sábado, 2 de octubre de 2010

Artilugios (El Financiero 2001)

Fedro Carlos Guillén
Estaba yo ha ce unos meses fingiendo que soy gente importante por lo que decidí hacer una cita con mi interlocutor, para ello: a) le pedí prestado un lápiz al mesero, b) escribí los datos de la cita en la parte de atrás de un papel que anuncia la semana de la arrachera y c) le di mis datos a esta persona en un pedazo de servilleta. Él, a su vez, me dio una tarjeta de presentación elegantísima que traía el mismo número de sellos de la casa real española y luego sacó una cosa negra que abrió con mucha soltura, usó una pluma (que no era pluma) y se puso a escribir en una pantalla de cristal líquido. Supongo que puse la misma cara que puso un guerreo tlaxcalteca el día que conoció a su primer caballo ya que me miró (con cierta conmiseración) y dijo: “es una palm ¿no las conoces?” . Debí contestarle que en realidad me gustaría conocer a su señora madre pero callé por prudente y me quedé reflexionando sobre el hecho tangible de que no solo no era gente importante, sino que mi desactualización tecnológica era alarmante.
Desde ese día he visto a cientos de personas que sacan el mismo artilugio y –muy modernamente- establecen sus compromisos con el regocijo propio de alguien que está al último grito de la vanguardia. El asunto en principio me vale madre, pero llama mi atención el hecho de que logremos tales sofisticaciones (sustituir un pedazo de servilleta y una pluma de dos pesos, por un aparatito que vale la décima parte de mis riñones y usa un par de pilas AA) es notable.
En mis tiempos las cartas se mandaban por correo y en avión. Uno se sentaba, sacaba papel y pluma y daba el relato pertinente. Ahora cada que llega el cartero trae una carga de propaganda que me invita a un crucero gratis, me informa que mi nombre ha sido seleccionado para participar en la rifa de una lavadora o me ofrece de oferta una sala estilo Luis XV -que no compraría así fuera Luis XV- pero de cartas nada. Probablemente hace cinco años no recibo un sobre con timbres en el que alguien me ponga unas notas para explicarme que Madrid es muy bonito o que en África hay muchos leones ¿por qué? La respuesta a este misterio epistolar se basa en el correo electrónico, que además de ser instantáneo tiene la virtud de ser moderno. Sin embargo hay muchas desventajas: la primera es que cualquier pelado puede espiarlo y eso hace que uno no se explaye en manifestaciones poco ortodoxas como su afición a las luchas de lodo o las intimidades del vecino, otra es que no hay manera de guardar los mensajes, ponerles un listón y meterlos en el baúl para que la posteridad nos pase por la tabla como les ha sucedido a tantos que tenían la bendita costumbre de escribir cartas.
La vida moderna nos ha traído una enorme diversidad de opciones; el teléfono celular me parece el ejemplo más ilustrativo. Antes uno tomaba decisiones telefónicas con todo cuidado y moderación. “Le voy a hablar a fulanito para que me pague la lana que me debe”, entonces se tomaba el aparato y se cumplía puntualmente tal encomienda. Hoy, que es requisito indispensable traer esa especie de cencerro electrónico, la gente parece no poder vivir sin marcar cada diez minutos. Las llamadas telefónicas se han convertido en una forma de matar el tiempo y no en el mecanismo de comunicación que todos conocíamos. Es legendario el ejemplo del pendejazo que habla nomás porque no tenía mejor cosa que hacer y que pregunta ¿no te interrumpo? Cuando uno está en la regadera o practicando la quinta posición del kama sutra. El problema se agrava porque apagar el teléfono y no estar para nadie es un signo de mal agüero y genera un montón de suspicacias para las que luego hay que andar dando explicaciones.
En fin y como siempre, estas ideas reflejan cierta nostalgia del pasado y quizá cierta incapacidad congénita para adaptarse al signo de los tiempos. Desde luego es mi problema pero lo comparto con usted, querido lector, para que tenga conmiseración de mi pobre alma y (ay) me escriba a mi correo electrónico.