lunes, 20 de mayo de 2013

Festivales (El Financiero 2004)

En mis tiempos los festivales infantiles se diseñaban bajo un criterio ad hoc. De esta manera el 24 de febrero los niños éramos obligados a desfilar con barba y bigote portando unas banderas hechas para la ocasión que representaban la evolución en el diseño del lábaro patrio. Para esto había que comprar unas estampitas y poner a trabajar a los progenitores en tales menesteres con desiguales resultados, ya que había unas señoras que tenían dotes y otras bastante piedras. Recuerdo que en una ocasión nos tocó fabricar la bandera llamada “doliente de Hidalgo” cuyo diseño rojinegro era enmarcado por una calavera de pirata. Nuestro trabajo –hay que decirlo- fue lamentable ya que parecía en realidad el escudo de los piratas del Atlante (si es que tal equipo existió alguna vez).
Se celebraba también la primavera con niños vestidos de insectos y triciclos de carnaval, en ese momento se aprovechaba para festejar al Benemérito y recitar su famoso apotegma. El 20 de noviembre nos ponían bigotes alacranados y sombreros como los que usaba Speedy González. Los hombres portaban cananas y rifles de madera y las mujeres unos vestidos que solo he vuelto a ver en el espectáculo típico del restaurante Arroyo. En diciembre cantábamos villancicos muy extraños en los que bebían los peces en el río.
Debido a esta tendencia onomástica, no entiendo todavía la razón por la que una vez tuve que bailar hawaiano, mucho menos lo que se festejaba ya que si de eso se trataba hubiera preferido bailar algo más autóctono. El hecho es que mis abnegadas maestras me pidieron que me vistiera con calzones y un paliacate amarrado a la cintura. Me colgaron un collar de crisantemos y así descalzo y vestido como un imbécil, interpreté el controvertido baile: “huki lau” moviendo las manitas y mirando al horizonte con una expresión que es digna de aquel que ha sufrido un ataque comando de cisticercos.
Por supuesto semejantes desfiguros han propiciado muchos enconos entre padres e hijos; el día que vi las fotografías hawaianas y también otras en las que estaba enfundado en un traje de conejo, me decidí a entablar una demanda penal contra los seres que me dieron la vida. Dicha demanda no prosperó.
De todo esto me acordé el otro día que fui a presenciar el festival de la niña María cuyo tema eran “Las bellas artes”. Como en todos los eventos de este tipo se presenta una nube de padres cargados de camaritas y camarotas (la de mi vecino hacía unos close ups que permitían verle las espinillas a la miss de inglés. Acto seguido salieron los infantes a explicarnos cosas como que las bellas artes eran la literatura, la música etcétera.
Para cada bella arte se preparó un numerito pertinente. De esta manera en la música un niño tocó el clarinete y una niña el piano. En el caso de la pintura una niña entrevistadora llegó con un Miguel Ángel rubio y le preguntó acerca de los frescos de la capilla sixtina. Cuatro niños se echaron esa de “Margarita está linda la mar...”, luego para ejemplificar la escultura, un niño robusto se sentó en las piernas de una niña diminuta; era La Piedad, también de Miguel Ángel, asunto que me pareció notable, sin embargo, el momento cumbre se alcanzó cuando mi vástaga apareció en escena para bailar ¡tap!.
Lo anterior es un misterio genético; mis capacidades de baile son las mismas que las de un ropero, mi legítima cuando entra a una pista nomás pone los ojos en blanco y mi hija sin que nadie supiera por qué decidió bailar tap. Un día la vi haciendo evoluciones sobre el piso de la sala y no entendí bien a bien el asunto, hasta que apareció ante 100 personas de bombin y con bastón y unos zapatos que hacen ruido al taconear. Sus evoluciones fueron francamente competentes (los padres siempre sufrimos la angustia íntima de que los hijos propios sean un bodrio) y todo salió como tenía que salir.
Francamente quedé muy orgulloso y admirado de tales capacidades que son muy distintas a las mías (la sola idea de bailar en público me produce escalofríos y sudoraciones en las partes prudentes), así que le pido, querido lector que disculpe esta digresión parental, pero así es esto del amor filial.