domingo, 12 de octubre de 2014

El lado positivo

No soporto a la gente positiva, ésa que cuando alguien se petatea utiliza como herramienta solidaria frases del tipo: “Mejor así, que descanse” o a aquellos que después que el huracán le derrumbó la vivienda, entonan un himno de esperanza mientras remueven el cascajo en el que se encuentran las posesiones de toda su vida. Me he enterado entre escalofríos que existe un gremio llamado “club de los optimistas” que deben ser un grupo de infumables (imaginar en este momento a su servilleta en un sofá rodeado por optimistas que cantan una canción). Alguna vez me senté en la misma mesa que una a la que descubrí idiota en el preciso momento que, después que yo le contara una serie de plagas interminables que amenazaban mi estabilidad emocional, sugirió entre guiños: “regálame una sonrisa”. Por supuesto no le regalé ni un llavero y salí pitando convencido de que tendría que ser más cuidadoso en la elección de mis amistades futuras. El problema es que tampoco soporto a los que se quejan de todo lo habido y por haber y tengo la dolorosa impresión de que los mexicanos somos una raza que ha hecho de la queja una forma de vida. Ignoro si ello se debe a que nos conquistaron o a que hemos perdido todas las guerras posibles pero eso es lo de menos. Pasemos a los ejemplos: las autoridades recientemente decidieron cambiar el pavimento de la colonia en la que vivo por lo que las calles se han convertido en verdaderas trincheras de la primera guerra. Por supuesto que todo es un desmadre; hoy que llevaba a mis hijos a la escuela quedamos en calidad de polvorón debido a los imbéciles que consideran adecuado acelerar en medio de un terregal. Para salir en la dirección correcta es menester que tome la incorrecta y dé una vuelta de ocho kilómetros, sin embargo me queda claro que a menos que la ingeniería civil nacional se reforme no hay de otra por lo que conviene apechugar. Sin embargo, ya los vecinos se están organizando para protestar por el desgarriate lo que me haría suponer que en este momento algún funcionario ha de estar recibiendo la queja y reflexionando acerca de no volver a dedicar presupuesto a una colonia de susceptibles que se enojan porque pasó la mosca. El problema es canijo ya que el otro día al salir de mi casa me encontré a un señor que llevaba una libreta de firmas en la que pedía que la repavimentación no solo se aplicara en ciertas calles sino en la suya también porque era injusto que solo algunos se beneficiaran y entonces ya no entendí nada. Las cartas que mandan las personas a los periódicos normalmente se redactan diciendo cosas como: “es cierto que no pagué, pero es no les da derecho…” o “reconozco que llegué veinte minutos tarde pero ¿no dejarme subir al avión?” Lo que quiere decir que somos una nube de tira piedras que prácticamente nunca estamos dispuestos a asumir ninguna responsabilidad pero sí descargarla en otros. En una comida hace poco me senté al lado de un señor que se decidió tres horas a explicar que desde su punto de vista (era dentista) los segundos pisos eran una de las decisiones más idiotas de los últimos tiempos, varias veces intentamos cambiar de tema, que si las lluvias que si Hugo Sánchez y nanay, el sacamuelas terco con la vialidad. De pronto uno que también estaba hasta la madre le preguntó ¿y vas a votar? La respuesta es antologable: “no, porque ello implicaría validar el proceso”. Ahora resulta que si la gente es fodonga y no va a votar no es culpa de ella. Lo lamento pero el argumento me parece inaceptable. Nos quejamos del clima, del gobierno, de la corrupción y de las mafias de todos los tipos, de las marchas y la basura. También de que en México no se lee y que estamos rodeados de sátrapas. De acuerdo, México es un país que da para que uno se enoje mucho, pero la neurosis colectiva alcanza ya niveles que de pronto hacen que uno añore a los optimistas y la verdad es que no se trata de eso.

sábado, 4 de octubre de 2014

De títulos y profesiones (El Financiero)

El otro día estaba yo muy sentadito y en estado de coma oyendo una plática en un lugar público cuando escuché algo que me regresó a este mundo: de cada mil estudiantes que ingresan a la primaria, sólo doce obtienen un título profesional. ¿Por qué? Supongo que hay respuestas obvias como la de que muchos estudiantes no pueden continuar por la necesidad imperativa de encontrar trabajo. Sin embargo, no estoy pensando en ellos al escribir este artículo, sino en todos los que logran acabar la carrera y nunca se titulan. En esos casos -descartando por supuesto a los que son huevones legítimos- el asunto es de procedimiento. Veamos un ejemplo concretito. Cuando acabé la carrera emprendí un viaje de juventud en el que además de conocer mundo, el suceso más notable fue el de un negro que intentó besarme en la noche de Navidad. A mi regreso me embarqué en la aventura de la (pinche) tesis, evento del que todavía no me repongo. Dos eran las variables que hicieron el asunto diabólico; la primera es que yo era un muchacho bastante huevón que pasaba las tardes lamentándose de no avanzar en su trabajo, la segunda variable era mi asesor: un señor que no tenía pelos en la lengua y era más estricto que el señor Scrooge. Yo le entregaba cada solsticio una versión y él me la devolvía llena de rayones que me deprimían un mes. Una vez me lo encontré en el cine y me escondí atrás de una butaca para no darle la cara. Finalmente terminé y entonces inicié los trámites administrativos que son tan sencillos como el funcionamiento del motor stearling. Lo primero era agarrar a cinco incautos que: a) quisieran leer la tesis; b) la corrigieran; c) firmaran 214 copias y d) tuvieran el suficiente humor para ir al examen. Desde luego no fue fácil pero finalmente lo logré. El siguiente paso era que las autoridades universitarias hicieran mi revisión de estudios. Por algún misterio que debe tener que ver con el sindicato, el trámite duraba dos meses... y dos meses duró. En la constancia mi nombre estaba incorrectamente escrito por lo que hubo que esperar otros veinte días a que el estúpido que creía que me llamaba Pedro, pusiera una F en lugar de la P. Luego se les perdió la foto de mi certificado de secundaria, en consecuencia tuve que regresar a la escuela, saludar a los maestros que yo había visto jovenazos y ya eran unos viejitos llenos de recuerdos, como el del día que el maestro de Radio se tragó un diente, y llevar una fotografía reciente por lo que en el documento oficial resultante se hizo constar que terminé la secundaria a los quince años y como prueba de ello se agregó la imagen de un hombre de bigote y pelón. El siguiente trámite fue más sencillo, simplemente tenía que ir a las bibliotecas, central y de mi facultad, a pedir un vale de no adeudo de libros. Digo que era sencillo porque la única vez que visité ambos recintos fue para pedir dichos documentos. Luego, hubo que mandar a imprimir la tesis. Fui a República del Salvador que era más barato y encargué veinte ejemplares, de los cuales hubo que entregar uno a cada sinodal, uno a las bibliotecas y uno a todo aquel inocente que se dejara. Era muy divertido encontrar a la gente en la calle y preguntar ¿qué te pareció la tesis?. El último trago amargo fue el examen al que se presentaron los sinodales, me hicieron preguntas que ellos consideraban interesantes y yo causales de infarto. Tiré la pantalla donde proyectaba mis transparencias y me fui a mi casa a festejar. ¿Que se titulan doce estudiantes de cada mil? Pues el asunto no cambiará si los criterios universitarios no entienden que los egresados van por un papelito y no a ganar la batalla de Guadalcanal. He dicho (por segunda vez).