viernes, 26 de febrero de 2010

Reduccionismo escolar (El Financiero 1999)

Siempre he preferido las historias épicas por sobre aquellas en las que el protagonista es un viejito metódico. Por ejemplo, una de mis favoritas es la que se cuenta sobre Federico Kekulé un químico alemán que buscaba la estructura del benceno y la halló un día mientras se echaba un sueñito en el tranvía cuando (a lo mejor inhalaba volátiles) imaginó a dos serpientes mordiéndose la cola. Ese componente azaroso es mucho más atractivo para mí que tener que soplarme la vida de Darwin y su método sistemático para determinar como evolucionan las especies. Prefiero a Arquímedes saliendo encuerado de una bañera y pegando gritos de viejo loco, que a Newton con su soberbia planetaria (cuentan que era insoportable). De la misma manera no es posible comparar al Corsario Negro un tipo muy guapo y cabrón que con la fuerza de su espada desmadraba adversarios con Batman analizando manchas en su laboratorio con alguna bati-mamamdencia.
Esta introducción, que probablemente lo tenga sorprendido querido lector, es para romper una lanza por el valor de la intuición y la víscera, tan de capa caída en estos tiempos de dictadura metodológica. Efectivamente, la modernidad curricular ha determinado que nuestros jóvenes estudiantes tengan un equivalente peor que perro si no obtienen un posgrado en alguna disciplina lo suficientemente especializada para que nadie entienda un carajo. El problema es que esa obsesión por saberlo todo acerca de casi nada arroja resultados conductuales que bien podríamos llamar siniestros. El producto de este método de enseñanza quedó manifiesto para mí hace unos días cuando en una reunión dominguera nos dispusimos a jugar maratón. A mí derecha había una mujer que tenía un coeficiente intelectual equivalente al de la mosca de la fruta y que cuando le preguntaron por tres países de Europa mencionó Barbados. Seguía un doctor en ciencias muy peripuesto especialista en fluidos y su esposa, una doctora en ciencias que trabaja con metales pesados también muy peripuesta y con menos bigote. Cerrábamos la reunión un cuate que se enseñó en la escuela de la vida y su humilde servidor. Bien, en el momento que inició el juego quedó claro que la mosca de la fruta arrancaría y se quedaría en la posición inicial si no ocurría un milagro consistente en que una tarjeta le preguntaran su nombre de pila. Los doctores, en cambio, se desempeñaron de manera desigual; cada que venía una pregunta de ciencia lo hacían notablemente. Sabían a que familia pertenecen las melastomataceas y cuál es el efecto de la ionización del cobalto, asunto que me pareció notabilísimo. Notabilísimo también fue que la señora pensara que el abrazo de Acatempan se dio en este siglo; que el doctor sugiriera que en Mi bella dama la protagonista era Sarita Montiel y que ambos hubieran vivido más de treinta años convencidos de que Brasil es el país más grande del mundo. Mi amigo hizo un papel más decoroso y parejo en cuanto a las categorías de las preguntas. De mi desempeño prefiero no hablar.
Cuando íbamos en el coche y era el momento de criticar al prójimo los dos exclamamos algo como: “ah que gente tan pendeja” y en ese momento me quedé pensando que el efecto reduccionista que tienen las escuelas en nuestros profesionistas puede ser indeleble y de que manera el destino no los enfrenta jamás a enfrentar un conocimiento diferente al que aprendieron como pericos (a menos que jueguen un juego mamón).
Que no se me malinterprete: no creo que alguien que no conozca Dickens es un baboso (es probable que Dickens sea el baboso), ni considero que para tener éxito hay que ir caminando por la vida mientras se recita La Divina Comedia. Sin embargo, tampoco me parece aceptable que nuestras universidades estén formando gente con el conocimiento equivalente al del refrigerador, que cobren en dólares y se sientan muy satisfechos de sí mismos.
La salida, me parece, consiste en sustituir el examen de admisión del Ceneval por un juego de maratón, los alumnos que sean derrotados por la ignorancia, que mejor se vayan a su casa a leer a Salgari... he dicho.