martes, 16 de febrero de 2010

Una visita al zoológico (El Financiero 1998)

Cuando, en un arrebato de responsabilidad paternal, sugerí a la familia que dedicáramos la mañana del sábado para visitar el zoológico de Chapultepec, la idea fue recibida como si la hubiera emitido un genio y no este humilde servidor. Esta respuesta desgració mis expectativas de dejarlo para el próximo año (que era lo que yo realmente quería). En principio, la idea de meterme en un espacio público bajo una temperatura de cuarenta grados a la sombra, me parece igual de atractiva que la de recibir una patada en las nalgas. Además la directora del zoológico, la licenciada Hoyos, que dedica la mitad de su vida a salir en la televisión acariciando un armadillo no es precisamente la beneficiaria de todas mis simpatías. Sin embargo, ante el beneplácito familiar los planes se realizaron con la precisión de un desfile militar y a las once de la mañana ya estábamos trepados en el coche rumbo a las rejas de Chapultepec.
El primer percance fue resultado de la planificación urbana, porque entre la puerta del zoológico y el estacionamiento más cercano hay aproximadamente la misma distancia que entre la azotea de mi casa y la tropósfera. Este lamentable hecho determinó que María, Fedro, su mamá, una carreola, el biberón con agua de jamaica y un canguro, fueran depositados entre bocinazos en la entrada y que posteriormente dejara el auto en el estacionamiento para regresar entre jadeos a encontrarme con los míos. En la calzada que lleva hasta la puerta del zoológico, hay una serie de puestos en los que se venden desde garnachas hasta figuras del pandita. Los vendedores anuncian a gritos sus productos y uno de ellos, me desgració la audición ofreciendo “ricas gorditas”.
No sé si el zoológico está muy cambiado porque no me acuerdo como era antes. El de ahora es espacioso y no existe un sólo lugar para que el sol no lo deje a uno idiota. Efectivamente -como me lo habían anticipado- la posibilidad de ver animales se reduce a que estos quieran, porque en la jaulas que imitan su hábitat hay árboles hierbas y pedruzcos. Por supuesto, que si yo fuera animal haría los mismo y evitaría así que una nube de idiotas me aventaran objetos o gritaran para provocar mi respuesta.
La gente camina a lo baboso y se deja ir. Los papás, en los tonos más didácticos, tratan de explicarle a sus retoños las complejidades del mundo animal. A las 12:17 fui testigo de la siguiente conversación: MAMÁ: “mira mijito ése es uno oso”. HIJITO: “mjjj”. MAMÁ: “Gordo, ¿Cómo se llamaba el oso de Mowgli?”. PAPÁ: “Panguira”. MAMÁ: “Grítale mijo ¡Panguiiira!”.
Tratando de buscar refugio nos fuimos a sentar en una especie de fuente de sodas en la que venden hamburguesas, pizzas y memelas. Es el único lugar donde está permitido comer, lo cual por cierto me parece estupendo. Sin embargo, hubiera sido estupendo también que los arquitectos entendieran que si entran cinco mil gentes al día y hay treinta sillas para sentarse la probabilidad de que uno encuentre mesa es (digámoslo elegantemente y sin vulgaridad) pequeña. La última etapa de la visita se concentró en la jaula de los pandas. Cuando llegamos había un policía que se enfrentaba a la turba tratando de que no se treparan a una piedra que parece diseñada para que la gente se suba. Cuando María intentó observar a los pandas lo que vio fue a un gordo de cachucha, que era yo. Este curioso fenómeno se debe a que los vidrios están diseñados de tal manera que reflejan todo lo que hay afuera e impiden la visión de lo que pasa adentro. Al lado de la jaula están disecados dos pandas que me imagino fueron los primeros que llegaron y que me recordaron vagamente la mano de Obregón.
Para cruzar la calle a la salida están indicadas las líneas de cruce pero no hay semáforo, por lo que se debe confiar en que los automovilistas frenen. Así lo hicimos, un señor de un cochesote efectivamente frenó, pero el pendejo de atrás no y le desgració las calaveras ante nuestra enorme vergüenza. Es por ello que este artículo está dedicado al señor que hizo alto el sábado frente al zoológico para dejar pasar a su prójimo.