se bañaban, haya vomitado a la otra mitad, que han de haber olido a quesadilla de huitlacoche) y ese es el punto que quisiera destacar en esta colaboración ¿Dónde han quedado la placidez y el ocio?.
Sigamos ahora al maestro Kundera con un párrafo de su libro “La lentitud”: Miro por el retrovisor: siempre el mismo coche que no consigue adelantarme por culpa del tráfico en sentido contrario. Al lado del conductor va una mujer; ¿por qué el hombre no le cuenta algo gracioso?, ¿por qué no descansa una mano en su rodilla? En lugar de eso, maldice al automovilista que, delante de él no avanza lo bastante rápido; tampoco la mujer piensa en tocar al conductor con la mano, conduce mentalmente con él, y ella también me maldice. Las dos escenas, separadas por cerca de 150 años de distancia, reflejan las perversiones del progreso y su ingenuo pero dictatorial esfuerzo por generar hombres ascéticos, modernos, dinámicos, dedicados por completo a vivir intensamente la vida. Desde luego bajo estos parámetros, todo aquel que discurra dedicar una tarde a la lectura o ver la tele, entrará limpiamente dentro de la categoría que describe su conducta: la de un hombre huevón.
En estos tiempos que nos ha tocado vivir parecería que todo aquel que no se levante al alba, se dé un baño con agua fría, trabaje catorce horas y de ahí se dirija al gimnasio para ponerse bien buenote, es un apestado. Ejemplos sobran: la gente que en un avión en lugar de embriagarse con la bebida de gorra va tecleando en su computadora, los que se llevan trabajo a la playa; los idiotas que creen que bocinando y poniendo cara harán avanzar la circulación que los exaspera. Mas ejemplos: antes los turistas se quedaban tres meses en un lugar, aprendían el dialecto local y cohabitaban con los nativos, hoy, el que no conoce 14 países de Europa en tres semanas es porque es muy bruto. Los bomberazos de las oficinas, los jadeos para llegar al banco... todos hijos de la misma perversión.
La publicidad no se libra de este enajenamiento; los anuncios para hombres de verdad nos orientan sobre la necesidad de tener un pecho 32-C; escalar montañas, saber como componer coches de mujeres buenotas o llegar al trabajo con aire de que acabamos de comprar la Coca Cola Inc. ¿Alguien ha visto un anuncio en el que el hombre moderno esté en una hamaca rascándose lo que se quiera rascar? La respuesta es no.
Por supuesto toda esta tendencia tiene que ver con el concepto del valor del tiempo y la importancia de aprovecharlo plenamente. Sin embargo, debería quedar claro que esta plenitud la puede alcanzar igualmente Nelson Rockefeller amasando millones, que el gordazo huevón ése, que murió en su cama después de no levantarse en diez años.
Cerraré este lamento invocando nuevamente a Kundera que dice: ¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares? ¡Ay!