martes, 28 de junio de 2011

Las dietas (El Financiero 2002)

Estaba yo el otro día hojeando “El país semanal” la revista española que acompaña la edición dominical del periódico del mismo nombre, cuando me encontré con el tema del sobrepeso. La fórmula para calcular los kilos de más, era elemental: “divida su peso entre su estatura”, lo hice y me quedé aterrado ya que de acuerdo a los cánones planteados, mi sobrepeso es el equivalente al de una ternera en pie y me salía de la tabla por varios órdenes de magnitud. Cuando traté de hacer las cuentas para averiguar cuántos kilos debería bajar para estar dentro de los estándares de salud internacionales, me encontré con que para llegar a la meta, debería coserme los labios tres meses y amputarme la pierna izquierda.
El asunto me dejó con una ligera depresión (parte de la terapia es contarle a usted, querido lector sobre estas maldiciones modernas) y con la vaga idea de que no hay nada que hacer sobre este tema. Si la estrategia de la revista era generar conciencia, en mi caso lo lograron de forma tan contundente y errónea que me tuve que cenar un pay helado de limón y mi torta de tamal, mientras pensaba que la vida simplemente no vale nada
La salud es el dictador de los tiempos modernos y paulatinamente hemos ido descubriendo que todo aquello que nos produce ciertos placeres está diseñado para aniquilarnos rápidamente. De acuerdo a los patrones una persona sana no toma, no fuma y come lechugas todo el pinche día. Asimismo, no es bueno asolearse, respirar mucho en la calle, ni bañarse con agua fría. El problema es que el escenario anterior a mí me resulta una prefiguración del infierno y es por ello que desobedezco constantemente los consejos de aquellos que se han erigido en cruzados de las mejores causas sociales, que normalmente son gente insoportable.
Actualmente los que se dedican a que la humanidad se haga sana son los nuevos profetas y la masa sus seguidores que acuden en tropel para descubrir las nuevas fórmulas de la felicidad. Se han diseñado estrategias diversas para bajar de peso que se ubican en un espectro en el que todo cabe. Hay unos señores que diseñaron, por ejemplo un cinturón que vibra cuando la gente suelta la barriga. Esto me parece terrible ya que lo que menos se me antoja es legar a una cita con el señor fulanito de tal y encontrarme con que cuando me está explicando mis derechos le empieza a temblar la panza por medio de un motor de 3 watts. Otra opción consiste en ingerir unas fórmulas químicas que “encapsulan la grasa” y no quiero ni pensar dónde la mandan. Normalmente son polvitos que uno le pone a la comida y que solo alguien amante de la aventura se puede meter al cuerpo. La tercera opción son las dietas en las que el principio elemental se basa en que uno coma alimentos cuyo común denominador es que saben asqueroso y que producen imágenes de gente comiendo arroz al vapor con caras largas. Desde luego la última alternativa es entrar en la oligofrenia del ejercicio, comprarse el video de Jane Fonda y empezar a pegar de brincos como si la vida nos fuera en ello o inscribirse en un gimnasio en el que una buenota da de gritos para que todo mundo renuncie a la flacidez de la carne.
A nadie se le ha ocurrido que la forma más simple de salud consiste en estar contento y que esta felicidad puede venir de una buena copa de vino o de un cigarro que calme la ansiedad. Que hay pocos placeres que se comparen con llegar ladrando de hambre y hallarse ante un plato de tacos de chicharrón y que las carnes blandas no son motivo de escándalo ya que es más normal poseerlas que volverse miembros de la tribu de los espartanos. Es una traición de la modernidad que todos los adeptos a estas opciones tengamos que vivir con culpa y a escondidas y es por ello que me manifiesto abiertamente por una opción intermedia que medie entre la posibilidad de que los que quieran estar sanos y buenotes lo hagan y los que no, que no.

martes, 21 de junio de 2011

Fobias (El Financiero 2002)

Alguna vez conocí a una muchachona que padecía de un extraño mal consistente en no utilizar el asiento del copiloto de un auto “porque se mareaba”, tal disfunción provocó que durante seis meses diera la impresión de ser una Condesa pobre, que se transportaba en un caribe destartalado y con un chofer impresentable. Mi madre no usaba las escaleras eléctricas lo que nos hizo esclavos de los elevadores durante muchos años y otras personas justamente lo que no usan son los elevadores porque padecen claustrofobia.
Las mañas de la gente son múltiples y se traducen en millares de fobias que tienen que ver con las arañas, las alturas e inclusive las palabras (un servidor, por ejemplo no soporta la palabra “calzones” y como para entender una tara de ese tipo necesitaría treinta sesiones de terapia sicoanalítica simplemente evito pronunciarla).
Soy un hombre lleno de fobias y quisiera compartirlas con usted, querido lector, para ver si logro exorcizar algunas de ellas por la vía de hacerlas explícitas ¿le parece?
La primera de mis taras tiene que ver con gente que uno no conoce pero que hace plática. El peor lugar en el que esto puede ocurrir es en el asiento de un avión ya que ahí no hay escapatoria posible. En circunstancias tales me enterado de innumerables cosas que no me importan como el sitio de Stalingrado, mi ascendencia en géminis o la teoría (lo juro) de que Pedro Infante no murió pero quedó desfigurado por lo que trabaja como mesero en Toluca. Contra la gente que le da por platicar no hay antídoto posible; no me considero un tipo hosco pero cuando me subo al avión saco un librote así de grande y entonces la pregunta es: “¿qué está leyendo?”, como me da vergüenza contestarle que eso no le importa, cierro el libro e inicia la conversa que normalmente termina con el tipo cabeceando cuando advierte que soy una persona muy poco interesante.
Mi segunda fobia, prima hermana de la anterior, es producida por la gente que le abre a uno su vida así de sopetón. Son aquellos que uno acaba de conocer y dicen cosas como: “es que salí de la cárcel hace apenas dos semanas”, algunos más se levantan la camisa y mientras enseñan una bola de béisbol en la barriga comentan: “¿conoces los tumores gástricos?”, otros se llevan la mitad de una comida platicando de su experiencia cuando eran alcohólicos y le pegaban a su mujer.
Una fobia más me la produce la gente conspicua; esa que tiene un enorme afán por llamar la atención. Para cumplir este propósito las estrategias pueden ser múltiples, la más elemental es la indumentaria o el aspecto físico. El otro día fui a una fiesta en donde había un señor que se había rapado la zona parietal y conservaba un molote de pelo en la coronilla logrando un notable aspecto general de chile cuaresmeño. Cuando lo saludé no supe dónde poner la vista pero el siguiente impacto fue mayor porque apretó mi mano y me dijo a gritos: “¡YO TE LEOOOO!” , el efecto fue doble; primero por la salpicada de baba (si efectivamente me lee sabrá que debe cuidar ese flanco de su personalidad para no apestar su vida social) y segundo porque todo mundo volteó como si la casa ardiera en llamas. La gente conspicua es la que pretende que todos nos enteremos de que cerró un trato de millones o la que invierte una tarde explicándonos lo compleja que es su chamba y cuando uno cambia de tema regresa como un bumerang a la posición original para machacar sobre lo necesario de que todos escuchemos lo que dice.
Mi última aversión tiene que ver con las masas, ignoro por qué pero la gente se desgobierna cuando se reúne con más de 15 semejantes y eso me pone muy nervioso. Siempre he tenido la paranoia de que en algún momento un miembro de la turba me voltee a ver y grite sin motivo alguno: “¡agarren al pelón!” y empiece la corretiza. Por lo anterior es que no asisto a ningún evento multitudinario y traigo siempre una cachucha que si bien me confiere un aspecto como de gringo retirado me protege de mis fobias que como usted ha visto, querido lector, son múltiples.

lunes, 13 de junio de 2011

El lado positivo (El Financiero 2002)

No soporto a la gente positiva, ésa que cuando alguien se petatea utiliza como herramienta solidaria frases del tipo: “Mejor así, que descanse” o a aquellos que después que el huracán le derrumbó la vivienda, entonan un himno de esperanza mientras remueven el cascajo en el que se encuentran las posesiones de toda su vida. Me he enterado entre escalofríos que existe un gremio llamado “club de los optimistas” que deben ser un grupo de infumables (imaginar en este momento a su servilleta en un sofá rodeado por optimistas que cantan una canción). Alguna vez me senté en la misma mesa que una a la que descubrí idiota en el preciso momento que, después que yo le contara una serie de plagas interminables que amenazaban mi estabilidad emocional, sugirió entre guiños: “regálame una sonrisa”. Por supuesto no le regalé ni un llavero y salí pitando convencido de que tendría que ser más cuidadoso en la elección de mis amistades futuras.
El problema es que tampoco soporto a los que se quejan de todo lo habido y por haber y tengo la dolorosa impresión de que los mexicanos somos una raza que ha hecho de la queja una forma de vida. Ignoro si ello se debe a que nos conquistaron o a que hemos perdido todas las guerras posibles pero eso es lo de menos. Pasemos a los ejemplos: las autoridades recientemente decidieron cambiar el pavimento de la colonia en la que vivo por lo que las calles se han convertido en verdaderas trincheras de la primera guerra. Por supuesto que todo es un desmadre; hoy que llevaba a mis hijos a la escuela quedamos en calidad de polvorón debido a los imbéciles que consideran adecuado acelerar en medio de un terregal. Para salir en la dirección correcta es menester que tome la incorrecta y dé una vuelta de ocho kilómetros, sin embargo me queda claro que a menos que la ingeniería civil nacional se reforme no hay de otra por lo que conviene apechugar. Sin embargo, ya los vecinos se están organizando para protestar por el desgarriate lo que me haría suponer que en este momento algún funcionario ha de estar recibiendo la queja y reflexionando acerca de no volver a dedicar presupuesto a una colonia de susceptibles que se enojan porque pasó la mosca. El problema es canijo ya que el otro día al salir de mi casa me encontré a un señor que llevaba una libreta de firmas en la que pedía que la repavimentación no solo se aplicara en ciertas calles sino en la suya también porque era injusto que solo algunos se beneficiaran y entonces ya no entendí nada.
Las cartas que mandan las personas a los periódicos normalmente se redactan diciendo cosas como: “es cierto que no pagué, pero es no les da derecho…” o “reconozco que llegué veinte minutos tarde pero ¿no dejarme subir al avión?” Lo que quiere decir que somos una nube de tira piedras que prácticamente nunca estamos dispuestos a asumir ninguna responsabilidad pero sí descargarla en otros. En una comida hace poco me senté al lado de un señor que se decidió tres horas a explicar que desde su punto de vista (era dentista) los segundos pisos eran una de las decisiones más idiotas de los últimos tiempos, varias veces intentamos cambiar de tema, que si las lluvias que si Hugo Sánchez y nanay, el sacamuelas terco con la vialidad. De pronto uno que también estaba hasta la madre le preguntó ¿y vas a votar? La respuesta es antologable: “no, porque ello implicaría validar el proceso”. Ahora resulta que si la gente es fodonga y no va a votar no es culpa de ella. Lo lamento pero el argumento me parece inaceptable.
Nos quejamos del clima, del gobierno, de la corrupción y de las mafias de todos los tipos, de las marchas y la basura. También de que en México no se lee y que estamos rodeados de sátrapas. De acuerdo, México es un país que da para que uno se enoje mucho, pero la neurosis colectiva alcanza ya niveles que de pronto hacen que uno añore a los optimistas y la verdad es que no se trata de eso.

viernes, 3 de junio de 2011

Inventos (El Financiero 2002)

Hace unos días estaba yo haciendo nada y de pronto como si me fuera revelada la teoría evolutiva, me di cuenta que todo lo que me rodeaba tenía un padre, es decir había sido producto del ingenio de un señor al que yo no tenía el gusto de conocer; el lápiz, la silla, el fax, la computadora y las agujetas de mis zapatos. El asunto me dejó un par de enseñanzas; la primera y más dolorosa es que mi acervo neuronal nomás da para ese tipo de clarividencias, la segunda es que nunca he puesto atención a estos padres de todas las cosas que merecerían por lo menos un comentario.
Un invento es en sí mismo un prodigio pero, seamos justos; hay de inventos a inventos. Porque estará de acuerdo, querido lector, que hay un cierto abismo conceptual e intelectual entre el dispensador de pasta de dientes y el fax, a pesar de que ambos se encuentran en el mercado y hacen millonarios a sus creadores.
En la tipología del inventor las categorías se desagregan con limpieza y están encabezadas por una hornada de pobres diablos a los que la gente mira siempre con conmiseración ya que invierten su vida en la búsqueda de cosas extraordinarias para salir de pobres. En este grupo identifico con claridad a los que buscan fórmulas para que salga pelo, a aquellos que quieren producir un bistec que sepa a lechuga y los que diseñan unas tablas en las que se puede apreciar, si se tiene el tiempo y la paciencia suficiente, el día que estaremos destinados a morir. Una vez en una fiesta conocí a un señor que no estaba ebrio ni padecía de retardo mental que invirtió dos horas en explicarme que estaba inventando una gorra que permitiría “conservar las ondas cerebrales”, un servidor, muy interesado preguntó cuál sería la razón para preservar tal patrimonio neurológico y el buen hombre respondió que con el sombrero puesto uno viviría lúcido hasta los cien años ya que nuestras ideas en lugar de perderse en el éter quedarían dentro de nuestro cerebro, en ese momento me quedé pensando que -dado que mi interlocutor no traía su sombrero- había sufrido un desagüe de las ideas que lo había dejado como estaba, por lo que decidí abstenerme de comprar el producto.
El segundo grupo es el de los hombres que tuvieron la idea pero no la prioridad. Prácticamente en cualquier familia hay una historia del tío que inventó la pluma fuente pero perdió la gloria porque fue engañado. Conozco a uno por ejemplo, que vivió convencido de que él inventó el juego del turista mundial (ése en el que el chiste era comprar Liberia) y sufrió un despojo por parte de los gringos por lo que en mudo boicot se negaba a jugarlo.
Existen otros hombres que han hecho cosas utilísimas pero anónimas. No me imagino un mundo sin clips o lo que sería la vida sin la palanca con la que se jala el excusado. Estoy convencido de que he llevado una existencia razonable gracias a la goma de borrar que se inventó para eliminar la evidencia de nuestras inconstancias y errores (por definición soy inconstante y erróneo). Supongo que sólo los familiares de estas personas saben de la valía de su pariente el inventor y me imagino a veces un destino de alcoholismo en el que un señor en la cantina les grita a todos “yo soy el padre del post it” para luego hundirse en llanto.
La última categoría es la de los finales felices y está compuesta por todo producto que a usted le suene a apellido (imaginar en este momento que le es presentado a uno el señor Firestone). En este grupo de ganadores se cuentan todos aquellos que en un cuchitril decidieron poner a prueba una idea y terminaron forrándose en millones que le dan de vivir actualmente a sus numerosos descendientes, quienes nacen, crecen, se reproducen y mueren homenajeando la memoria del abuelo (normalmente un viejo explotador) que los sacó de brujas.
El único invento que he logrado es el de una bebida con tequila que permite después de dos cañonazos la posibilidad de hablar fluidamente lenguas extranjeras, desgraciadamente aún no logro el antídoto para evitar la sensación posterior de que uno fue atropellado por un trotón de tres toneladas. Ni modo.