viernes, 30 de diciembre de 2011

Antología e intelectuales (El Financiero 2008)

Hace ya varios años Malú Huacuja me mandó un correo en el que me pedía la autorización para publicar un texto de mi autoría en una página que ella había desarrollado y se llamaba “antilibros”. Seguramente, querido lector, usted se ha de estar preguntado ¿y eso a mí qué me importa? Sin embargo el asunto viene a cuento porque aquel artículo daba cuenta de una polémica que yo no entendía entre un señor que es crítico y se llama Christopher Domínguez y otro que no lo es, pero estaba muy molesto de nombre Víctor Manuel Mendiola.
Dado que no tengo el gusto de conocer a ninguno de los dos, gocé de envidiable neutralidad para cronicar la madriza que se pusieron a resultas de algo que Domínguez había publicado y que a Mendiola no le agradó. Hace unos días, en un ejercicio muy similar al del cometa Halley, la polémica regresó intacta y la he observado con cierta fascinación ya que me parece ilustra mucho del vodevil intelectual mexicano.
Los escritores en México tienen una cierta alma de prima donnas que los convierte en seres muy sensibles a los chingadazos y muy entusiastas ante los elogios. Andan en grupos y se les puede reconocer porque comen en cantinas, siempre traen un libro bajo el brazo, usan barba y se ríen de cosas que solo ellos entienden como: “¿Viste que le negaron al beca a fulanito…es un escritor muy menor, jaja”. Los escritores mexicanos viven marginalmente de lo que escriben y sustantivamente de alguna chamba editorial, una beca oportuna o un hueso en el gobierno corrigiendo discursos de políticos imbéciles. Se identifican a sí mismos por generaciones “pertenezco a la generación XXX” lo cuál es una pendejada ya que yo, por ejemplo soy de la generación del 59 y no se me ocurre andarlo repitiendo.
Otra característica distintiva de este noble gremio y que es la que destaco en esta colaboración, se relaciona con su tendencia a agruparse en clanes que son enemigos y se viven mentando la madre. El hecho de que hace años ya se haya gestado una disputa, que los argumentos sean más o menos idénticos y que los protagonistas sean los mismos, da cuenta de este peculiar fenómeno.
Veamos, todo empieza porque Mendiola le manda decir a Domínguez desde el periódico El Universal que su trabajo “Diccionario crítico de la literatura mexicana 1955-2005” no sirve para nada, que puso a puros cuates y desechó a otros de más valía, que el Fondo de Cultura Económica metió la pata y puso en tela de juicio su prestigio etcétera. Acto seguido Guillermo Samperio publica en las páginas de El Financiero una carta a la directora del Fondo en la que acusa a Domínguez de muchas cosas y argumenta, palabras más palabras menos, que si el texto se hubiera publicado en Alemania, Inglaterra o Austria (¿Austria?) a Domínguez “lo hubieran metido a la cárcel o lo hubieran expulsado del país” (imaginar a Domínguez expulsado del país.
El crítico defenesatrado sale en su propia defensa y responde que en principio el publicó a los autores que le gustan, es decir, los que le dan la gana y que ello no tiene nada de malo, como tampoco lo es que vuelva a usar textos ya utilizados. Además dice que el número de páginas dedicadas a cada autor no son sinónimos de su valía lo que por lo menos para mí no es tan claro.
La coda de este interesantísimo fenómeno la aporta la señorita Eve Gil, que descarga otro cañonazo hacia Domínguez mandándole decir que se deje de asumir como la “máxima autoridad de las letras del siglo XX” (imaginar, en este caso, a Domínguez en su papel de máxima autoridad) y la cosa sigue.
Sobre todo el desmadre anterior debo decir que estoy confuso pero, paradójicamente, cada vez entiendo más. Como en este país nadie está nunca contento (muy particularmente los escritores) sugiero una antología total de la literatura mexicana en donde quepa hasta yo. Habrá quien diga que es un ejercicio poco riguroso y seguramente las quejas serán de las glorias que no quieren verse al lado de pelagatos, pero seguramente evitaría la tinta invertida en estos menesteres….que es mucha tinta.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Arre borriquito (El Financiero 1996)

En el momento que usted, querido lector, revise estas líneas, seguramente estará envolviendo un triciclo, sacándole las tripas al pavo, a través de una operación que me parece repugnante, o poniéndose una almohada en la barriga y barbas sintéticas para espantar a los niños en la noche. Efectivamente, la Navidad es una fecha en la que se toman iniciativas inéditas y en la que se nos desordenan las entendederas de una manera escalofriante (como el día que un invitado de mi padre se orinó en la azaleas del jardín). La ortodoxia sugiere reunirse con la familia alrededor de una mesa, cantar la letanía, comer uvas y tragarse las semillas además de brindar por todo lo bueno que este año ha traído, asunto que me parece perfecto. Sin embargo, los días navideños tienen algunos componentes definitivamente execrables que son los que quisiera revisar en esta columna de Nochebuena.

Una de las primeras perversiones navideñas es la de salir a comprar regalos; nuestro ánimo obsequioso sale a flote y entonces nos metemos a tiendas que huelen a cloaca de pollo de tanta gente que las visita. Las empleadas están con un humor que se mastica y los visitantes metiéndose a madrazos en el elevador o echándole el coche a la viejitas en el estacionamiento para evitar las colas. Ahí es menester decidir el regalo ad hoc para cada uno de nuestros seres queridos, y entonces empiezan los problemas, porque la posibilidad de atinarle al presente correcto es prácticamente nula: ¿que el tío Pancho es tan bruto que nunca ha leído un libro?, pues la Divina Comedia, que servirá para nivelar una mesa, o como martillo en casos extremos; ¿que Juanito tiene alma científica?: un juego de química que tendrá el efecto de dejarlo sin tres dedos el día que quiera fabricar el gas del huevo podrido; la tía Paca será alérgica al suéter de Chiconcuac, y el disco de gaita asturiana para el primo Enrique será escuchado por primera vez cuando un antropólogo del 2057 lo rescate de un armario.

Otra malignidad de estas fiestas consiste en la quema de cohetes; darle cohetes a un niño refleja no sólo que el papá sea un idiota, sino entraña los mismos riesgos que ofrecerle un negocito a Raúl Salinas ya que los infantes seguramente encontrarán divertido atar al perro y destriparlo con una paloma de cuatro pesos, o aventarle cohetes en las nalgas a la gente que va pasando por la calle. El ejemplo más notable de esta manía tuve el privilegio de observarlo en la casa de unos amigos, cuando el árbol de Navidad ardió en llamas en una suerte de mini-incendio forestal.

El tercer problema se centra en los abrazos: uno da más abrazos que el líder del PRI en gira. Ahí va uno por la vida estrechando a la gente que le cae gorda como si uno la quisiera mucho y diciendo frases como "hermano, lo mejor para ti y para los tuyos". El riesgo es encontrarse a tipos que creen que si aprietan más fuerte será mejor, y entonces uno tiene que apretar las corvas y tensar los huesos (igual que en el excusado) para evitar que le desvíen la cuarta lumbar. Horrible.

La última gran perversión se centra en la música: por alguna razón que no acierto a comprender los compositores de música navideña manejan en su universo lírico conceptos como burritos, pastorcitos, pesebres y vírgenes lavándose. Ello --que ya representa un problema-- se agrava si consideramos que la programación musical de los centros comerciales, de los coros de capita y pandereta de los niños en edad escolar, no cuentan con más opciones por lo que después de dos días uno quiere que los pinches peces no beban en el río y que los reyes magos lleguen de una buena vez a Belén.

En fin, me hago cargo de que toda estas derivaciones de la Navidad no dejarán de ocurrir sólo porque a un servidor le parezcan lo que le parecen. Es por ello que más que andar regañando a la gente simplemente deseo que todo salga como debe salir y que usted no se embriague vergonzosamente esa noche. Felicidades.

martes, 29 de noviembre de 2011

El soldado (Nexos 1994)

Todo empezó con el viaje a Cuba. “No es tan caro”, decíamos, “cosa de tomarse una semana”. Nuestros amigos libertarios hablaban de “acercarse a la Revolución, conocer la realidad cubana”, etc. Hasta allí todo bien, sin embargo había un pero... mi cartilla.
A los dieciocho terminé la preparatoria y Paco Rodríguez, que se iba a Europa, me invitó a viajar con él. Como no tenía cartilla, hice lo que todo joven de mi edad y posibilidades hacía: la obtuve chueca. El trámite fue truculento y se hizo por medio de un amigo de Paulina Lara apodado “el Pulga”.
–No te preocupes –decía el día anterior a la salida, cuando el único documento oficial que tenía era mi certificado de primaria.
Por uno de esos milagros que siembran dudas espirituales, todo se arregló y pude irme. Pero allí no paró la cosa, ya que la cartilla hay que resellarla (visar dicen los militares) cada diez años. Por supuesto, dado el procedimiento irregular que había seguido, decidí qué solo un arrebato de idiotez temprana me llevaría a cumplir el trámite. Hice algunos viajes y, en el último, al pasar por migración me pidieron el resello.
–No sale joven –dijo el funcionario de bigotito.
Cabe aclarar que iba yo cuidando siete niños de diez años con rumbo a Oregon y que quince minutos antes me había despedido de sus padres diciéndoles que todo iba a salir bien.
Me hinqué en el cajón del inspector, lloré y lo jalé de los pantalones. Finalmente se compadeció y me dejó pasar, pero advirtió:
–Reselle su cartilla.
Ahora, con la perspectiva cubana, las palabras del de bigotito retumbaban en mis oídos. Como yo había decidido no pasar nunca por un trago tan amargo otra vez, hice de tripas corazón y fui a la Defensa Nacional en un acto evidente de idiotez temprana. Recuerdo que al ver mi cartilla el militar encargado levantó la mirada y movió la cabeza de un lado a otro, “Listo”, pensé, “ya valió madre”. Pedí permiso para hablar por teléfono, le avisé a mi esposa y cuando regresé fui escoltado por dos soldados hasta un galerón donde el Sargento X me dijo que la cartilla era falsa, que ya ni chingaba, que eso era muy grave, etc. Acepté inmediatamente mi culpa, lo que tuvo un efecto positivo: “Lo felicito por su valor civil, no lo vuelva a repetir”, dijo mientras rompía la hojita de la liberación. “Vaya en febrero a reclutamiento y no se preocupe, a su edad ya no marcha”, añadió.
Cuando les conté a mis amigos la noticia, pasaron del desternillamiento a las palmaditas en el lomo, lo que francamente me dejó muy preocupado.
Luego entendí por qué.
En febrero me presenté en la alberca olímpica a recibir el estoconazo; tenía que estar el primer sábado de marzo en el Campo Militar número uno a las siete de la mañana con pantalón azul, zapato negro y camiseta blanca. La víspera no pude dormir pensando que formaba parte del 28 regimiento blindado.
Ahí estaba yo, con mis treinta años a cuestas, en medio de dos mil reclutas, cantando el himno nacional a las 7:15 de la mañana con un frío de pastorela, maldiciendo con toda mi alma el viaje a Cuba. Regresamos al regimiento y nos repartieron boinas verdes con una falta de tino envidiable. A nadie le quedaban, algunos se la encasquetaban hasta las sienes, parecían panaderos; otros eran tan cabezones que no lograban ajustar las cachuchas más allá de la coronilla, ésos recordaban a las colegialas de escuela de monjas.
Nos dividieron por escuadrones, los vejetes a la reserva. Aquí –dije para mis adentros– nos van a decir que podemos irnos y que regresemos en diciembre. Nada más equivocado. Liberaron a los anticipados que se fueron muertos de risa.
El resto del día fue una modesta prefiguración del infierno. Nos formaron para ins¬trucción, la cual se componía de tres modalidades, todas ellas con el sol a plomo:
a) El sargento explicaba qué es el honor, la lealtad o el patriotismo, conceptos que se fusilaba de un manual y que nos hacía repetir durante quince minutos:
–A ver tú, gordo, qué es el patriotismo.
–Entregarlo todo por nuestra patria –contestaba uno.
El sargento se daba por satisfecho y buscaba otro sustentante, le repetía la pregunta, se repetía la respuesta, etcétera.
b) Otro sargento nos formaba y nos instruía acerca del paso redoblado, el flanco derecho o la media vuelta. Como el campo era de tierra, al marchar levantábamos un terregal que nos dejaba escupiendo adobe.
c) La más diabólica de las tres opciones era la última, que con¬sistía en hacernos trotar a paso veloz durante media hora cantando canciones como hacen los gringos. Todo aquel que conozca el metabolismo humano sabe que correr y cantar son eventos incompatibles que al forzarse a convivir logran el prodigio de que se escupa la pleura a los tres kilómetros.
A las 10:30 y hasta las 11 se servían las tortas de queso de puerco sin rasurar, era el único momento en que nos podíamos sentar. A dos que se estaban aventando los llamaron al frente y los hicieron cachetearse, después del soplamocos, tenían que repetir: “Ja ja, no me dolió”.
Me deprimí.
Cuando llegué a mi casa tenía el aspecto de alguien que ha caminado desde Laredo sin parar.
Cada semana era terrible. A la altura del miércoles comenzaba la depresión, el viernes me ponía de un humor de los demonios y el sábado después de la milicia, que terminaba a la una, me iba a dormir y no despertaba hasta las 10 de la noche.
Dos factores contribuyeron a empeorar notablemente las cosas. Primero, el gobierno anunció a mediados de año que la cartilla no era ya necesaria para salir del país. El segundo factor fue de orden logístico, en junio nos repartieron unos mosquetes de 5 Kg. con los que había que marchar por los terregales. Cuando disparamos quedé sordo.
Había soldados razonablemente amigables, sin embargo otros eran estilo West Point, es decir, llevados de la mala vida, le hablaban a uno de cerca escupiendo en la cara o en la nuca y tenían una especial proclividad por las lagartijas, con la desventaja de que éramos los reclutas los encargados de ejecutarlas porque pasaba la mosca.
Aquello duró un año, al final nos llevaron al Campo Marte y a uno por uno nos repartieron las cartillas liberadas. Nunca he vuelto a ser tan feliz.
El 27 de diciembre salí para La Habana, en el avión iba yo recordando la canción del regimiento: “Mi mamá me lo decía, hijo no te hagas soldado, porque marchan noche y día”. Por supuesto, tenía razón.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Política y tuiter (Etcétera 2010)

Las llamadas “redes sociales” se han convertido en un fenómeno emergente que requiere cierto análisis. Es frecuente observar a señores de mi edad, es decir nacidos en el Pleistoceno, trabajando en su granjita de Facebook, o a psicópatas potenciales inundando la red con mensajes crípticos. Pero eso no es todo, las redes son canales de comunicación eficaces, que en tiempo real pueden lograr miles de impactos. Hace no mucho se acercó a mí una empresa para pedirme de manera literal “que hiciera publicidad en tuiter” el asunto me pareció ligeramente mamarracho (imaginarme diciendo “que buena está la coca light”) por lo que me negué, pero pensé de inmediato que en la propuesta se esconde una de las potencialidades de las redes, justamente su alcance.
Dado que no se necesita ser físico nuclear para llegar a la conclusión anterior es que muchos periodistas y hombres públicos han entrado a las redes con el fin de utilizarlas para ampliar su marco de resonancia. Gente como José Cárdenas, Raymundo Riva Palacio, Mario Campos o León Krauze se han convertido en activos usuarios que dialogan con sus escuchas en algunos casos en condiciones de igualdad que los medios tradicionales no permiten. A este fenómeno hay que agregar el de los políticos que ya advirtieron este potencial de comunicación y han entrado activamente en ellas. Se dice que Obama ganó la Presidencia gracias a esta estrategia (y a que tenía a un pelele por adversario, agregaría) y un estudio reciente publicado en El Universal da cuenta de que 135 Diputados de los quinientos existentes tienen cuenta en Tuiter y la usan de manera activa. El Presidente Calderón también lo hace (no con la mayor de las fortunas) y gente como Javier Lozano, Manuel Espino y Mony de Swann, andan por ahí dando algunos tumbos como procederé a exponer a continuación.
El día del informe Presidencial, Felipe Calderón mandó un mensaje a la red en el que decía que mandaría un “mensaje abusivo a la Nación”, considerando que la “l” y la “b” son letras distantes del teclado se trató de un lapsus que dio la vuelta a la red de manera instantánea y generó un pitorreo inmediato. Ese es el problema de mandar un mensaje instantáneo; no hay una turba de asesores que velen por su integridad y garanticen cierto control de daños. Hace poco también, Mony de Swann escribió de forma suicida un texto en el que decía –palabras más palabras menos- que estaba preparando su comparecencia en lugar de estar haciendo algo más divertido. La declaración anterior, imbécil en sí misma, de inmediato fue captada y este buen hombre con apellido de lateral derecho de Holanda, pasó por la picota.
Gente como Gerardo Fernández Noroña (la “Dama del buen decir”) utiliza Tuiter de manera permanente, de hecho en el mismo artículo de El Universal se le cita como el diputado federal con mayor número de seguidores con los que entabla diálogos de antología, ya que en la red no hay complacencias y frecuentemente entran sus adversarios a darle con todo. Sin embargo, el diputado Fernández demuestra que no está manco y escribe cosas como “animal” o “aprende ortografía” mientras lanza sus acostumbrados denuestos al Gobierno de la República. Javier Lozano, Secretario del Trabajo, es otro ente irascible al que se le cuestionó por la entrega de Centenarios y otras adquisiciones al personal sindicalizado y respondió burlándose mientras que su Oficial Mayor simplemente insultó a la persona que se había quejado de tal medida.
Esos son los saldos, que no son pocos, Tuiter, lo mismo que otras herramientas de comunicación modernas, desnudan a sus usuarios y los expone en sus niveles de intolerancia o de distracción. Es por ello que se ha generado una paradoja; los medios masivos de comunicación están buscando la nota, cada vez con más frecuencia, en las redes sociales en lugar de las fuentes tradicionales y estas expresiones dan cuenta de un universo que seguramente tendrá un efecto revolucionario en la forma de comunicar ideas.
Un servidor por lo pronto, seguirá valorando la idea de hacer publicidad en tuiter, siempre y cuando no me pidan que hable de unos tenis para gente imbécil que logran el prodigio de bajar 20 kilos con una caminadita de 10 minutos.

jueves, 20 de octubre de 2011

Viva México cabrones (Milenio 2011)

“El Nacionalismo se cura viajando”
Camilo José Cela
“El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí”. La frase de Bernard Shaw lo resume todo, pero como a mí me pagan por setecientas palabras trataré de no dejarlo ahí.
Los mexicanos somos un pueblo de mañas y taras entre las que destacan echar lámina en el auto, meterse en las filas, reírse cuando un compatriota se va por la coladera y quizá una de las más perniciosas, ver el canal 2 en compañía de la familia. Siempre me he preguntado cómo es que se nos desgobiernan las entendederas al pasar del individuo a la turba. Evidencias sobran, el grupo que viaja a Alemania con unos sombreros dignos de una orden de presentación ante la PGR, que además se ponen unos bigotes que, sospecho, son los causantes de la epidemia de influenza y que gritan alegremente ondean banderas y le dan tequila a todo aquel que se deje para demostrar el nacional espíritu que nos posee.
Pero esta imagen –la de que somos un pueblo alegre y desmadroso- me parece la menos perniciosa. El problema es cuando empiezan las odas nacionalistas que todo lo desmadran. “México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la X, que algo tiene de cruz y de calvario” escribió el Vate López Méndez, probablemente bajo el efecto de sustancias controladas, pero representando ese imaginario popular de fe y devoción por la Patria. ¿Por qué? -me pregunto- algo tan abstracto como una Nación en la que hay desde gandallas y lacras hasta lumbreras y gente de bien puede ser motivo de orgullo genérico? Misterio insondable.
Recuerdo ahora mismo el asunto de Top Gear, la serie británica en la que tres señores que son pendejos pero con carisma se pitorrearon de un auto mexicano y en consecuencia de la Nación. El señor Embajador montó en cólera y armó un zafarrancho (en ese momento me refugié en un bunker por aquello de otra guerra) y exigió una disculpa. El IMER, decidió “boicotear” a la BBC por lo que dejó de transmitir su programación (imaginar a tres rubicundos funcionarios de la BBC con el Jesús de la boca haciendo llamadas frenéticas para evitar tal desastre). El asunto devino en vodevil y para variar dividió a la Nación en dos bandos, los que consideraban que procedía un desagravio y exigían de jodido la Torre de Londres (la mayoría) y los que como un servidor (la minoría) considerábamos que el asunto no daba para nada más que enviar a un comando comandado por Fabiruchis y Bisogno en represalia.
Otra veta del nacionalismo se relaciona con lo que los gringos llama “wishful thinking” que los académicos traducen como “pensamiento ilusorio” pero en mi diccionario personal se llama simplemente candor o ingenuidad. Cada cuatro años, la Nación entera corre a las tiendas o a los camellones se pone su playera de la selección y se dicen cosas como “ahora sí ésta es la buena”. Acto seguido suceden fenómenos muy curiosos, porque los mexicanos en formación de turba llenamos los bares, nos ponemos de pie ante un monitor de 24 pulgadas durante el himno y luego de la victoria sobre Angola, salimos a desmadrar monumentos en honor de los héroes que nos dieron Patria. Lo que sigue es predecible como un meteorito; llega el quinto partido y cualquiera que tenga una lucidez superior a la de un pisapapeles sabrá que es el adviento de una catástrofe, que ocurre noventa minutos después. En ese momento nuevamente las cosas se desgobiernan y se busca la dotación de huevos y jitomates para ir a recibir a los seleccionados que “no se entregaron por su país”
Se entiende poco que es caso por caso, que nadie es ni puede ser mejor o peor en función del lugar donde nació, pero así son las cosas; los tiempos de balcanización y ruptura están muy presentes y poco hay que hacer. Simplemente recordar a Einstein que dijo “El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad”, que en estos tiempos de pandemias es una verdad de a kilo.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Bibliotecas

Desde mi muy modesta experiencia existen dos métodos para clasificar los libros que uno a lo largo de su vida y a costa de grandes esfuerzos (si se es un miserable) logra reunir para formar una biblioteca privada. El primero se debe a la inventiva y muy probablemente a la ociosidad de Melvil Dewey que evidentemente no tenía nada mejor que hacer. Según Dewey, el conocimiento humano se podía dividir en un sistema decimal en que las primeras diez clases representaban asuntos como la filosofía o ciencia pura (lo que sea que esto signifique). Así, dentro del 000 al 099 se acomodan enciclopedias, y del 600 al 699 tecnología. Estas categorías tienen a su vez diez divisiones cada una por lo que, por ejemplo, del 830 al 839 es literatura alemana. Luego vienen los puntos decimales; hay que seguir hasta que a uno le dé hueva. Dado que ése es el caso de un servidor, paso directamente al segundo método, mucho más elemental que el de Dewey: acomodar los libros como nos dé la gana.

Siguiendo esta premisa de libre albedrío es que una tarde de mudanzas nos encontramos mi concuño y yo en mi nueva casa frente a los siguientes elementos: un librero vacío, un banquito que se caía nomás de verlo, veinte cajas de libros, una botella de anís y un artefacto de limpieza con plumas que alguna vez pertenecieron a un guajolote. La mezcla de los diversos elementos produjo un efecto --digamos-- ecléctico en nuestra conducta. La primera consecuencia fue la provocada por el anís y se manifestó por un leve reblandecimiento neuronal que determinó un método de acomodo muy simple: los libros se agruparían de acuerdo con categorías que iniciaron con una gran nobleza (literatura hispanoamericana) y terminaron vergonzosamente (varios). El chiste era organizar el librerío de acuerdo con los apellidos de los autores siguiendo un procedimiento elemental: Sergio se balanceaba en el banquito con su vaso de anís, yo me balanceaba en el suelo buscando el libro, le soplaba y luego le pasaba el plumero encima (al final el plumero se lo pasaba a Sergio) y lo entregaba con voz enérgica diciendo: "Leñero, Hispanoamérica, ele". Sergio se paraba en el banquito (no sé como no se mató) y acomodaba el libro en la X, asunto que sugería un paso infructuoso por la escuela o una borrachera de órdago.

El asunto se fue llenando de sorpresas, ya que encontré libros vergonzosos como el horóscopo erótico o los de Xaviera Hollander que se acomodaron en una nueva sección creada con el obscuro fin de compartimentalizar mis perversidades (estuvimos tentados a reunirlos con los Henry Miller). También aparecieron libros que yo consideraba me habían robado y por los cuales perdí una amistad, así como libros que yo me había robado; ése es el caso de la Antología Mayor de Nicolás Guillén, perteneciente a un tal José Luis Olmedo que probablemente se entere el día de hoy que su libro lo tengo yo. Salió también una colección completa de Horror y Misterio que representaba justamente eso: un misterio, ya que no tengo la menor idea de como llegó a mi casa.
El resultado fue desigual pues logramos generar alrededor de dieciocho categorías entre las que se encontraba una de libros de texto de primaria (de ésos en los que salía una mujer con boca de alcantarilla y una túnica de vestal romana.)
Ahora mi criterio de acomodo ha producido prodigios tales como que Cabrera Infante se encuentra espalda con espalda con Carpentier; que Borges esté sobre Fuentes, y que Krauze con sus Textos Heréticos, en los que elogia a un presidente (Salinas), tenga como vecino a Leduc que se pitorrea de la esposa de otro presidente (Díaz).

Sin embargo, la desgracia se abatió recientemente sobre el librero ya que Gaby --la muchacha que hace la limpieza-- decidió, presa de un impulso renovador, limpiar todo y no se percató del magnífico orden establecido. De esto me di cuenta el otro día que encontré a García Márquez al lado de Vargas Llosa, lo que representa un prodigio que ni siquiera mi biblioteca podría lograr.
Bibliotecas.

lunes, 29 de agosto de 2011

Interceptores (El Financiero 1995)

La primera evidencia que tuve respecto a las consecuencias de que un acto privado se convirtiera en público se manifestó a través de la presencia del niño José Antonio Villegas (a) “El Tololón” ante mí: “que andas diciendo que soy bien pendejo” --gritó. Yo -que efectivamente ( y con muchos fundamentos) había formulado la aseveración- negué todo vergonzosamente. Entonces fui furioso con el niño culpable de la indiscreción y ante mi reclamo contestó: “Psí, pero es que es bien pendejo”.
Cosas de la privacía.
La voracidad de los nuevos comunicófagos (cuando escribo comunicófago, pienso en una gorda con las patas en una palangana con agua caliente leyendo el Hola) ha producido respuestas un tanto cuanto perversas de reporteros y fotógrafos que se trepan a malacates, compran cámaras capaces de enfocar el escroto de una rana a tres kilómetros o se disfrazan de meseros para fotografiarle las nalgas a una princesa o retratarla en el momento que se deja querer por un hombre que no es su esposo (pero que sí la quiere). Al respecto, Julio Scherer en su libro Estos años advierte: “Me parece que hay alevosía en el periodismo que fotografió desnudas a Jaqueline Kennedy y a la princesa Diana, pero ése también es nuestro oficio. Hombres y mujeres con ascendencia en su tiempo, atraídas multitudes por su personalidad deslumbrante, son dueños de una influencia decisiva sobre millones de personas y han de atenerse a reglas tácitas o exponerse a violentas contrariedades. Si una mujer como Jaqueline, que dictó la moda a la élite de la mitad del mundo, quiere broncearse en el jardín de su casas, que se tienda en bikini o se atenga al riesgo de la fotografía a gran distancia”. Hasta aquí la cita de Scherer. Con el debido respeto (o sin él) me parece que don Julio está profundamente equivocado; si ése es el oficio periodístico, pues vaya oficio de porquería. ¿O resulta que es correcto espiar con fines periodísticos pero no con fines policíacos? La verdad es que no lo sé, pero ¿qué le queda a un personaje público si no es caminar encuerado en su casa comiéndose un galleta de animalitos o llamar a quien le dé la gana y pendejearlo si le da la gana?
Este rollo tiene que ver, por supuesto, con la reciente transmisión televisiva de la grabación de una charla telefónica entre José Antonio García y un señor que es funcionario de los Gallos Blancos, un equipo de futbol que con ese nombre merece ser lo malo que es. Al parecer hubo leperadas terribles (“qué boquita”, comentó institucional la madre superiora Paty Chapoy en su gustado programa Ventaneando). Los argumentos de Televisión Azteca han resultado patéticos; comparar el hecho de un tipo hablando por teléfono (eso sí, con majaderías) con el asesinato público de campesinos en Aguas Blancas es la obra de un idiota, pero en fin, entre idiotas te veas. Sin embargo, los ejercicios espirituales a los que me he sometido recientemente y la lectura del método Silva de Control Mental me indican que en este asunto, como en todos, puedo estar equivocado, es por ello que ofrezco una serie de sugerencias para los espías de la intimidad ¡úsenlas! Nada pasará.
-- Retratar a José Ramón Fernández en el baño de su casa.
-- Exponer a algún funcionario de Televisión Azteca involucrado en prácticas sexuales sadomasoquistas.
-- Poner un micrófono en la Secretaría de Gobernación (machetazo a caballo de espadas) y denunciar si algún funcionario emite la palabra cabrón para referirse a sus cuates.
-- Poner una cámara fija en la revista Proceso y determinar si alguno de sus destacados articulistas se hurga entre los dedos de los pies cuando nadie lo ve..
Por supuesto, esta no es una defensa pública de José Antonio García, después de todo, el tipo me parece nefastísimo. Se trata en realidad de sacar la cara por algunos derechos que cada día se diluyen más en beneficio de viejas y viejos fodongos que encuentran en el Hola y en Paty Chapoy a sus paradigmas informativos, lo que aquí entre nos, es una pena..

viernes, 19 de agosto de 2011

De títulos y profesiones (El Financiero 1998)

El otro día estaba yo muy sentadito y en estado de coma oyendo una plática en un lugar público cuando escuché algo que me regresó a este mundo: de cada mil estudiantes que ingresan a la primaria, sólo doce obtienen un título profesional. ¿Por qué? Supongo que hay respuestas obvias como la de que muchos estudiantes no pueden continuar por la necesidad imperativa de encontrar trabajo. Sin embargo, no estoy pensando en ellos al escribir este artículo, sino en todos los que logran acabar la carrera y nunca se titulan. En esos casos -descartando por supuesto a los que son huevones legítimos- el asunto es de procedimiento. Veamos un ejemplo concretito.
Cuando acabé la carrera emprendí un viaje de juventud en el que además de conocer mundo, el suceso más notable fue el de un negro que intentó besarme en la noche de Navidad. A mi regreso me embarqué en la aventura de la (pinche) tesis, evento del que todavía no me repongo.
Dos eran las variables que hicieron el asunto diabólico; la primera es que yo era un muchacho bastante huevón que pasaba las tardes lamentándose de no avanzar en su trabajo, la segunda variable era mi asesor: un señor que no tenía pelos en la lengua y era más estricto que el señor Scrooge. Yo le entregaba cada solsticio una versión y el me la devolvía llena de rayones que me deprimían un mes. Una vez me lo encontré en el cine y me escondí atrás de una butaca para no darle la cara.
Finalmente terminé y entonces inicié los trámites administrativos que son tan sencillos como el funcionamiento del motor stearling. Lo primero era agarrar a cinco incautos que: a) quisieran leer la tesis; b) la corrigieran; c) firmaran 214 copias y d) tuvieran el suficiente humor para ir al examen. Desde luego no fue fácil pero finalmente lo logré. El siguiente paso era que las autoridades universitarias hicieran mi revisión de estudios. Por algún misterio que debe tener que ver con el sindicato, el trámite duraba dos meses... y dos meses duró. En la constancia mi nombre estaba incorrectamente escrito por lo que hubo que esperar otros veinte días a que el estúpido que creía que me llamaba Pedro, pusiera una F en lugar de la P.
Luego se les perdió la foto de mi certificado de secundaria, en consecuencia tuve que regresar a la escuela, saludar a los maestros que yo había visto jovenazos y ya eran unos viejitos llenos de recuerdos, como el del día que el maestro de Radio se tragó un diente, y llevar una fotografía reciente por lo que en el documento oficial resultante se hizo constar que terminé la secundaria a los quince años y como prueba de ello se agregó la imagen de un hombre de bigote y pelón.
El siguiente trámite fue más sencillo, simplemente tenía que ir a las bibliotecas, central y de mi facultad, a pedir un vale de no adeudo de libros. Digo que era sencillo porque la única vez que visité ambos recintos fue para pedir dichos documentos.
Luego, hubo que mandar a imprimir la tesis. Fui a República del Salvador que era más barato y encargué veinte ejemplares, de los cuales hubo que entregar uno a cada sinodal, uno a las bibliotecas y uno a todo aquel inocente que se dejara. Era muy divertido encontrar a la gente en la calle y preguntar ¿qué te pareció la tesis?.
El último trago amargo fue el examen al que se presentaron los sinodales, me hicieron preguntas que ellos consideraban interesantes y yo causales de infarto. Tiré la pantalla donde proyectaba mis transparencias y me fui a mi casa a festejar.
¿Que se titulan doce estudiantes de cada mil? Pues el asunto no cambiará si los criterios universitarios no entienden que los egresados van por un papelito y no a ganar la batalla de Guadalcanal. He dicho (por segunda vez).

martes, 16 de agosto de 2011

Memorias de un automovilista (El Financiero 2002)

Aprendí a manejar en una especie de batimovil que poseía el autor de mis días y cuya palanca de velocidades se encontraba pegada al volante. Cuando se avizoraba una vuelta, era necesario empezar a virar a mitad de la cuadra para que la maniobra surtiera efecto. Un día el joven Fabián se trepó en el cofre mientras yo avanzaba lentamente. Este es el momento de advertir que mi amigo pesaba lo mismo que el coche y es por esta razón que su volumen obstruyó mi visión lo que provocó que me diera de frente con un auto que había dado la vuelta. Fabián salió volando como una especie de acróbata gordo con el limpiador en la mano y cayó al piso en una escena que solo he vuelto a observar en Sea World cuando los cachalotes salían de la piscina. Fue mi primer accidente.
Con el paso del tiempo me di cuenta que no bastaba con aprender a manejar competentemente si uno ejercía esta actividad en esta muy noble y leal ciudad de México. No, en realidad se trataba de adquirir las mañas chilangas ya que un automovilista respetuoso de las normas viales es tan común en esta ciudad como el pulque en Reykiavik y en muchos de los casos pasa por idiota o ingenuo. Pongamos un ejemplo, todos los días para llegar a mi trabajo debo detenerme en el semáforo que se encuentra en el inicio de Constituyentes y el circuito interior, enfrente de unos puestos de flores y de la estatua de un señor que contempla impasible la nada. Por algún misterio la gente considera muy normal pasarse este alto si no vienen coches por la otra calle asunto que a mí me pone muy nervioso porque por la zona circulan unos camionsotes así de grandes. En todos los casos decido respetar la luz roja y esperar que me corresponda pasar, lo que sigue es que todos los conductores que tuvieron la mala pata de ponerse detrás de mí decidan mentarme la madre, metan reversa, pasen a mi lado y griten cosas como: “pendejo, estorbo o baboso”. Un servidor, curtido en el insulto nomás se queda pensando en quién nos enseña estas mañas a los chilangos y en general al pueblo mexicano.
Mi segundo ejemplo lo vivo al dejar el trabajo en la misma calle de Constituyentes. Cada tarde salgo por una puerta que da a esta avenida mientras los autos que la atraviesan pasan algo así como hechos la chingada hasta que se pone la luz roja de un semáforo. Los coches empiezan a frenar hasta que no tienen más remedio que bloquear mi acceso, por supuesto a nadie se le ocurre frenar para que yo pueda cruzar la avenida. Ello me ha llevado a la terrible disyuntiva diaria de tener que echar lámina para abrirme paso. No sé si la gente es imbécil y no advierte que ellos ya no pueden seguir adelante o si piensan que dejarme pasar es un acto que los convierte en más imbéciles porque al realizar la maniobra vuelvo a recibir una carretada de insultos.
Otra variante de estas disfunciones ciudadanas tiene que ver con las colas de autos que esperan salir de una gran avenida. Normalmente en este caso lo que ocurre es que queda un hueco en un carril que avanza inexorablemente hacia algún obstáculo por lo que nadie utiliza esa vía hasta que un taxista cabrón la utiliza para ganar tiempo y meterse a huevo en la línea de los que estaban esperando. Todas estas experiencias se aderezan por la nube de idiotas que consideran el claxon como una forma de incrementar la velocidad vial, de los microbuseros que manejan sus unidades por toda la ciudad como Atila manejaba a los hunos, por los guaruras que echan lámina y fusca en el peor de los casos para que uno los deje pasar. En fin, no parece haber ningún remedio para resolver estas psicopatías por lo que hay que entrenar a los infantes para que salgan a la calle preparados como el mariscal Montgomery para la batalla de El Alamein, hay que enseñarlos a gritar peladeces, hacer señas y no dejarse de nadie ya que con este sencillo principio no parecerán mutantes en una ciudad de locos.

viernes, 5 de agosto de 2011

De intelectuales (El Financiero 2000)

Me imagino que los servicios diplomáticos de todos los países del mundo tienen un librito o un manual en el que se explican las costumbres planetarias y que recomiendan cosas como ver a los ojos de una princesa de Bora Bora que trae los pectorales de fuera, o usar el cuchillo correcto en el baile de los reyes de Bélgica. Me imagino también que en el caso de México hay un apartado así de grande en el que se advierte a reyes, presidentes o primeros ministros que todo aquel que llegue a estas nuestras nacionales tierras, se enfrentará a una serie de ritos ignotos que pueden poner su vida en peligro.
El primero y más conspicuo consiste en calarle al ilustre visitante un sombrero de mariachi ¿para qué? Lo ignoro, como ignoro el destino que tendrá tal atuendo al regreso. El manual debe ilustrar también sobre los niños que van en bola con la banderita visitante, así como de las visitas que se hacen a los sitios menos visitables del mundo, como una fábrica de latas o de mofles de motocicleta. Me imagino, también que el librito de marras advierte sobre la necesidad de usar tapones en los oídos ya que un matracazo a traición es estímulo suficiente para desgraciarle la trompa de Eustaquio al más pintado. Cuando el visitante regresa a su avión se tiene previsto el suero y un destino turístico para reponerse de la faena.
Sin embargo, y aunque usted no lo crea querido lector, el tema de esta semana no es el de las visitas presidenciales, sino de una parte del rito que siempre ha llamado mi atención por bizarro; el de la cita del visitante con los intelectuales. Alguna vez mi padre viajó a Argentina, lo mismo que un centenar de gorrones invitados por el presidente Echeverría, todos ellos tenían un común denominador: eran “intelectuales” (lo pongo así, entre comillas, porque ignoro el significado del término). La mayoría de estos señores, entre los que se contaban varias glorias nacionales hicieron lo que la lógica obligaba y vivieron en completo estado de ebriedad varios días y de regreso se pararon a fayuquear todo lo que pudieron. Digo que era lógico porque yo hubiera hecho lo mismo. Después de todo, ¿qué se esperaba de estos señores? ¿Qué escribieran sonetos o esculpieran estatuas de jueves a domingo? ¿Qué entendieran las relaciones culturales entre ambos pueblos? Lo dicho: pura gorra. El único saldo palpable de tal visita no es una escuela en Buenos Aires que se llame Benito Juárez o un programa establecido de intercambio cultural, sino una televisión portátil que se descompuso quince años después y que le vendimos al ropavejero.
Pero, perdone usted, este tampoco es el tema, lo que quiero discutir es una pregunta simple pero perturbadora: ¿qué carajos es un intelectual? Lo que uno s e imagina de inmediato es que por tal término debe entenderse a un señor que se las sabe de todas todas y que ha destacado en alguna rama artística ¿por qué rama artística? Misterio de nuevo. Dos problemas percibo, el primero es que nadie se describe a sí mismo como “intelectual” ya que no solo suena inmodesto, sino ridículo. La paradoja es que son tan brutos que les encanta que los demás sí los describan de ésa manera. El segundo problema se encuentra en el sistema de acreditación; ¿quién es el que califica al resto dentro de la categoría de “intelectual”? Absolutamente nadie, parecería que tal mérito se obtiene con el paso de los años por lo que nuestra grey del intelecto debe sumar más años que la era Cenozoica, asunto con el que no tengo nada en contra aunque no comparta la idea de que la vejez implica mérito alguno, como no lo implica ser adolescente o de Michoacán.
En fin, propongo que en el siguiente desayuno de intelectuales, nos presentemos, en una acto de sabotaje, todos los que podamos con el fin de obligar a alguien a explicarnos porque los que se están comiendo medio kilo de machaca caben en la definición y nosotros no... Sería buenísimo.

sábado, 30 de julio de 2011

Las ventajas del no (El Financiero 2001)

Los mexicanos somos un pueblo al que por algún misterio le da vergüenza decir no y ésta falta de asertividad es una fuente de desgracias infinitas; lo primero que se me ocurre es una oficina en la que hay un grupo de señores encorbatados que visitan a otro señor, que es el que corta el chicharrón. Normalmente estas visitas vienen acompañadas con una maqueta de cuatro por cuatro en la que pueden ser representados varios proyectos tales como una bodega para carros de paletas, una estatua del prócer de moda en escala 1:50 o un edificio igualito al Partenón, nomás que en Topilejo. El que decide asiente, se agarra la barba y regularmente declara cosas como que el asunto es muy interesante o que se trata de un proyectazo, acto seguido, el tomador de decisiones tira el proyecto a la basura y los de corbatita se llevan la maqueta y la ponen en una bodega de la que será rescatada en el año 3015 por los futuros antropólogos que se preguntarán acerca de qué carajos es eso.
Otra forma de desgracias la encontramos en cualquier tipo de taller en el preciso momento que uno le pregunta al encargado si lo que se le ha encargado tiene una solución sencilla y rápida. En ese momento se reciben respuestas que pueden variar pero que inequívocamente hablan de la simplicidad y de la rapidez. Uno se va muy confiado y exactamente en tres semanas vienen los encabronamientos debido a que nuestro buen amigo descubrió novedades tales como que faltaba analizar el cigüeñal o que el presupuesto no da debido a que están muy caros los materiales. El proceso se convierte en un descenso al infierno, el maestro se acaba escondiendo y uno aceptando el sometimiento ante las fuerzas del destino. Al mes lo que se decide es ir a la Profeco y a los dos meses iniciar el rezo del rosario todos lo jueves. El asunto se soluciona el día menos pensado y siempre por azar.
La tercera forma que encuentro se halla dentro del controvertido mercado editorial. Una vez escribí un libro y se lo llevé a Rafael Pérez Gay, que en ese momento era el editor de Cal y Arena. Me recibió muy amable y prometió estudiar el material. Después de varios meses y cuando daba el asunto por perdido me dio la sorpresiva noticia de que el libro sería publicado. La sorpresa consistió en que lo que había dicho nada tenía que ver con su intención. A lo largo de los años recibí una serie de argumentos que tenían que ver con: a) el karma, b) lo flojo del mercado, c) una revisión que estaban haciendo dos a los que no tengo el gusto, d) un cambio de colección. Tanto jodí (sospecho que su secretaria y yo nos enamoramos por teléfono) y tanto me esquivó que un día me dijo que el libro estaba en galeras; serían romanas porque no lo volví a ver y a mi libro menos. Y todo por no decir no.
El último ejemplo funciona exactamente al revés ya que tiene que ver con la incapacidad congénita de decir sí y se relaciona con esa novena maravilla que son los meseros. Llega uno con nueve parientes a un restaurante y todos ordenan los tragos. El mesero asiente muy serio y no saca su libretita. Considerando que ni Von Braun se acordaría del pedido es que uno pregunta si no es necesario tomar la orden por escrito. Nos mira compasivamente y niega con la cabeza, al rato aparece con una charolota en la que trae unas medias de seda que nadie pidió, una michelada con la cerveza equivocada y un wisqui de una marca que no se conoce en la mesa. Normalmente este tipo de catástrofes se solventan con la también muy mexicana costumbre de hacerse güeyes y dejar la orden para evitar más demora.
La incapacidad de decir no ha producido embarazos, diputados con retardo mental y una muy variada suerte de malfarios sociales. Es por ello, querido lector que yo le recomiendo que a la hora de la verdad agarre al toro por los cuernos y evite numerazos como los descritos en esta columna. Será mejor para todos.

martes, 26 de julio de 2011

Con diez cañones por Bando (El Financiero 1997)

Ayer por a mañana me dirigía yo a cumplir con la noble tarea del trabajo,
cuando reconocí en la radio la voz de Flor Berenguer, una mujer que le encanta opinar acerca de todo aquel asunto que se ponga a su alcance. La señorita Berenguer anunció la presencia de Alejandro Aura, quien, en su muy gustado estilo, disertó acerca de la importancia de que los programas de estudio estimulen la lectura; además presentó una teoría de la cual es autor en la que señala que el propósito “perverso” de las autoridades educativas es el de generar mano de obra barata e iletrada (o algo así) y remató explicándole a la conductora y a los millones de radioescuchas el poema aquel donde se escabechan a los niños héroes que dice: “Como renuevos cuyos aliños, un viento helado...”.
Lo notable de asunto no es la presentación de tales ideas, ni siquiera de la explicación de los versitos que mucho agradezco, sino de que el argumento principal para cuestionar la política educativa en cuanto al español se refiere, se centraba (esa fue una aportación de Berenguer) en el hecho de que en las escuelas ya no se declama, ni los niños recitan poemas como antes. Pues bien, resulta que no estoy de acuerdo y debería agregar que si efectivamente en las escuelas ya no se declama (cosa de la que no estoy seguro) es algo que hay que agradecerle al Todopoderoso y que el avance más importante en la dinámica del aula (después de la sustitución de un chingadazo por un regaño) debería ser el de evitar que los escuintles canijos se paren frente a sus compañeros y reciten a Darío haciendo gestos y ademanes epilépticos. Pocas cosas hay en la vida más siniestras que un niño que llega a la reunión adulta con cara de palo y es presentado como “Juanito”; el siguiente peldaño en esta escalera del terror es que la mamá, el papá o alguien con la suficiente dosis de imbecilidad sugiera que se escuche a Juanito declamar. El niño se pone muy serio y de pronto se arranca con voz de pito a recitar “Por qué me quité del vicio” sube la voz, baja la voz y los más terrible es que llora en el momento que el papá del poema, que es un pedote, se encuentra a su hijo chupando. En ese momento uno sonríe y aplaude dándole palmadas de perro al niño, que luego interviene en la conversación para hablar de política.
El problema es que para la enseñanza de estos poemas cursiluchos y sangrones se emplea el mismo método didáctico que para enseñar el himno, esto es: de memoria y a madrazos; los niños repiten como pericos las estrofas y luego el más desenfadado (que se convertirá algunos niños después en líder de las juventudes priistas) se presenta en el festival y dice que se llama Paquito y no hará travesuras. ¿En que se beneficia el escuintle? Por supuesto en nada. Miento, se convierte en el borracho que cada fiesta le da por recitar o (con algo de suerte y el suficiente carisma) en un gordo de la televisión que declama mamadencias.
La que habla es la voz de la experiencia, ya que el que esto escribe (esta estupidez la escribí para paliar las criticas de los que dicen que abuso de la primera persona) fue sujeto de una dinámica que bien podríamos clasificar como pavloviana en la que entre una serie de indignidades (como bailar una danza polinesia en calzones) se me obligó a aprenderme unos 18 poemas que la vida no me ha enfrentado a la necesidad de usar.
¿Qué los niños lean en las escuelas? Sí. ¿Qué lo hagan a través de piezas oratorias ridículas? No. Y por supuesto, que se considere que la pérdida de esa cultura de tertulia de beatas es algo que debemos lamentar, no es más que una de las manifestaciones que representan el infinito desacuerdo que he establecido con el manejo de los medios radiofónicos.

lunes, 11 de julio de 2011

Fanáticos (El Financiero 2001)

A mi modo de ver las cosas (ni modo que al suyo, querido lector), existe una relación directamente proporcional entre le pendejencia y el fanatismo. Varios son los ejemplos que se me ocurren para ilustrar esta dependencia lineal de dos variables; el más inmediato es el de los clubes de fanáticos de alguna estrella (club de “fans” se dicen a sí mismos), normalmente capitaneados por alguien ligeramente más imbécil que el grupo pero con más iniciativa también, se dedican a seguir a sus artistas favoritos, pegar de gritos cuando aparecen y albergar la secreta ilusión de que son amadas y deseadas por el galán en cuestión, sin advertir que éste las considera un mal necesario pero ligeramente molesto (porque molesto debe ser entrar a cualquier local cerrado y enfrentar a una turba de quinceañeras rompe-tímpanos que además quieren encuerar al interfecto). Estos grupos normalmente se organizan antes de un concierto, compran un ciento de cartulinas blancas y la llenan con plumón del dos estampando mensajes que son como cargas de profundidad y dicen a la letra: “Magneto, el club solo amor te ama” o “Ricky: te amo”. La ortodoxia recomienda llevar los cartelones al concierto y agitarlos espasmódicamente durante dos horas hasta que se pierda la circulación sanguínea o sobrevenga un desmayo, lo que ocurra primero.
Otro tipo de fauna fanática y facinerosa es la que vive del clásico pasecito a la red y que se dedica a ir a los partidos de futbol, acompañada de matracas, banderolas y medio kilo de fanatismo. Uno prende la tele (ir al estadio ni hablar) y encuentra a un grupo de gordos que se han pintado la cara como ficha de dominó o como pizza de peperoni. Esta gente, normalmente reporteada por uno que se llama David Faitelson, (que tiene la virtud de hablar como si lo hubieran conectado a un acumulador) se encuera en los estadios, avienta instrumentos contundentes para ver si descalabra al abanderado y cuando su equipo gana, sale por las calles, se enarbola en las banderas de su equipo y rompe vidrios o madres, lo que aparezca primero. En este caso hay un agravante cuando se trata de la selección nacional, ya que los fanáticos se transmutan en una especie animal que es capaz de violar al ángel de la Independencia en caso de que nuestra selección le gane a alguna potencia futbolística como la Guyana Holandesa.
Un tercer tipo de fanático es el de las verdades de a kilo. Normalmente ésta especie pertenece al gremio de los intelectuales y destaca por su capacidad para tirar netas a diestra y siniestra y defenderlas poniendo su prestigio por delante. A este grupo pertenecen los que consideran que somos un país de brutos que deberían leer más y mejor, que el que no aprecie el performance es un naco sin ningún criterio, o, por el contrario, que el que aprecie a alguien “comercial” (sin que quede claramente identificado el adjetivo) es un tarado. El problema de este tipo de fanatismo es que los declarantes normalmente emiten sus comunicados desde alturas olímpicas y no hay manera de establecer un diálogo que no sea a purititas mentadas por lo que normalmente lo mejor es dejarlo así. Los pleitos entre intelectuales casi siempre empiezan muy respetuosos y termina invariablemente con frases como: “además su esposa es una advenediza y la beca se la dieron porque sí”.
Finalmente, son fanáticos los malnacidos que el martes pasado cometieron el ataque terrorista en Estados Unidos. El 24 de junio de 1998 escribí respecto a un joven alemán de 26 años que había golpeado con un tubo de plástico a un policía francés y lo había dejado en coma. En ese momento me preguntaba lo que sentiría el agresor y me lo sigo preguntando tres años después. Las gráficas que la prensa nos mostró ad nauseaum, mostraban, por ejemplo a un grupo de niños acompañados de una vieja chota festejando el atentado. Me enteré el miércoles que ciudadanos americanos habían comenzado el ataque de algunas mezquitas basado en el mismo principio que repudian. Nadie (exagero y lo sé, ya sabemos que para todo hay gente) con tres dedos de frente puede respaldar lo que ocurrió, ojalá sea el final y no el principio de algo. Ojalá.

martes, 28 de junio de 2011

Las dietas (El Financiero 2002)

Estaba yo el otro día hojeando “El país semanal” la revista española que acompaña la edición dominical del periódico del mismo nombre, cuando me encontré con el tema del sobrepeso. La fórmula para calcular los kilos de más, era elemental: “divida su peso entre su estatura”, lo hice y me quedé aterrado ya que de acuerdo a los cánones planteados, mi sobrepeso es el equivalente al de una ternera en pie y me salía de la tabla por varios órdenes de magnitud. Cuando traté de hacer las cuentas para averiguar cuántos kilos debería bajar para estar dentro de los estándares de salud internacionales, me encontré con que para llegar a la meta, debería coserme los labios tres meses y amputarme la pierna izquierda.
El asunto me dejó con una ligera depresión (parte de la terapia es contarle a usted, querido lector sobre estas maldiciones modernas) y con la vaga idea de que no hay nada que hacer sobre este tema. Si la estrategia de la revista era generar conciencia, en mi caso lo lograron de forma tan contundente y errónea que me tuve que cenar un pay helado de limón y mi torta de tamal, mientras pensaba que la vida simplemente no vale nada
La salud es el dictador de los tiempos modernos y paulatinamente hemos ido descubriendo que todo aquello que nos produce ciertos placeres está diseñado para aniquilarnos rápidamente. De acuerdo a los patrones una persona sana no toma, no fuma y come lechugas todo el pinche día. Asimismo, no es bueno asolearse, respirar mucho en la calle, ni bañarse con agua fría. El problema es que el escenario anterior a mí me resulta una prefiguración del infierno y es por ello que desobedezco constantemente los consejos de aquellos que se han erigido en cruzados de las mejores causas sociales, que normalmente son gente insoportable.
Actualmente los que se dedican a que la humanidad se haga sana son los nuevos profetas y la masa sus seguidores que acuden en tropel para descubrir las nuevas fórmulas de la felicidad. Se han diseñado estrategias diversas para bajar de peso que se ubican en un espectro en el que todo cabe. Hay unos señores que diseñaron, por ejemplo un cinturón que vibra cuando la gente suelta la barriga. Esto me parece terrible ya que lo que menos se me antoja es legar a una cita con el señor fulanito de tal y encontrarme con que cuando me está explicando mis derechos le empieza a temblar la panza por medio de un motor de 3 watts. Otra opción consiste en ingerir unas fórmulas químicas que “encapsulan la grasa” y no quiero ni pensar dónde la mandan. Normalmente son polvitos que uno le pone a la comida y que solo alguien amante de la aventura se puede meter al cuerpo. La tercera opción son las dietas en las que el principio elemental se basa en que uno coma alimentos cuyo común denominador es que saben asqueroso y que producen imágenes de gente comiendo arroz al vapor con caras largas. Desde luego la última alternativa es entrar en la oligofrenia del ejercicio, comprarse el video de Jane Fonda y empezar a pegar de brincos como si la vida nos fuera en ello o inscribirse en un gimnasio en el que una buenota da de gritos para que todo mundo renuncie a la flacidez de la carne.
A nadie se le ha ocurrido que la forma más simple de salud consiste en estar contento y que esta felicidad puede venir de una buena copa de vino o de un cigarro que calme la ansiedad. Que hay pocos placeres que se comparen con llegar ladrando de hambre y hallarse ante un plato de tacos de chicharrón y que las carnes blandas no son motivo de escándalo ya que es más normal poseerlas que volverse miembros de la tribu de los espartanos. Es una traición de la modernidad que todos los adeptos a estas opciones tengamos que vivir con culpa y a escondidas y es por ello que me manifiesto abiertamente por una opción intermedia que medie entre la posibilidad de que los que quieran estar sanos y buenotes lo hagan y los que no, que no.

martes, 21 de junio de 2011

Fobias (El Financiero 2002)

Alguna vez conocí a una muchachona que padecía de un extraño mal consistente en no utilizar el asiento del copiloto de un auto “porque se mareaba”, tal disfunción provocó que durante seis meses diera la impresión de ser una Condesa pobre, que se transportaba en un caribe destartalado y con un chofer impresentable. Mi madre no usaba las escaleras eléctricas lo que nos hizo esclavos de los elevadores durante muchos años y otras personas justamente lo que no usan son los elevadores porque padecen claustrofobia.
Las mañas de la gente son múltiples y se traducen en millares de fobias que tienen que ver con las arañas, las alturas e inclusive las palabras (un servidor, por ejemplo no soporta la palabra “calzones” y como para entender una tara de ese tipo necesitaría treinta sesiones de terapia sicoanalítica simplemente evito pronunciarla).
Soy un hombre lleno de fobias y quisiera compartirlas con usted, querido lector, para ver si logro exorcizar algunas de ellas por la vía de hacerlas explícitas ¿le parece?
La primera de mis taras tiene que ver con gente que uno no conoce pero que hace plática. El peor lugar en el que esto puede ocurrir es en el asiento de un avión ya que ahí no hay escapatoria posible. En circunstancias tales me enterado de innumerables cosas que no me importan como el sitio de Stalingrado, mi ascendencia en géminis o la teoría (lo juro) de que Pedro Infante no murió pero quedó desfigurado por lo que trabaja como mesero en Toluca. Contra la gente que le da por platicar no hay antídoto posible; no me considero un tipo hosco pero cuando me subo al avión saco un librote así de grande y entonces la pregunta es: “¿qué está leyendo?”, como me da vergüenza contestarle que eso no le importa, cierro el libro e inicia la conversa que normalmente termina con el tipo cabeceando cuando advierte que soy una persona muy poco interesante.
Mi segunda fobia, prima hermana de la anterior, es producida por la gente que le abre a uno su vida así de sopetón. Son aquellos que uno acaba de conocer y dicen cosas como: “es que salí de la cárcel hace apenas dos semanas”, algunos más se levantan la camisa y mientras enseñan una bola de béisbol en la barriga comentan: “¿conoces los tumores gástricos?”, otros se llevan la mitad de una comida platicando de su experiencia cuando eran alcohólicos y le pegaban a su mujer.
Una fobia más me la produce la gente conspicua; esa que tiene un enorme afán por llamar la atención. Para cumplir este propósito las estrategias pueden ser múltiples, la más elemental es la indumentaria o el aspecto físico. El otro día fui a una fiesta en donde había un señor que se había rapado la zona parietal y conservaba un molote de pelo en la coronilla logrando un notable aspecto general de chile cuaresmeño. Cuando lo saludé no supe dónde poner la vista pero el siguiente impacto fue mayor porque apretó mi mano y me dijo a gritos: “¡YO TE LEOOOO!” , el efecto fue doble; primero por la salpicada de baba (si efectivamente me lee sabrá que debe cuidar ese flanco de su personalidad para no apestar su vida social) y segundo porque todo mundo volteó como si la casa ardiera en llamas. La gente conspicua es la que pretende que todos nos enteremos de que cerró un trato de millones o la que invierte una tarde explicándonos lo compleja que es su chamba y cuando uno cambia de tema regresa como un bumerang a la posición original para machacar sobre lo necesario de que todos escuchemos lo que dice.
Mi última aversión tiene que ver con las masas, ignoro por qué pero la gente se desgobierna cuando se reúne con más de 15 semejantes y eso me pone muy nervioso. Siempre he tenido la paranoia de que en algún momento un miembro de la turba me voltee a ver y grite sin motivo alguno: “¡agarren al pelón!” y empiece la corretiza. Por lo anterior es que no asisto a ningún evento multitudinario y traigo siempre una cachucha que si bien me confiere un aspecto como de gringo retirado me protege de mis fobias que como usted ha visto, querido lector, son múltiples.

lunes, 13 de junio de 2011

El lado positivo (El Financiero 2002)

No soporto a la gente positiva, ésa que cuando alguien se petatea utiliza como herramienta solidaria frases del tipo: “Mejor así, que descanse” o a aquellos que después que el huracán le derrumbó la vivienda, entonan un himno de esperanza mientras remueven el cascajo en el que se encuentran las posesiones de toda su vida. Me he enterado entre escalofríos que existe un gremio llamado “club de los optimistas” que deben ser un grupo de infumables (imaginar en este momento a su servilleta en un sofá rodeado por optimistas que cantan una canción). Alguna vez me senté en la misma mesa que una a la que descubrí idiota en el preciso momento que, después que yo le contara una serie de plagas interminables que amenazaban mi estabilidad emocional, sugirió entre guiños: “regálame una sonrisa”. Por supuesto no le regalé ni un llavero y salí pitando convencido de que tendría que ser más cuidadoso en la elección de mis amistades futuras.
El problema es que tampoco soporto a los que se quejan de todo lo habido y por haber y tengo la dolorosa impresión de que los mexicanos somos una raza que ha hecho de la queja una forma de vida. Ignoro si ello se debe a que nos conquistaron o a que hemos perdido todas las guerras posibles pero eso es lo de menos. Pasemos a los ejemplos: las autoridades recientemente decidieron cambiar el pavimento de la colonia en la que vivo por lo que las calles se han convertido en verdaderas trincheras de la primera guerra. Por supuesto que todo es un desmadre; hoy que llevaba a mis hijos a la escuela quedamos en calidad de polvorón debido a los imbéciles que consideran adecuado acelerar en medio de un terregal. Para salir en la dirección correcta es menester que tome la incorrecta y dé una vuelta de ocho kilómetros, sin embargo me queda claro que a menos que la ingeniería civil nacional se reforme no hay de otra por lo que conviene apechugar. Sin embargo, ya los vecinos se están organizando para protestar por el desgarriate lo que me haría suponer que en este momento algún funcionario ha de estar recibiendo la queja y reflexionando acerca de no volver a dedicar presupuesto a una colonia de susceptibles que se enojan porque pasó la mosca. El problema es canijo ya que el otro día al salir de mi casa me encontré a un señor que llevaba una libreta de firmas en la que pedía que la repavimentación no solo se aplicara en ciertas calles sino en la suya también porque era injusto que solo algunos se beneficiaran y entonces ya no entendí nada.
Las cartas que mandan las personas a los periódicos normalmente se redactan diciendo cosas como: “es cierto que no pagué, pero es no les da derecho…” o “reconozco que llegué veinte minutos tarde pero ¿no dejarme subir al avión?” Lo que quiere decir que somos una nube de tira piedras que prácticamente nunca estamos dispuestos a asumir ninguna responsabilidad pero sí descargarla en otros. En una comida hace poco me senté al lado de un señor que se decidió tres horas a explicar que desde su punto de vista (era dentista) los segundos pisos eran una de las decisiones más idiotas de los últimos tiempos, varias veces intentamos cambiar de tema, que si las lluvias que si Hugo Sánchez y nanay, el sacamuelas terco con la vialidad. De pronto uno que también estaba hasta la madre le preguntó ¿y vas a votar? La respuesta es antologable: “no, porque ello implicaría validar el proceso”. Ahora resulta que si la gente es fodonga y no va a votar no es culpa de ella. Lo lamento pero el argumento me parece inaceptable.
Nos quejamos del clima, del gobierno, de la corrupción y de las mafias de todos los tipos, de las marchas y la basura. También de que en México no se lee y que estamos rodeados de sátrapas. De acuerdo, México es un país que da para que uno se enoje mucho, pero la neurosis colectiva alcanza ya niveles que de pronto hacen que uno añore a los optimistas y la verdad es que no se trata de eso.

viernes, 3 de junio de 2011

Inventos (El Financiero 2002)

Hace unos días estaba yo haciendo nada y de pronto como si me fuera revelada la teoría evolutiva, me di cuenta que todo lo que me rodeaba tenía un padre, es decir había sido producto del ingenio de un señor al que yo no tenía el gusto de conocer; el lápiz, la silla, el fax, la computadora y las agujetas de mis zapatos. El asunto me dejó un par de enseñanzas; la primera y más dolorosa es que mi acervo neuronal nomás da para ese tipo de clarividencias, la segunda es que nunca he puesto atención a estos padres de todas las cosas que merecerían por lo menos un comentario.
Un invento es en sí mismo un prodigio pero, seamos justos; hay de inventos a inventos. Porque estará de acuerdo, querido lector, que hay un cierto abismo conceptual e intelectual entre el dispensador de pasta de dientes y el fax, a pesar de que ambos se encuentran en el mercado y hacen millonarios a sus creadores.
En la tipología del inventor las categorías se desagregan con limpieza y están encabezadas por una hornada de pobres diablos a los que la gente mira siempre con conmiseración ya que invierten su vida en la búsqueda de cosas extraordinarias para salir de pobres. En este grupo identifico con claridad a los que buscan fórmulas para que salga pelo, a aquellos que quieren producir un bistec que sepa a lechuga y los que diseñan unas tablas en las que se puede apreciar, si se tiene el tiempo y la paciencia suficiente, el día que estaremos destinados a morir. Una vez en una fiesta conocí a un señor que no estaba ebrio ni padecía de retardo mental que invirtió dos horas en explicarme que estaba inventando una gorra que permitiría “conservar las ondas cerebrales”, un servidor, muy interesado preguntó cuál sería la razón para preservar tal patrimonio neurológico y el buen hombre respondió que con el sombrero puesto uno viviría lúcido hasta los cien años ya que nuestras ideas en lugar de perderse en el éter quedarían dentro de nuestro cerebro, en ese momento me quedé pensando que -dado que mi interlocutor no traía su sombrero- había sufrido un desagüe de las ideas que lo había dejado como estaba, por lo que decidí abstenerme de comprar el producto.
El segundo grupo es el de los hombres que tuvieron la idea pero no la prioridad. Prácticamente en cualquier familia hay una historia del tío que inventó la pluma fuente pero perdió la gloria porque fue engañado. Conozco a uno por ejemplo, que vivió convencido de que él inventó el juego del turista mundial (ése en el que el chiste era comprar Liberia) y sufrió un despojo por parte de los gringos por lo que en mudo boicot se negaba a jugarlo.
Existen otros hombres que han hecho cosas utilísimas pero anónimas. No me imagino un mundo sin clips o lo que sería la vida sin la palanca con la que se jala el excusado. Estoy convencido de que he llevado una existencia razonable gracias a la goma de borrar que se inventó para eliminar la evidencia de nuestras inconstancias y errores (por definición soy inconstante y erróneo). Supongo que sólo los familiares de estas personas saben de la valía de su pariente el inventor y me imagino a veces un destino de alcoholismo en el que un señor en la cantina les grita a todos “yo soy el padre del post it” para luego hundirse en llanto.
La última categoría es la de los finales felices y está compuesta por todo producto que a usted le suene a apellido (imaginar en este momento que le es presentado a uno el señor Firestone). En este grupo de ganadores se cuentan todos aquellos que en un cuchitril decidieron poner a prueba una idea y terminaron forrándose en millones que le dan de vivir actualmente a sus numerosos descendientes, quienes nacen, crecen, se reproducen y mueren homenajeando la memoria del abuelo (normalmente un viejo explotador) que los sacó de brujas.
El único invento que he logrado es el de una bebida con tequila que permite después de dos cañonazos la posibilidad de hablar fluidamente lenguas extranjeras, desgraciadamente aún no logro el antídoto para evitar la sensación posterior de que uno fue atropellado por un trotón de tres toneladas. Ni modo.

martes, 31 de mayo de 2011

El placer de no fumar (El Financiero 2001)

Para el cuñado Parra por los logros literarios
Hace unos días mi cuñado (un galardonado escritor) tuvo la oportunidad (“tuvo la oportunidad” es una mamarrachada pero le da elegancia al texto) de viajar al estado de California. Este es el momento de aclarar que el esposo de mi hermana es un hombre que fuma 47 cigarros al día y que cuando chupa, duplica la cantidad. Como el encuentro al que asistió era de gente afecta a las letras (que por definición es dipsómana) se llevó una dotación de veinte cajas, mismas que no pudo abrir al enterarse del trato que se les da a los fumadores en Estados Unidos, que es equivalente al que le daba don Pánfilo de Narváez a los indígenas.
Resulta que las leyes locales no permiten fumar en ningún espacio cerrado lo que determina que a la gente que avanza gozosamente hacia un estado etílico se le baje la peda con el frío de la madrugada ya que tiene que salir a fumar a la calle en lugares diseñados para tal fin y que recuerdan vagamente a los campos de concentración. En ésos espacios uno encuentra a la escoria social mientras los no fumadores que pasan observan la escena con repugnancia.
Desde luego uno podría concluir que si de hipocresía se trata, nos encontramos ante el primer premio, ya que un país que no permite el cigarro de esa manera, pero puede invadir a quién le dé la gana o educa a sus infantes para que a la primera materia reprobada se le arranquen a escopetazos a los docentes, tendría que revisar su decálogo de valores. Pero en realidad lo que más llama atención es el papel de leprosos en el que nos han adscrito a los fumadores en esta sociedad.
La gente que fuma no lo hace con gozo sino retorciéndose de culpa. Cada que uno saca un cigarro se imagina a los niños con enfisema, al dueño de la casa mentándonos la madre o al cardiólogo viéndonos con cara de ya valió. Es por ello que se han ideado una serie de artilugios para quitarse del vicio que, como está demostrado, no sirven para nada pero le proporcionan bálsamo espiritual a ésa lacra moderna llamada fumadores.
La primer alternativa terapéutica son las boquillas en las que se engarza el cigarro y que desgraciadamente no pertenecen al mundo moderno, sino a las películas de Cruela de Vil. Cuando un fumador saca su boquilla el resto de los circunstantes se le queda viendo con cara de qué mamón y no hay remedio, a menos que uno sea Conde, cosa altamente improbable en estos tiempos de plebeyez.
Otra opción es mandarse perforar las orejas con agujas; ésta técnica siempre produce sobresaltos ya que el interefecto llega a una reunión cargado de espadadrápos y uno lo primero que piensa es que sufrió un ataque de abejas africanas. A las tres cubas el agujereado se quita las curitas y se pone a fumar con cierta obsesividad, mientras echa un discurso acerca de lo fallido de las terapias orientales.
La tercera opción son unos parches color carne que parece que suministran nicotina al usuario. Me han contado que en el momento de retirarlos queda una especie de costra con pegamento que no sale ni con estropajo y que le da a uno mal aspecto a la hora de la intimidad. Además mi reportero informa que los adminículos producen ardor y una sensación como de preinfarto.
La última opción es la de los chicles de nicotina y tampoco es la buena ya que huelen a máscara de cartón del 16 de septiembre.
Por todo lo anterior es que parece que los que somos el último reducto deberíamos enfrentar con mayor dignidad nuestro problema y recurrir a argumentos más convincentes. Por ejemplo, empezamos primero a fumar que el resto a no hacerlo. Otra alternativa es firmar un armisticio en el que nuestras cartas negociadoras sean todo aquello que no nos parece. Así por ejemplo yo estoy dispuesto a dejar de fumar si la dueña de la casa mete en cajas su colección de cucharitas que tiene colgadas en la pared o la gente bonita deja de hablar como habla (por ejemplo llamando “niña” a una señora de cuarenta años).
Lo dicho: las cartas de negociación están en la mesa y me quedo esperando propuestas.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Agendas (El Financiero 2005)

Ayer por la mañana tuve la poca madre de dejar sembrados como ahuehuetes a dos queridos amigos que me esperaban para un desayuno y que seguro me siguen mentando la madre. Lo anterior no se debe a que sea un miserable, ni a que disfrute haciendo tales papelones, en realidad el problema se reduce a mi memoria para estas cosas. Supongo que la zona de mi cerebro que se encarga de recordarme lo que debo hacer, sufrió una atrofia temprana (muy probablemente causada por los golpes de la vida y de una vieja loca que se encargaba de que yo creciera como un hombre disciplinado), el hecho es que las cosas se me olvidan de la peor manera posible y voy por la vida ofreciendo disculpas cumplidas a mis cada vez menos numerosas amistades.
Me han explicado que existe una solución para mi problema pero desgraciadamente la encuentro ridícula; se trata de una especie de pluma que uno trae en la bolsa de la camisa. En el momento que es necesario recordar algo, se saca el bolígrafo se aprieta un botoncito y uno le dice a la pluma cosas del tipo: “comprar cuatro manojos de pápaloquelite” o “bañar al perro”. La verdad es que no puedo evitar sentirme un imbécil hablándole a una pluma, así que decidí que no era lo mío. De hecho lo más probable es que el artefacto de marras se perdiera en la noche de los tiempos.
La segunda opción que se me recomendó fue una “palm” que –entiendo- es un artilugio electrónico que utilizan los pinches yuppies para fijar sus citas y ver viejas encueradas en distintas posiciones sexuales. A mí francamente el contacto con estas madres me produce mucho agobio; vivo con el permanente temor de morir electrocutado al picar el armatoste y por otro lado, lo más cool que he portado en mi vida miserable son unos calzones de manga larga con unos como perros estampados.
Acto seguido y ante este fracaso tecnológico, se me sugirió una agenda de papel. El problema es que las de tamaño adecuado miden medio metro y las bolsas traseras de mis pantalones son más pequeñas (lo mismo que mis nalgas). Es por ello que decidí adquirir una portátil que, cuando la abrí, me produjo la fúnebre sensación de que me estaba quedando ciego, ya que los números que indican la hora del día medían una micra. Ello provocó que nunca llegara a tiempo a ningún lugar. El último problema ha consistido en la ilegibilidad de lo que escribo. Permítame, querido lector, algunas muestras ejemplares.
El 18 de mayo del 2001 (viernes) escribí en el renglón correspondiente (creo) a las 11 horas la palabra “Rusia”. Lo anterior representa un misterio insondable ya que nunca ha entrado en mis planes viajar a dicho país, no conozco ninguna calle con ése nombre y mucho menos una persona que se llame así. Jamás he sido requerido por la embajada para ir a cenar de gorra y mi contacto más cercano con la Federación Rusa, se limita a una borrachera espantosa que me puse tomando vodka helada y que me hizo ver arañas gigantes ¿En qué pensaría? –me pregunto- ¿Estaría yo bebido a la hora de llenar mi agenda? Misterio.
Otro ejemplo, esta vez correspondiente al 3 de octubre del 2002 (jueves) a las 18 horas (creo) se lee lo siguiente: “revisar transformador”. Lo anterior no solo es misterioso sino ingenuo; estoy seguro que yo podría revisar un transformador pero no sabría qué hacer con dicha inspección ya que lo que sé en dicha materia se puede multiplicar por cero. En este caso lo más probable es que se cumpliera mi fundado temor a morir electrocutado. Pero eso no es todo; ¿para qué carajo tomaría yo tal iniciativa? Si tuviera dicha intención lo primero que alguien me debería explicar es cómo luce un transformador ya que no tengo la menor idea de su aspecto. La otra interrogante es por qué haría tal cosa en día jueves que es un día laborable. Segundo misterio.
En fin, me siento muy avergonzado con mis amigos y juro que tengo la firme determinación de tomarme unos chochitos que me recomendaron para la memoria... a ver si no me da diabetes.

lunes, 16 de mayo de 2011

Horóscopos (El Financiero 1996)

“Piscis feb, 19-mar. 20. Es el signo más sociable del Zodíaco, por lo que posees la maravillosa habilidad de inspirar confianza y a (sic) realizar proezas, sólo con tu actitud. Tu amistad es siempre preferida por todas las personas que conoces”. Eso dice la caja de cerillos amarilla que se encuentra frente a mi teclado y que, evidentemente, tiene una función metafísica que rebasa con creces el acto ocioso de prender un cerillo para encender la estufa, fumar un cigarro o poner a prueba los pulmones de un niño que lo deberá apagar entre aplausos de los adultos babosos que lo rodean.
Analizado con cuidado el mensaje contiene revelaciones interesantes; la primera es que los piscianos son algo así como el alma de las fiestas y con todos hacen buenas migas, la segunda es que son ideales para el sablazo ya que todo mundo confía en ellos, la tercera es que pueden realizar proezas, por lo que uno debe imaginarlos echándose un clavado desde La Quebrada o madreando a catorce judiciales y la quinta es que el redactor de la cerillera es un imbécil.
Cada que veo un horóscopo me pregunto: ¿Habrá gente tan bruta que crea en todo esto? La respuesta la hallo no sólo en la enorme estadística de imbecilidad que nos rodea, sino en una reunión a la que asisto y en la que encuentro a una señora vestida de negro con unos aretes como los del capitán Garfio que me mira a los ojos, pregunta mi signo y cuando le respondo suspira y dice: “con razón”. Yo en lugar de preguntarle que con razón qué chingaos, sonrío cortésmente y me tomo otro trago mientras pienso “pobre gente” (que es exactamente lo que ella está pensando).
Sin embargo los hay peores, esos le han dado un toque científico al asunto y entonces se dedican a buscar signos inequívocos en datos como la hora y el lugar de nacimiento. Entonces se ponen una bata y emplean su tiempo en estudiar la posición de los astros y después de un sesudo análisis y cien pesos nos informan que tenemos un ascendente en Virgo, que nuestra piedra es la amatista, que el número que debemos seguir es el 8 y que nuestro elemento es el agua (que por cierto no es elemento). El asunto también se marca por medio de revelaciones tales como que hubo una tragedia en la familia y que pronto emprenderemos un viaje. El que recibe las revelaciones sale encantado a contárselo a todo mundo, luego trata de buscar una amatista en la enciclopedia, acto que constituirá su primer (y último) encuentro con dicho mineral. juega a la lotería en 8 y establece como prerequisito para establecer comercio carnal que su pareja sea Virgo. Por supuesto, el día que su madre, una viejita de ochenta años, se deshace la cadera al caerse de la banqueta él es el único que sabe que el asunto ya estaba escrito y cuando sale a Teoloyucan lo hace convencido de que el viaje lo tramó Júpiter.
Mención aparte merecen los que dan los horóscopos utilizando los medios electrónicos. Por alguna razón que desconozco pero que, intuyo, tiene que ver con un Edipo mal resuelto, estos señores parecen señoras, utilizan unas túnicas que ya quisiera la tigresa para sus peores días, se peinan con pistola, utilizan anillotes de Cleopatra y tienen en su casa un gato disecado. Cuando los entrevistan en programas como el de Cristina, invariablemente se enfrenta a un público de señoras gordas que le cuentan como untándose huevo en las ingles han logrado mejorar su suerte.
Dios mío.
El hecho de que estos señores se enriquezcan alimentándose de nuestra ignorancia no es, después de todo, algo que debería sorprendernos. Baste ver las nóminas del PRI para entender que los ranchos, empresas y haciendas de nuestros cachorros de la Revolución tienen un origen que se basa en el mismo principio: engañar a los engañables. Sin embargo, no todo está perdido, el otro día leí un anuncio en el que se ofrecen cursos para ganarse el melate, voy a inscribirme y luego les cuento.

viernes, 6 de mayo de 2011

Manifestaciones (Milenio 2008)

La primera (y desde luego, la última) vez que asistí a una manifestación estaba yo en la facultad y mi nivel de confusión cerebral era tal que no tengo la menor idea de lo que se manifestaba ni qué carajo hacía yo ahí. Éramos un grupo lamentable caminando por las calles de la gran ciudad con cartulinas decoradas con plumón y gritando cosas como “¡Fulanito de tal…amigo, el pueblo está contigo!” o “¡No pasarán!” (lo anterior en función al motivo de la manifestación que podría haber sido la liberación de un señor o el alto a las cuotas, pero como ya expliqué, no lo recuerdo).
Los que vivimos en esta muy noble y leal ciudad de México somos seres curtidos en el arte de enfrentar las manifestaciones como los antiguos enfrentaban las siete plagas bíblicas. Va uno muy tranquilo sobre eje central cuando de pronto se aparece una turba comandada por algún luchador social que se interpone entre el auto y su destino mientras empieza a arengar a los manifestantes que normalmente son gente que no tiene la menor idea de lo que hace ahí pero sí la conciencia de que le conviene asistir so pena de perder una lana, una torta o el crédito de una casa. Tengo la impresión de que los motivos de los marchantes han perdido vigor ya que bastan veinte señores y señoras que están muy molestos porque se instalará una gasolinera o porque en su escuela la directora es una arpía para bloquear la lateral de periférico y exigir una solución. El libro de procedimientos gubernamentales es previsible como un meteorito y consiste en pedirle a los quejosos que formen una comisión que dialogará con la autoridad para “analizar el caso”, lo que sigue es una muestra de capote por parte del funcionario correspondiente, una nube de gente insolándose, policías observando el evento con cara de nada y cientos de automovilistas mentando madres.
Las reacciones también son predecibles y de una hueva infinita. Los legisladores dicen que “hay que regular las marchas” y no regulan (seamos castizos) una chingada, los líderes de opinión edulcorados argumentan que “las manifestaciones no deben violar los derechos de terceros” y los resguardatarios de derechos humanos exclaman que “hay que respetar el derecho a la libre manifestación”. El resultado es tan productivo como un encuentro intelectual con Capulina y las manifestaciones se multiplican como los panes, día con día.
Dentro de la tipologías de manifestantes se encuentran varias categorías. Los hay efectistas que arrastran reses hasta una secretaría de Estado para luego sacrificarlas, otros bloquean carreteras, algunos portan machetes y unos más tiene una capacidad logística digna de los boy scout que les permite en diez minutos llegar al zócalo instalar un camping, poner anafres, orinarse en los arriates y pernoctar durante semanas volviéndose parte del paisaje urbano, lo mismo que un pirul. Sin embargo los que me parecen insuperables son los señores y señoras de los cuatrocientos pueblos que comparten costumbres con Wanda Seux, esto es, encuerarse porque pasó la mosca. El espectáculo es notable, porque notable debe ser que uno vaya caminado por avenida de la Reforma a cambiar un cheque cuando al doblar la esquina y de la nada le salga un señor desnudo que quiere la justicia social.
Hace poco el doctor Mondragón y Kalb dijo lo que pensaba y que se resume en la siguiente frase “si de mí dependiera los sacaba a patadas”. De inmediato se produjo la mexicanísima reacción en cadena. “Que se disculpe” dijeron los políticamente correctos “tiene razón” pensaron los políticamente incorrectos y lo que vino después fue el papelón ese de salir al paso y decir cosas como “se me interpretó mal”, que es francamente una salida muy poco digna. El caso es que en esta ciudad vivimos las manifestaciones como un rasgo cotidiano y distintivo. Como no le veo remedio sugiero que nuestras autoridades de turismo, incorporen en sus planitos y rutas el tema de los marchantes explicando que esa gente encuerada, o la que trae machetes, o la que le mienta la madre a las injusticias de la vida, es parte de nuestros usos y costumbres y en consecuencia patrimonio capitalino. De esta manera creo que evitaremos frustraciones ¿o no?

viernes, 29 de abril de 2011

El mexicano al volante (El Financiero 1995)

Hace algunos días subí a un taxi. El chofer se veía muy amable y me hizo la pregunta de rutina: ¿ ya a descansar, joven? Cuando iniciaba mi respuesta, el taxista, una especie de mister Hyde al volante, se transformó en el doctor Jekyll y gritó con cierta vulgaridad: ¡ Pus pásale, vieja guanga! El destino de su insulto, una viejita en vocho que no se enteró de nada, nos rebasó. El chofer volteó hacia mí, emprendió un guiño de complicidad y dijo: "Pinches viejas". La experiencia anterior me dejó reflexionando sobre la posible razón que explique por qué se nos desmadran las entendederas de manera tal.

Los capitalinos conducimos muy diversos tipos de vehículos: cochesotes, cochecitos, taxis y camiones. Los tripulantes pueden ser viejitas (como la guanga), burócratas que van al trabajo, o pithencatropus en peseros; todos sin ninguna excepción tenemos la perdularia tendencia a enloquecer detrás del volante. Por alguna razón, que seguramente tiene que ver con la humillación sufrida por nuestros antepasados tenochcas, pensamos que el que se deja rebasar es puto, que aquel que cede el paso se ha vuelto loco o que el que se detiene para dejar pasar un poliomielítico merece un bocinazo con mentada de madre. ¿ Quién lo entiende? Ensayemos un análisis de la fauna automovilística y las mañas que la determinan.

Los oligarcas jóvenes.-- Los tristemente célebres júnior son jóvenes muy jóvenes que manejan sus coches a velocidades supersónicas; cuando se enojan manejan más rápido y son tan brutos que no se han dado cuenta que en nuestra ciudad el promedio de velocidad es de 20 kph. De todas maneras le recortan la suspensión a los coches, usan guantes y utilizan la palanca de velocidades como Thor usaba su martillo. Consideran que la distancia adecuada para tomar el volante es de dos metros y esto determina que para dar una vuelta necesiten hacer una contorsión de circo. Cuando chocan le hablan a su papá.

Los oligarcas viejitos.-- Les encanta leer el periódico, así no se dan cuenta de las atrocidades cometidas por su chofer. A veces les da por hacer llamadas telefónicas (¿ Jaime?... estoy aquí en el Periférico), y cuando reciben un soplo de juventud se compran un Corvette y salen a pasear con cachuchita.

Los peseros.-- Ya muchos zoólogos se han encargado de tratar de descifrar el comportamiento de estos animales. Les gusta jugar carreras por el carril de en medio; algunos especialistas han reportado que pueden cerrarse sobre un coche en menos de un segundo y que si chocan les vale madre. Consideran el concepto « atrás » como un espacio en el que siempre hay lugar, y se asume que los trastornos conductuales que sufren son consecuencia de la música que oyen.

Las tías.-- Todo mundo tiene una tía que maneja. Se trepa al coche, sume la nariz en el parabrisas y trata de enfocar el camino con sus lentes de fondo de botella. Cuando va a dar vuelta a la derecha saca la mano a la izquierda. Por algún misterio del azar su coche (un Plymouth 59) se mantiene intacto, mientras detrás de ella queda una cauda de desastres.

El lumpen degenerativo.-- Son los que con una bailarina encuerada en el retrovisor y la virgencita de Guadalupe en la parte de atrás se dejan ir como Lanzarote del Lago. Andan en grupo y frecuentemente llevan un objeto que disminuye su visibilidad, como un excusado o kilo y medio de varilla. Tienen la costumbre de negar cualquier responsabilidad ante un incidente en la vía pública.

Los materialistas.-- El problema con los camioneros es que seguramente nadie les ha explicado que, de acuerdo con la segunda ley de Newton, un vehículo que desplaza tres toneladas necesita cien metros para dar un frenazo. Lo averiguan cuando dejan como charamusca el coche de algún incauto. Entonces bajan todos los tripulantes (los que van en la caja suelen ir desnudos) y le echan montón a la víctima. Ni modo.

Lo único bueno del asunto es que nuestra imbecilidad para manejar es democrática y esto determina la posibilidad de encuentros entre las clases sociales... en la esquina de Copilco y Universidad.

domingo, 24 de abril de 2011

La Pera (cuento inédito)

¿Qué haces en el hospital? me preguntó Verónica Ducoing
Mi respuesta la desconcertó, le dije que estaba allí por destino laboral, y es cierto, estoy aquí con fracturas múltiples de piernas y brazos y la mandíbula al revés por mi pinche destino...
Nunca pude entender por qué no encontraba trabajos como los de toda la gente. Mi familia siempre se distinguió por su ortodoxia profesional; hay doctores, ingenieros y contadores. Sin embargo yo tomé la decisión de estudiar una carrera que es tan útil como un pelapapas en el Ártico y nunca pasé de perico perro. En Fertimex, por ejemplo, entré recomendado y me colocaron en la Subgerencia de Adquisiciones, allí tenía yo que dar seguimiento a los pedidos de la empresa, desde clips hasta sosa cáustica. Pasaba las horas y los días telefoneando a proveedores que se hacían pendejos y me decían ingeniero. Yo hacía voz de persona importante y preguntaba muy enojado “¿dónde quedó el ácido sulfúrico que la empresa adquirió?” Asunto que no podía sino valerme madres, y como a los proveedores el hecho de que un pelagatos los presionara les valía lo mismo, simplemente colgaban el teléfono.
El ambiente de la oficina era notable; jugábamos ligazos con cáscaras de naranja, un compañero perdió la visión en el ojo derecho a consecuencia de un naranjazo bien dado. A las once de la mañana salíamos en expedición a comer tacos de arroz con huevo a una lonchería cercana. Cada quincena había rifa y tanda y llegaban unas señoras con tapetes en los que traían las joyas de la corona, nomás que para burócratas.. Los viernes todo mundo llevaba sus mejores galas para embriagarse en el bar de Sanborns. Exactamente al año de trabajo presente mi renuncia (me di el taco de poner que era irrevocable) porque no me subían el sueldo. El gerente se puso furioso y dijo que me iba como las sirvientas, adjetivo laboral que nunca comprendí.
Entré entonces como maestro al Instituto Educativo Olinca, que era una escuela de niños caguengues. Allí duré un poco más y hasta me mandaron de gorra a Oregon para que cuidara a unos infantes en viaje de intercambio en el que, por cierto, uno de ellos rodó treinta metros en la nieve. Mis grupos eran de cuarenta escuincles llevados de la mala, muchos de ellos psicópatas en potencia que se creían noruegos y sangraban de la boca si decían “tortilla”.
A los tres años me corrieron por incompetente ("no vamos a necesitar sus servicios" eufemizaron) y consistentes con su esquema mercantil, basado conceptualmente en influencias porfiristas, me ofrecieron la mitad de lo que correspondía por ley, estipendio que acepté porque no era cosa de ponerse a discutir. Entré luego de mesero a una crepería, la dueña era idéntica a Scarlet O' Hara, no en lo buenota, sino por sus valores relativos a la esclavitud, mi fracaso en el medio restaurantero se debió a los cuates, que eran unos patanes y vivían haciendo papelazos en el restaurante.
Cuando todo parecía indicar que iba a terminar mis días demostrando Amway, se presentó el primo Rafa y me convenció de aceptar un empleo en la Escuela de manejo Del Valle. No lo dudé ni un instante y me presenté a las pruebas.
En el examen de admisión me preguntaron cosas como: ¿qué hace usted cuando ve la luz amarilla? o ¿Cuál es la velocidad permitida en zona escolar? a) 80 km/h; b) 90 km/h; c) 15 km/h.
El primer día de trabajo aún lo recuerdo entre escalofríos. Había que sentarse en la parte derecha de un Chevelle del precámbrico y esperar a que el cliente (generalmente un adolescente oligofrénico) se subiera al coche para empezar la instrucción. Mi única defensa era un pedal de freno que desgasté en los primeros diez minutos de lección. Decidí llevar a mis pupilos al estacionamiento del Estadio Olímpico. La primera clase terminó cuando atropellamos un señor que estaba lavando su carro y que gracias al impacto en el hueso ilíaco no pudo corretearnos. Por supuesto presenté mi renuncia en el momento que regresamos a la escuela, pero fui lo suficientemente estúpido para dejarme convencer. Allí sellé mi suerte.
Empecé a perder pelo, los párpados me temblaban y bajé diez kilos. Uno de mis alumnos se metió a Gabriel Mancera en sentido contrario y no nos llevó un camión por obra y gracia del Santo Niño de la Suerte, del que me hice fiel devoto. Un día llegó el Sr. Hernández y dijo:
Guillén, le toca una especial y se fue muerto de risa.
La especial era una broma macabra que consistía en sacar a carretera a los estudiantes más aventajados. Ante mi natural recelo me explicaron que en carretera era mucho más fácil manejar, que no había carros, etcétera.
Mi alumna se llamaba Elvirita y tenía 77 años:
¿No está nervioso maestro? preguntó
Debí haber dicho que me estaba cagando, que esa pregunta la debía hacer yo y muchas cosas más, sin embargo ni siquiera le contesté.
Enfilamos hacia la carretera a Cuernavaca. Elvirita platicando y yo en estado cataléptico. Por el monumento a Morelos sugerí tímidamente que regresáramos.
¡De ninguna manera!-- contestó Elvirita, le prometí a mi esposo que le iba a traer tierrita de Cuernavaca.
Cuando íbamos bajando hacia La Pera, Elvirita decidió frenar con motor que era lo que le habían enseñado en la escuela. El problema es que por un incomprensible misterio didáctico nadie le explicó que dicha maniobra no puede realizarse en carros con velocidades automáticas por lo que al jalar la palanca hizo mierda la caja que empezó a traquetear horrible.
Probablemente debido a los nervios producidos por el ruido o a la alteración que le provocaron mis gritos, Elvirita decidió jalar el freno de mano que por supuesto se hizo pedazos. Cuando probé a frenar con mi pedal el carro siguió avanzando.
Toda mi vida transcurrió en un instante ante mis ojos, me arrepentí de lo cometido, de lo que no y encomendé mi alma a la gracia del Creador, Elvirita empezó a gritar de una forma horrible y cerró los ojos en el preciso momento que entrábamos a la Pera a 140 kilómetros por hora. El impacto con la barda nos mandó hacia la parte lateral de la carretera, donde nos clavamos en un monte de tierrita de Cuernavaca que estaba allí para construir no sé que mierdas. Lo último que alcancé a ver es a Elvirita preguntándome si no estaba lastimado.
Llevo tres semanas tomando la comida en popote y haciendo pipí en un pato que trae una enfermera que me pregunta si tengo lleno mi riñoncito. El cuarto está lleno de flores que mandó Elvirita.
Lo dicho... destino laboral.

jueves, 14 de abril de 2011

De editores (El Financiero, 1998)

"Nada es más sencillo que publicar un libro" me dijo una vez el queridísimo Tito Monterroso mientras yo comía unos huevos motuleños en el Sanborn's de San Angel. Recuerdo que asentí cortesmente pero por dentro me quedé pensando que la perspectiva de un escritor reconocido no es desde luego la misma que la de un pelagatos.
Y el pelagatos era yo.
El primer paso en la publicación de un libro es probablemente el más fácil; el aspirante a escritor se sienta frente a su computadora (si es tonto dirá que él sólo puede escribir con pluma negra) y se enfrentará a la hoja en blanco (si es tonto dirá que la sensación le produce angustia). Acto seguido empleará ocho meses de su tiempo en producir su primera obra. Este es un momento peligroso ya que todos los familiares y amigos del literato tendrán que soplarse la lectura de veinte cuartillas por sesión, asunto que determina la desacreditación social del autor el cuál se convierte en una especie de apestado al que la gente le huye como se le huye al tifo.
El siguiente paso consiste en tomar el texto y llevarlo a una editorial para ver si les interesa publicarlo. Este es un proceso canijo ya que si uno no es el Balzac mexicano o cuate del editor o autor de consejos de superación para pendejos la cosa va a estar en chino.
También existen accidentes a los que yo llamaría coyunturales. Una vez, por ejemplo, me dirigí a la editorial Joaquín Mortíz a dejar un texto, la editora, una joven muy simpática recibió mi libro mientras me veía con una mirada muy rara. Salí francamente mosqueado y me fui a ver en el espejo del baño. Traía un mocazo en el bigote; "este moco" pensé "arruinará mi carrera literaria".
La oficina de un editor siempre es amplia y confortable, su atuendo nos revela que es dueño de grandes responsabilidades y de ninguna manera un burócrata-lee-libros. El procedimiento a seguir es invariable: el editor agradece al escritor que haya elegido esa casa editorial, ofrece un café y promete una respuesta pronta. Al salir de la oficina el escritor se siente William Faulkner y se va a celebrar.
Y empieza el calvario.
Por algún misterio que tiene que ver con el don de la ubicuidad, el editor -una persona que siempre estaba en su oficina en las horas en que la gente normal está en la oficina- no aparece por ningún lado. O no regresa de comer o fue a presentar un libro o está en la Martinica o no le da la gana contestar el teléfono. Esta última explicación la infiere el escritor después de cuatro meses y cuando ya le da vergüenza estar enchinchando a la secretaria del editor.
El siguiente paso lo anticiparía un idiota; la respuesta del editor, cuando alguien pueda localizarlo, debería ser: "tu propuesta es interesante pero por el momento no tenemos presupuesto, quizá después". Pues bien, aunque parezca increíble, el editor (quizá porque es gente sádica o su mamá le pegaba de chiquito o simplemente le da vergüenza decir que no) anuncia que el texto se publicará (nomás que no dicen cuando). El escritor se vuelve a sentir William Faulkner y se va a celebrar por segunda vez.
Y pasan los años.
Desde el momento en que Tito Monterroso me dijo lo que me dijo y el día de hoy han pasado más de tres años. La única evidencia de que el par de libros que escribí serán publicados (como ofrecieron sus editores hace tres años) se encuentra en la Catedral Metropolitana en la forma de una veladora que le puse al Santo Niño Tarcisio... A ver si pega.
Solo quedan dos explicaciones o Tito Monterroso estaba equivocado o soy un bodrio. Por pura autoestima prefiero pensar en la primera opción. Sin embargo no todo es tan malo; el jueves firmé un contrato editorial y la editora prometió que por lo menos contestará el teléfono cuando la llame... Qué ya es decir.