martes, 19 de enero de 2010

Estereotipos (Mexicanísimo 2008)

Nuestro país es extraordinario por motivos de nobleza desigual; nadie puede dudar que su riqueza cultural, la enorme diversidad biológica que lo convierte en una potencia ambiental y su historia rica en claroscuros han forjado una nación que, si bien posee estos atributos comunes, se desgrana en pequeñas babeles regionales que expresan diferentes tendencias. El México norteño industrioso y pujante, el altiplano consolidado como un polo de desarrollo creciente y el sur profundo con su enorme belleza pero lleno de contrastes sociales.
Ahora bien, en México para bien o para mal vivimos los mexicanos a los que es difícil ubicar dentro de una categoría específica ya que, lo mismo que el país, contamos con un desdoblamiento múltiple de personalidades que simplemente se han estereotipado de mala manera y eso a veces nos deja mal parados. De acuerdo al imaginario popular los mexicanos somos necesariamente alegres, pegamos de gritos ante un mariachi, nos dirigimos a nuestros congéneres diciéndoles: “manito” y con tres tequilas podemos cantar la Traviatta a capela. Asimismo, se nos reconoce como gente generosa y solidaria (la tragedia de 1985 ayudó a apuntalar esta percepción).
Lo anterior como en todo proceso de sobre simplificación es parcialmente cierto pero está lleno de matices que es necesario identificar; es claro que en algunos grupos sociales prevalecen algunos tintes de racismo y lo es también, que en otros le hemos volteado la espalda a nuestra historia para entrar de lleno en esa entelequia llamada “modernidad” con resultados a veces lamentables.
Caracterizar nuestros prejuicios y estereotipos no parece en consecuencia, un ejercicio ocioso, sino de primera necesidad para tratar de superarlos. Las costumbres que uniforman a ciertos grupos son un punto que a veces favorece la discordia y el encono y estos no son los mejores tiempos para caer en esa trampa. Tendemos a generar imágenes mentales de los mexicanos de acuerdo al grupo social al que pertenecen, su religión e inclusive sus preferencias sexuales. Por supuesto algunas razones hay para entender que estas etiquetas no son espontáneas y sí el producto de algunos atavismos conspicuos. Es por ello que me he interesado en ilustrar esta ya larga introducción con ejemplos concretos. A ver cómo nos va.
En México nos uniforman los estereotipos, hemos logrado con limpieza extraordinaria homologar nuestras ideologías por medio de atavíos y costumbres que son simplemente inconfundibles. El gremio de izquierda, por ejemplo es perfectamente caracterizable por su manía en el portar atuendos nacionales. Las mujeres en muchos casos se visten de tehuanas o equivalente, no se rasuran los sobacos y beben como camioneros. Los hombres traen pantalones de mezclilla con un paliacate que sobresale del bolsillo trasero, utilizan barba y presentan a su mujer como su “compañera”. En su casa se fuman sustancias controladas a discreción, oyen solo discos de Putumayo records y se puede apreciar el siguiente decorado: en la pared hay affiches del Subcomandante Marcos y del chino que se paró enfrente de unos tanques con riesgo de su vida. Los manteles son guatemaltecos y los muebles son todos de madera. Hay una colección de artesanías diversa, muchos libros de economía y un par de hijos con aretes en la nariz que tutean a sus padres.
Se caracterizan por ser vehementes y beodos, leen La Jornada y de cuando en cuando se convierten en abajo firmantes por diversas razones; la solidaridad con alguien que es hostigado, la repulsa a alguna acción gringa, apoyo al pueblo fulanito de tal o el rechazo a que se instale alguna tienda trasnacional en un lugar que consideran histórico. Asisten a marchas y mítines y normalmente tienen empleos en instituciones universitarias u organizaciones de la sociedad civil (como ellos mismos las llaman). Consideran que Digna Ochoa no se suicidó y sus vacaciones los llevan a pueblos de la sierra de Oaxaca para vivir de cerca la realidad social.
Llama la atención su radicalidad el discurso que poseen es “estás conmigo o contra mí”.
Lo anterior no me parece ni bueno ni malo. Me llama la atención sin embargo la predictibilidad gremial, la ausencia total de crestas y valles en el comportamiento de una masa que se conduce como cardúmen en el mar.
Los intelectuales mexicanos son también parecidos entre sí, ahora resulta que la gente pensante en este país es también un producto uniformable; todos se conocen y nos ofrecen características de mimetismo común. La más conspicua consiste en portar siempre un libro bajo el brazo lo que tampoco es bueno ni malo en sí mismo, nomás los caracteriza.
Hay taxonomías básicas para identificar a nuestros intelectuales. Existe el grupo de los llamados “independientes” al que normalmente pertenece gente que puede ser muy lista o creativa pero que vive en la más escandalosa marginalidad y a duras penas. A éstos se les ocurren ideas como producir una revista, crear una obra de teatro o editar libros. El problema es que nunca hay dinero propio que solvente tales iniciativas, lo que genera una serie de abajo firmantes que elevan quejas acerca de la “falta de apoyos gubernamentales”. Aquí es donde yo me confundo, ya que percibo cierto conflicto entre la palabra “independiente” y el término “subsidio”, pero ello se debe a que probablemente soy poco lúcido. Es mi impresión que al arte se le ha dotado de una actitud reverencial que difícilmente se justifica. El hecho es que nadie por el solo hecho de crear debería asumir el derecho a mayores consideraciones. El arte es un concepto críptico con hendiduras suficientes para que los charlatanes o los amigos de quién decide, se cuelen por una puerta que consideran tan ancha como sus pretensiones.
En cualquier gremio o actividad existe gente más competente que otra. Si uno es ingeniero y se le cae la casa que construyó, no habrá más remedio que asumir que es un imbécil. Cualquier médico que en la segunda visita mate al paciente tendría que ser requerido por negligente. En cambio cuando se trata de la creación y dado el enorme tramo subjetivo asociado, las cosas se complican y se entra en un universo absolutamente inasible en el que vuelan saetas en todas las direcciones. Se habla de “incomprensión” de “camarillas” de “favoritismo” que sin duda existen pero que dudosamente pueden acreditarse debido a la falta de criterios efectivos para discernir lo notable de lo que no lo es y a la enorme impostura que nos hace aceptar bovinamente cualquier gesto dominante de nuestra grey intelectual. Kafka, por ejemplo escribió “La metamorfosis” un libro que inicia con un pobre hombre llamado Gregorio Samsa convertido en un bicho monstruoso y patas arriba en la cama. Hay un sentimiento sobre esta obra prácticamente unánime acerca de su maestría. Existen foros en que lectores ocurrentes la interpretan como una “alegoría de la vida”. Yo la leí y no recibí ningún mensaje trascendente, mi sensación final al cerrar el libro es que había perdido el tiempo. Me hago cargo de que afirmar cosas como la anterior es terriblemente impopular. La conclusión más simple es que soy un ignorante que no entiende nada de nada y ello puede ser probable. Sin embargo, sostengo mi derecho a emitir una opinión pública y asumir las consecuencias sin que medie más que una modesta incineración de los estudiosos, que normalmente consideran que todo aquel que difiera es porque es idiota o nomás no entiende nada… divisiones, otra vez.
Hay otro grupo de intelectuales que forman una elite, la creme de la creme, los gurús pues. Estos son pesos pesados y a diferencia de sus pares anteriores nunca vivirán en la marginalidad ya que todo lo que tocan los trasmutan en oro. Este gremio selecto acumula premios y normalmente recibe huesos notabilísimos como embajadas, consulados o altos cargos en la burocracia cultural debido a los méritos acumulados. Sobre lo anterior hay muchas críticas ya que hay quien supone una especie de separación similar a la que el Benemérito proponía entre la Iglesia y el Estado. “La intelectualidad no debe estar al servicio del poder sino de las ideas”. Lo anterior, por supuesto es una imbecilidad, ya que el espacio evidente de expresión para estas ideas es público y los intelectuales no son mutantes sin ideología alguna. Los hay reaccionarios, progresistas o monárquicos y es evidente que si les place pueden asumir cargos o recibir premios sin que nadie los deba cuestionar por ello. Por supuesto que se podría argumentar sobre el talento diplomático de Rosario Castellanos o de Jorge Volpi ya que no hay ninguna razón para pensar que un buen escritor tiene aptitudes en otros ámbitos pero esa es harina de otro costal y dado que Israel o Francia no rompieron relaciones con México, supongo que la cosa no fue grave.
Otra forma de predecir comportamientos se basa en la extracción social de los mexicanos que también es digna de llamar la atención. Los estreotipos sociales en este país son variados y en algunos casos nos ofrecen escenas de grand guignol. Están lo socialités, señores y señoras que se dedican al noble arte de no hacer nada esquiando en paraísos nevados o asistiendo consuetudinariamente a cocteles sin ser beodos. Sus andanzas son frecuentemente relatadas por revistas ad hoc que normalmente nos ofrecen información a los consumidores pelagatos, de un interés –seamos honestos- muy mediano.
Para entender esto basta hojear cualquiera de estas ofertas editoriales y encontrarnos a una oligarca que mira fijamente a la cámara con un infante en brazos; “La princesa Hwsengarten nos abre su casa y presenta a Volodia” – se expresa capitularmente en el título. Es de llamar la atención que los nombres de los que tienen normalmente son anómalos y diferentes a los del resto de los mortales. Se llaman Pato, Olivier, Marie o Gunilla, otro hecho notable es el de las cosas que se informan. Por ejemplo se aprecia una niña de uniforme fotografiada en el momento que pasa por una puerta y entonces se nos anuncia que “La infanta fulanita de tal va a su primer día de clases” o que “Bebo y Tony Weiskoppt se van de party a Nueva York”, en el peor de los casos uno se puede enterar que “La generación de prepa del colegio (entra el nombre de una escuela poderosa) se disfrazó entera para celebrar el halloween” y entonces se nos asestan una serie de fotografías en la que jóvenes dráculas y momias diversas se embriagan con enorme vigor. Yo francamente cuando hojeo estas páginas me quedo con una sensación de creciente contundencia “¿Y eso a mí qué me importa?”. Sin embargo lo cierto es que las revistas de este tipo se consumen globalmente y estoy plenamente seguro que la mayoría de sus lectores pertenecen al grupo humano de los que quieren pero no pueden, lo que no deja de ser extraordinario.
Uno al final se queda con la vaga idea de que la gente de alta sociedad es frívola o estúpida, que sus referentes conceptuales son Houston, Miami o París y que sus inquietudes sociales se resuelven por medio de un té canasta de beneficencia (¿quién demonios asiste a un té canasta? Se pregunta dentro de mí eso que llamamos “la duda metódica”)
Por supuesto esto no es así por eso llama la atención este empeño por mostrarnos el lado más vergonzoso de sus hábitos que es el que finalmente nos moldea la percepción.
Lo mismo pasa con el polo opuesto o lo que los clásicos llaman “la clase popular”. Uno se puede imaginar perfectamente lo que ronda en las circunvoluciones del club de fans de Tiziano Ferro o una cosa equivalente. Estos grupos también tienen costumbres conspicuas, lo mismo que los socialités, nombran a sus hijos con apelativos extravagantes. Porque extravagante es que alguien nazca en México y se llame Jonathan, Mifdi o Macabea. Tampoco es natural consumir semanalmente medio millón de ejemplares de una revista en la que se cuentan cosas como que una actriz que estaba buenona se ha hecho más buenona gracias a unos implantes mamarios o que se cachó (así dicen: “cachamos”) a un actor medianamente famoso con una que no es su novia “muy acurrucaditos”. El consumo televisivo de este grupo es también notable y se nutre con las aportaciones e ideas de intelectuales como Fabián Lavalle o Pati Chapoy que nos relatan lo que ellos mismos llaman “chismes de famosos”.
Uno podría burlarse, de hecho yo lo hago cotidianamente, pero esa burla sería profundamente estéril si fuera solo un divertimento pasajero. Es necesario reflexionar sobre lo que somos los mexicanos y cuáles son los patrones que nos confrontan día con día. El futuro de este país se cimenta –creo- en la identificación de estos disfraces sociales y gremiales, no para desvanecerlos –es natural y deseable que haya diferencias- sino , insisto, para estructurar consensos mínimos de un rumbo en común.
Alguna vez un amigo mío me dijo: “yo ya me voy de aquí, en México no se puede vivir”. Se refería a la violencia creciente, a la contaminación y degradacvión ambiental y a las condiciones cada vez más hostiles de ciudades como la de México.
No es mi caso, nací, he crecido y seguramente moriré en México. Mi posición no parte de la ingenuidad, sino de la convicción de que nuestro país nos da razones suficientes para permanecer. Mis amigos, los cines en los que invertí horas que le robé al estudio, las escuelas, los paisajes y sobre todo la generosidad de muchos, me parecen motivos poderosos. “Nunca me voy a ir, jamás quisiera salir de este país” escribió Elena Poniatowska en su libro Nada Nadie, y con ella estoy.
Sin embargo, concluyo diciendo que si bien para mí todo esto hace diferencia, también sostengo –como lo he hecho hace años- que tenemos un imperativo de futuro; identificar las inercias que desconstruyen nuestra grandeza. La mezquindad, el desprecio a los que menos tienen o el incumplimiento de la ley. Pero sobre todo la imbecilidad creciente que gana espacio, día con día, al sentido común y la sensatez.