jueves, 18 de febrero de 2010

La risa (El Financiero 1998)

“Mi interés nunca ha sido hacer reír a la gente, en lo más mínimo. No creo que la risa sea sana ni interesante, ni que llene ninguna función literaria. Lo que a mí me interesa es presentar una visión de la realidad como yo la veo. No me siento comprometido con la risa, ni entregado a ella y no creo ni siquiera que la risa sea buena”. La frase anterior -que podría ser atribuida al villano Reventón o a un ogro come niños- corresponde, paradoja notable, a Jorge Ibargüengoitia y la lanzó en una entrevista que concedió a René Delgado poco antes de morir en 1983. Digo que la frase entraña una paradoja notable porque es muy probable que no exista un escritor mexicano que haya coqueteado más con el humor que el mismo Ibargüengoitia. Sin embargo, no es el propósito de esta colaboración el de ahondar en el asunto. La frase de Ibargüengoitia sólo sirve de pretexto para que yo diga lo que quiero decir, y lo que quiero decir es que a mí -a diferencia de don Jorge- la risa por supuesto me parece sana, aunque ése tampoco es el punto interesante, lo notable viene cuando se trata de entender que es lo que le produce risa a los demás.
Por algún misterio que tiene que ver con los orígenes del sadismo, nos parece, por ejemplo, muy chistoso que alguien sufra una desgracia. La misma puede consistir en hechos tan variables como irse por una coladera, ser cagado por un ave canora o como en el caso de un ex compañero de trabajo que me acabó pareciendo antipático, cuando la esposa que pesaba cien kilos se fue para atrás (como se dice vulgarmente, “de nalgas”) en el momento que se tomaba una cuba sentada en su silla. Francamente y analizando el asunto en frío no alcanzo a entender cuál es la gracia de que alguien quede con fractura expuesta, pero ese el sino de los tiempos. Ya Roura ha apuntado el notable hecho de que los programas de video se alimenten de gente que sufre percances varios y que el video premiado sea aquel en donde peor estuvo el madrazo.
Si vamos en un coche con alguna amistad y al bajar se da un tope en la cabeza, no podemos esperar a que concluya la frase de respuesta (¡hay chingaos!), cuando ya estamos desternillándonos. En estos casos (de los golpes ajenos) ocurre un hecho sociológico notable; si el que se descerebró es una persona que acabamos de conocer, la risa se diluye y rápidamente preguntamos por su estado mental, pero en cambio si es cuate o un perefecto desconocido, el impacto resulta muy cómico ¿Por qué? No tengo idea.
Ahora bien, la gente se ríe de cosas diferentes; hay quien encuentra (que los perdone Dios) muy cómica a la India María y otros consideran el asunto vergonzoso. Hay quien refiriéndose a Raúl Velasco dice: “pero que hombre tan simpático”; otros, en cambio están en media película de Buñuel y pegan la carcajada cuando el resto de los asistentes está dormido o en una actitud equivalente a la de las estatuas de marfil.
Esta característica -que gente diferente se ría de cosas diferentes- permite encontrar otras opciones, además de la de la desgracia ajena, para caracterizar de qué nos reímos los mexicanos y este es el momento de aclarar que no estoy dispuesto a repetir la mamadencia ésa de que nos reímos de la muerte, declaración que siempre me ha parecido una idiotez creada por algún vendedor de calaveritas de azúcar (si la frase es de alguna Gloria Nacional, pido desde ya una disculpa). Una fuente notable -esa sí- de risa es el ridículo ajeno. El momento que mejor ilustra esta conducta desde mi punto de vista, se refiere al día en que el maestro de psicología entró al salón 4022 de la preparatoria con la bragueta abierta. Debo decir que el tipo era brillante. Sin embargo, su exposición ha sido indeleblemente olvidada, de lo único que me acuerdo es que durante una hora entera, libré una batalla contra mi sistema facial para no carcajearme.
¿Por qué? Tampoco lo sé.