lunes, 21 de marzo de 2011

Un país de niños (El Financiero 1996)

A los mexicanos no nos gustan -y aquí pienso en un charro con mocos en los bigotes que grita ¡Viva México cabrones!- las reglas, ni que nadie nos diga lo que tenemos que hacer. Siempre he observado con cierto estupor como nuestros compatriotas festejan la ceremonia del 15 de septiembre en Los Ángeles y Chicago ¿Se imagina la madriza que le pondrían a un gringo que usara un espacio público para festejar el 4 de julio?
El hecho de que seamos tan refractarios a los reglamentos produce hechos extraordinarios, como el de que exista una norma para que usemos el cinturón de seguridad al subir a un coche y que dicha disposición sea cumplida por el 0.001% de los automovilistas (lo que determina por cierto que cada diez minutos un señor atraviese su parabrisas y vaya a embarrarse a un poste de luz). Es notable, también, nuestra eterna queja ante la corrupción , cuándo lo primero que hacemos es buscar la palanca que mueve al mundo o embarrarle la mano a un policía (por cierto, jijo de la tiznada) para que nos deje ir sin problemas en el momento de violar alguna norma vial.
Pero bueno, este artículo (que está tomando el desagradable rumbo de un sermón) no es para hablar de la corrupción, sino de lo chistosos que somos para interpretar las cosas como nos dé la gana.
Un par de notas llamaron mi atención en la edición del viernes 12 de abril de nuestro bien amado Financiero: en primer lugar una carta de un señor (¿o joven?) que se llama Benjamín Romero Duarte y que fue enviada a esta sección cultural argumentando -palabras más, palabras menos- que había participado en un concurso del Fonca para Revistas Independientes y no había ganado. Hasta aquí nada anormal, ni siquiera el delicioso detalle de que una revista independiente busque subsidios gubernamentales. Lo interesante empieza realmente cuando Romero pone como camote al jurado y acusa a sus miembros de cosas terribles: al primero lo tacha de desconocido, al segundo de ¡cursi! y de ser director de una revista que “no pasa por su mejor momento”, al tercero le sopla porque dirige una revista que repite temas de su anterior época y que además es a colores “para exhibir la cara bonita de las artesanías mexicanas”. Luego habla muy bien de su proyecto perdedor y muy mal de los proyectos ganadores. El final es una queja airada ante los monopolios culturales.
Bien, analicemos los argumentos empleados: en primer lugar, asumo que el Fonca difícilmente puede poner como norma para ser jurado “que los conozca Benjamín Romero”, en segundo lugar, el adjetivo “cursi” es impreciso; ¿quiere decir que el jurado en cuestión manda tarjetas del día de San Valentin? ¿qué cree en el amor? No lo sé. En terceras (como dicen los niños) el que una revista no pase por su mejor momento me parece un asunto completamente normal (lo extraordinario sería lo contrario) y en cuarto lugar, la opción de publicar en color es una alternativa que Duarte considera (digámoslo elegantemente) de manera superficial.
Yo -un mero espectador que no conoce ni al perdedor, ni al desconocido, ni al cursi, ni al refriteador- me pregunto: ¿por que demonios ante este panorama (los enjuagues del Fonca, la incompetencia del jurado y demas yerbas) Duarte presentó su proyecto? La respuesta es obvia: porque pensó que ganaría la marmaja. ¿Por qué no impugnó el proceso antes de conocer el resultado? La respuesta es también obvia: porque no es menso ¿Por qué se quejó al perder? La respuesta tiene que ver con esa inmadurez nacional a la que me refería al inicio. En fin.
La segunda nota la publicó Nelson Vargas en la sección deportiva y en ella se queja de que -pese a que las reglas y los parámetros para que nadadores mexicanos vayan a Atlanta se anunciaron con anticipación- las autoridades deportivas son cerradas porque no cambian esos parámetros por unos más suavecitos. Esto con el fin de que nuestros deportistas hagan un papel que no debería ser muy diferente al que nos tienen acostumbrados. La misma gata... Pero revolcada.