martes, 31 de mayo de 2011

El placer de no fumar (El Financiero 2001)

Para el cuñado Parra por los logros literarios
Hace unos días mi cuñado (un galardonado escritor) tuvo la oportunidad (“tuvo la oportunidad” es una mamarrachada pero le da elegancia al texto) de viajar al estado de California. Este es el momento de aclarar que el esposo de mi hermana es un hombre que fuma 47 cigarros al día y que cuando chupa, duplica la cantidad. Como el encuentro al que asistió era de gente afecta a las letras (que por definición es dipsómana) se llevó una dotación de veinte cajas, mismas que no pudo abrir al enterarse del trato que se les da a los fumadores en Estados Unidos, que es equivalente al que le daba don Pánfilo de Narváez a los indígenas.
Resulta que las leyes locales no permiten fumar en ningún espacio cerrado lo que determina que a la gente que avanza gozosamente hacia un estado etílico se le baje la peda con el frío de la madrugada ya que tiene que salir a fumar a la calle en lugares diseñados para tal fin y que recuerdan vagamente a los campos de concentración. En ésos espacios uno encuentra a la escoria social mientras los no fumadores que pasan observan la escena con repugnancia.
Desde luego uno podría concluir que si de hipocresía se trata, nos encontramos ante el primer premio, ya que un país que no permite el cigarro de esa manera, pero puede invadir a quién le dé la gana o educa a sus infantes para que a la primera materia reprobada se le arranquen a escopetazos a los docentes, tendría que revisar su decálogo de valores. Pero en realidad lo que más llama atención es el papel de leprosos en el que nos han adscrito a los fumadores en esta sociedad.
La gente que fuma no lo hace con gozo sino retorciéndose de culpa. Cada que uno saca un cigarro se imagina a los niños con enfisema, al dueño de la casa mentándonos la madre o al cardiólogo viéndonos con cara de ya valió. Es por ello que se han ideado una serie de artilugios para quitarse del vicio que, como está demostrado, no sirven para nada pero le proporcionan bálsamo espiritual a ésa lacra moderna llamada fumadores.
La primer alternativa terapéutica son las boquillas en las que se engarza el cigarro y que desgraciadamente no pertenecen al mundo moderno, sino a las películas de Cruela de Vil. Cuando un fumador saca su boquilla el resto de los circunstantes se le queda viendo con cara de qué mamón y no hay remedio, a menos que uno sea Conde, cosa altamente improbable en estos tiempos de plebeyez.
Otra opción es mandarse perforar las orejas con agujas; ésta técnica siempre produce sobresaltos ya que el interefecto llega a una reunión cargado de espadadrápos y uno lo primero que piensa es que sufrió un ataque de abejas africanas. A las tres cubas el agujereado se quita las curitas y se pone a fumar con cierta obsesividad, mientras echa un discurso acerca de lo fallido de las terapias orientales.
La tercera opción son unos parches color carne que parece que suministran nicotina al usuario. Me han contado que en el momento de retirarlos queda una especie de costra con pegamento que no sale ni con estropajo y que le da a uno mal aspecto a la hora de la intimidad. Además mi reportero informa que los adminículos producen ardor y una sensación como de preinfarto.
La última opción es la de los chicles de nicotina y tampoco es la buena ya que huelen a máscara de cartón del 16 de septiembre.
Por todo lo anterior es que parece que los que somos el último reducto deberíamos enfrentar con mayor dignidad nuestro problema y recurrir a argumentos más convincentes. Por ejemplo, empezamos primero a fumar que el resto a no hacerlo. Otra alternativa es firmar un armisticio en el que nuestras cartas negociadoras sean todo aquello que no nos parece. Así por ejemplo yo estoy dispuesto a dejar de fumar si la dueña de la casa mete en cajas su colección de cucharitas que tiene colgadas en la pared o la gente bonita deja de hablar como habla (por ejemplo llamando “niña” a una señora de cuarenta años).
Lo dicho: las cartas de negociación están en la mesa y me quedo esperando propuestas.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Agendas (El Financiero 2005)

Ayer por la mañana tuve la poca madre de dejar sembrados como ahuehuetes a dos queridos amigos que me esperaban para un desayuno y que seguro me siguen mentando la madre. Lo anterior no se debe a que sea un miserable, ni a que disfrute haciendo tales papelones, en realidad el problema se reduce a mi memoria para estas cosas. Supongo que la zona de mi cerebro que se encarga de recordarme lo que debo hacer, sufrió una atrofia temprana (muy probablemente causada por los golpes de la vida y de una vieja loca que se encargaba de que yo creciera como un hombre disciplinado), el hecho es que las cosas se me olvidan de la peor manera posible y voy por la vida ofreciendo disculpas cumplidas a mis cada vez menos numerosas amistades.
Me han explicado que existe una solución para mi problema pero desgraciadamente la encuentro ridícula; se trata de una especie de pluma que uno trae en la bolsa de la camisa. En el momento que es necesario recordar algo, se saca el bolígrafo se aprieta un botoncito y uno le dice a la pluma cosas del tipo: “comprar cuatro manojos de pápaloquelite” o “bañar al perro”. La verdad es que no puedo evitar sentirme un imbécil hablándole a una pluma, así que decidí que no era lo mío. De hecho lo más probable es que el artefacto de marras se perdiera en la noche de los tiempos.
La segunda opción que se me recomendó fue una “palm” que –entiendo- es un artilugio electrónico que utilizan los pinches yuppies para fijar sus citas y ver viejas encueradas en distintas posiciones sexuales. A mí francamente el contacto con estas madres me produce mucho agobio; vivo con el permanente temor de morir electrocutado al picar el armatoste y por otro lado, lo más cool que he portado en mi vida miserable son unos calzones de manga larga con unos como perros estampados.
Acto seguido y ante este fracaso tecnológico, se me sugirió una agenda de papel. El problema es que las de tamaño adecuado miden medio metro y las bolsas traseras de mis pantalones son más pequeñas (lo mismo que mis nalgas). Es por ello que decidí adquirir una portátil que, cuando la abrí, me produjo la fúnebre sensación de que me estaba quedando ciego, ya que los números que indican la hora del día medían una micra. Ello provocó que nunca llegara a tiempo a ningún lugar. El último problema ha consistido en la ilegibilidad de lo que escribo. Permítame, querido lector, algunas muestras ejemplares.
El 18 de mayo del 2001 (viernes) escribí en el renglón correspondiente (creo) a las 11 horas la palabra “Rusia”. Lo anterior representa un misterio insondable ya que nunca ha entrado en mis planes viajar a dicho país, no conozco ninguna calle con ése nombre y mucho menos una persona que se llame así. Jamás he sido requerido por la embajada para ir a cenar de gorra y mi contacto más cercano con la Federación Rusa, se limita a una borrachera espantosa que me puse tomando vodka helada y que me hizo ver arañas gigantes ¿En qué pensaría? –me pregunto- ¿Estaría yo bebido a la hora de llenar mi agenda? Misterio.
Otro ejemplo, esta vez correspondiente al 3 de octubre del 2002 (jueves) a las 18 horas (creo) se lee lo siguiente: “revisar transformador”. Lo anterior no solo es misterioso sino ingenuo; estoy seguro que yo podría revisar un transformador pero no sabría qué hacer con dicha inspección ya que lo que sé en dicha materia se puede multiplicar por cero. En este caso lo más probable es que se cumpliera mi fundado temor a morir electrocutado. Pero eso no es todo; ¿para qué carajo tomaría yo tal iniciativa? Si tuviera dicha intención lo primero que alguien me debería explicar es cómo luce un transformador ya que no tengo la menor idea de su aspecto. La otra interrogante es por qué haría tal cosa en día jueves que es un día laborable. Segundo misterio.
En fin, me siento muy avergonzado con mis amigos y juro que tengo la firme determinación de tomarme unos chochitos que me recomendaron para la memoria... a ver si no me da diabetes.

lunes, 16 de mayo de 2011

Horóscopos (El Financiero 1996)

“Piscis feb, 19-mar. 20. Es el signo más sociable del Zodíaco, por lo que posees la maravillosa habilidad de inspirar confianza y a (sic) realizar proezas, sólo con tu actitud. Tu amistad es siempre preferida por todas las personas que conoces”. Eso dice la caja de cerillos amarilla que se encuentra frente a mi teclado y que, evidentemente, tiene una función metafísica que rebasa con creces el acto ocioso de prender un cerillo para encender la estufa, fumar un cigarro o poner a prueba los pulmones de un niño que lo deberá apagar entre aplausos de los adultos babosos que lo rodean.
Analizado con cuidado el mensaje contiene revelaciones interesantes; la primera es que los piscianos son algo así como el alma de las fiestas y con todos hacen buenas migas, la segunda es que son ideales para el sablazo ya que todo mundo confía en ellos, la tercera es que pueden realizar proezas, por lo que uno debe imaginarlos echándose un clavado desde La Quebrada o madreando a catorce judiciales y la quinta es que el redactor de la cerillera es un imbécil.
Cada que veo un horóscopo me pregunto: ¿Habrá gente tan bruta que crea en todo esto? La respuesta la hallo no sólo en la enorme estadística de imbecilidad que nos rodea, sino en una reunión a la que asisto y en la que encuentro a una señora vestida de negro con unos aretes como los del capitán Garfio que me mira a los ojos, pregunta mi signo y cuando le respondo suspira y dice: “con razón”. Yo en lugar de preguntarle que con razón qué chingaos, sonrío cortésmente y me tomo otro trago mientras pienso “pobre gente” (que es exactamente lo que ella está pensando).
Sin embargo los hay peores, esos le han dado un toque científico al asunto y entonces se dedican a buscar signos inequívocos en datos como la hora y el lugar de nacimiento. Entonces se ponen una bata y emplean su tiempo en estudiar la posición de los astros y después de un sesudo análisis y cien pesos nos informan que tenemos un ascendente en Virgo, que nuestra piedra es la amatista, que el número que debemos seguir es el 8 y que nuestro elemento es el agua (que por cierto no es elemento). El asunto también se marca por medio de revelaciones tales como que hubo una tragedia en la familia y que pronto emprenderemos un viaje. El que recibe las revelaciones sale encantado a contárselo a todo mundo, luego trata de buscar una amatista en la enciclopedia, acto que constituirá su primer (y último) encuentro con dicho mineral. juega a la lotería en 8 y establece como prerequisito para establecer comercio carnal que su pareja sea Virgo. Por supuesto, el día que su madre, una viejita de ochenta años, se deshace la cadera al caerse de la banqueta él es el único que sabe que el asunto ya estaba escrito y cuando sale a Teoloyucan lo hace convencido de que el viaje lo tramó Júpiter.
Mención aparte merecen los que dan los horóscopos utilizando los medios electrónicos. Por alguna razón que desconozco pero que, intuyo, tiene que ver con un Edipo mal resuelto, estos señores parecen señoras, utilizan unas túnicas que ya quisiera la tigresa para sus peores días, se peinan con pistola, utilizan anillotes de Cleopatra y tienen en su casa un gato disecado. Cuando los entrevistan en programas como el de Cristina, invariablemente se enfrenta a un público de señoras gordas que le cuentan como untándose huevo en las ingles han logrado mejorar su suerte.
Dios mío.
El hecho de que estos señores se enriquezcan alimentándose de nuestra ignorancia no es, después de todo, algo que debería sorprendernos. Baste ver las nóminas del PRI para entender que los ranchos, empresas y haciendas de nuestros cachorros de la Revolución tienen un origen que se basa en el mismo principio: engañar a los engañables. Sin embargo, no todo está perdido, el otro día leí un anuncio en el que se ofrecen cursos para ganarse el melate, voy a inscribirme y luego les cuento.

viernes, 6 de mayo de 2011

Manifestaciones (Milenio 2008)

La primera (y desde luego, la última) vez que asistí a una manifestación estaba yo en la facultad y mi nivel de confusión cerebral era tal que no tengo la menor idea de lo que se manifestaba ni qué carajo hacía yo ahí. Éramos un grupo lamentable caminando por las calles de la gran ciudad con cartulinas decoradas con plumón y gritando cosas como “¡Fulanito de tal…amigo, el pueblo está contigo!” o “¡No pasarán!” (lo anterior en función al motivo de la manifestación que podría haber sido la liberación de un señor o el alto a las cuotas, pero como ya expliqué, no lo recuerdo).
Los que vivimos en esta muy noble y leal ciudad de México somos seres curtidos en el arte de enfrentar las manifestaciones como los antiguos enfrentaban las siete plagas bíblicas. Va uno muy tranquilo sobre eje central cuando de pronto se aparece una turba comandada por algún luchador social que se interpone entre el auto y su destino mientras empieza a arengar a los manifestantes que normalmente son gente que no tiene la menor idea de lo que hace ahí pero sí la conciencia de que le conviene asistir so pena de perder una lana, una torta o el crédito de una casa. Tengo la impresión de que los motivos de los marchantes han perdido vigor ya que bastan veinte señores y señoras que están muy molestos porque se instalará una gasolinera o porque en su escuela la directora es una arpía para bloquear la lateral de periférico y exigir una solución. El libro de procedimientos gubernamentales es previsible como un meteorito y consiste en pedirle a los quejosos que formen una comisión que dialogará con la autoridad para “analizar el caso”, lo que sigue es una muestra de capote por parte del funcionario correspondiente, una nube de gente insolándose, policías observando el evento con cara de nada y cientos de automovilistas mentando madres.
Las reacciones también son predecibles y de una hueva infinita. Los legisladores dicen que “hay que regular las marchas” y no regulan (seamos castizos) una chingada, los líderes de opinión edulcorados argumentan que “las manifestaciones no deben violar los derechos de terceros” y los resguardatarios de derechos humanos exclaman que “hay que respetar el derecho a la libre manifestación”. El resultado es tan productivo como un encuentro intelectual con Capulina y las manifestaciones se multiplican como los panes, día con día.
Dentro de la tipologías de manifestantes se encuentran varias categorías. Los hay efectistas que arrastran reses hasta una secretaría de Estado para luego sacrificarlas, otros bloquean carreteras, algunos portan machetes y unos más tiene una capacidad logística digna de los boy scout que les permite en diez minutos llegar al zócalo instalar un camping, poner anafres, orinarse en los arriates y pernoctar durante semanas volviéndose parte del paisaje urbano, lo mismo que un pirul. Sin embargo los que me parecen insuperables son los señores y señoras de los cuatrocientos pueblos que comparten costumbres con Wanda Seux, esto es, encuerarse porque pasó la mosca. El espectáculo es notable, porque notable debe ser que uno vaya caminado por avenida de la Reforma a cambiar un cheque cuando al doblar la esquina y de la nada le salga un señor desnudo que quiere la justicia social.
Hace poco el doctor Mondragón y Kalb dijo lo que pensaba y que se resume en la siguiente frase “si de mí dependiera los sacaba a patadas”. De inmediato se produjo la mexicanísima reacción en cadena. “Que se disculpe” dijeron los políticamente correctos “tiene razón” pensaron los políticamente incorrectos y lo que vino después fue el papelón ese de salir al paso y decir cosas como “se me interpretó mal”, que es francamente una salida muy poco digna. El caso es que en esta ciudad vivimos las manifestaciones como un rasgo cotidiano y distintivo. Como no le veo remedio sugiero que nuestras autoridades de turismo, incorporen en sus planitos y rutas el tema de los marchantes explicando que esa gente encuerada, o la que trae machetes, o la que le mienta la madre a las injusticias de la vida, es parte de nuestros usos y costumbres y en consecuencia patrimonio capitalino. De esta manera creo que evitaremos frustraciones ¿o no?