viernes, 16 de abril de 2010

La belleza interior (El Financiero 1998)

Somos un mundo de hipócritas; esta aseveración la puedo comprobar con un sinfín de testimonios en el que ocupa un destacadísimo lugar la vez que a un señor de nobles intenciones se le ocurrió hacerle un himno a mi abuelo. Las razones para hacer esto son desde luego dignas de agradecimiento y no vienen a cuento, lo importante es que en una reunión de señores respetables a la que la familia del difunto (es decir, la mía) fue requerida, uno que cantaba interpretó a capela la citada obra musical. El resultado lo recuerdo aún entre escalofríos y sin embargo, a la hora de la verdad, mi padre y todos sus descendientes dijimos cosas como que qué prodigio lírico, que la belleza de la interpretación era inconmensurable y otras mamadencias que hoy descubro me avergüenzan..
Lo mismo sucede con la gente fea; yo que soy un muy digno y destacado miembro de ése gremio, he aprendido en la escuela de la vida que a la gente le cuesta mucho trabajo decir la verdad de las cosas. No negará, querido lector que alguna vez se ha presentado en el hospital para felicitar a los nuevos padres y a la hora de conocer a la criatura le presentan a usted una cosa a la que se le ven las venas cerebrales, tiene pelos en las orejas y los ojos como hendiduras de alcancía. Lo único que queda en ese momento es mentir y decirle a los padres que en lugar del monstruo que uno tiene ante sus ojos, trajeron a este mundo a un angelito que está precioso. Por lo anterior es que todos nosotros (señaladamente las tarjetas de Sanborns) buscamos muletillas retóricas como la que dice que: “la belleza interior es la que cuenta”. Con todo respeto…pura madre.
En el mundo hay un tiquipuchal de gente horrible, de ahí la notabilidad de la belleza física. Sin embargo, supongo que cuando uno nace guapetón, se acostumbra a lo que los italianos llaman el dolce farniente. A los guapos siempre les va de inicio mejor que a los feos, es por ello que desarrollan un pobre conteo neuronal (al que proteste le diré que soy consciente de las excepciones pero son eso: excepciones) y terminan la vida mostrando sus pechos incomparables en los que se aprecia un lavadero o engalanando los archivos de sociales en lo que un grupo de viejas huevonas se reúnen para festejar la llegada de fulanito y sutanita que vienen de su veraneo en las Baleares.
Todo esto viene a cuento porque el otro día estaba revisando el periódico, de pronto me encontré con una mujer muy buena que, sin embargo tenía una joroba llena de plumas de las cuales salía una especie de penacho multicolor. De inmediato pensé en una deformidad congénita pero observando con mayor atención me di cuenta que era un traje típico y que era la señorita México que sorpresivamente había ganado el certamen del atuendo. Y digo sorpresivamente porque la madre que traía encima no me la pondría así me arrastraran.
Los concursos de belleza han llamado siempre mi atención ya que me parece ilustran un mundo de premodernidad que algún día superaremos; en ellos, las buenas entre las buenas se pasean por pasarelas igual que perros malteses, se enfundan en vestidos como el anteriormente descrito que les dan un aspecto como de Tezcatlipoca pero con senos y luego se andan paseando en traje de baño y con tacones (cosa que nadie en pleno uso de facultades hace) para que los jueces (un puñado de vividores) las aprecien a gusto. Normalmente las entrevistas son un delirio y en ellas nos enteramos que las bellas no quieren que haya guerras ni hambre en el mundo. Que admiran a la madre Teresa y que cuando ganen tratarán de poner en alto el nombre de la mujer mexicana. Por algún misterio hidráulico, la ganadora invariablemente echa a llorar mientras le ponen chueca la corona. Después da un paseíto con un cetro de aluminio y se dedica el siguiente año a darse la gran vida, hasta que llega otra que llora y le arrebata la corona.
¡Ah! La vida de los bellos.