lunes, 14 de septiembre de 2009

De Publicistas (El Financiero 2007)

Siempre me he imaginado a los publicistas como señores bien vestidos (si por bien vestido se entiende alguien que usa pashminas) que se sientan en torno de una mesa en cuyo centro hay un item –que puede ser una caja de cereal o un paquete de preservativos. Los creativos miran al techo durante media hora buscando el chispazo y de pronto uno de ellos se da un sopapo en la frente, gesto universal cuyo significado es que las ideas han arribado y propone cosas del tipo: “En la primera toma sale un periquito australiano cantando a capela”. El resto lo observa como se observa a una esfinge hasta que el señor que debe tomar la decisión asiente con un gesto y entonces todo mundo se pone a trabajar.
El siguiente paso en esta cadena criminal es autobiográfico; la escena se traslada a su humilde casa (que como he explicado con reiteración es mía) y descubre a un servidor con las patas arriba de un sofá y un wisqui en la mano observando estupefacto que efectivamente, en la pantalla de mi televisión hay un periquito australiano que prefiere choco crispis. Todo aquel que crea –es mi caso- que los publicistas son idiotas lo es triplemente, ya que si alguien es capaz de ganarse la vida de manera holgada diseñando pendejadas, merece todos mis respetos además de un somero análisis.
Pensemos en un reloj, por ejemplo, que es un ingenio humano para medir el tiempo perdido. Los hay de sol, que a mí siempre me han resultado ilegibles y de arena donde el problema es que uno ya sabe que se acabó el tiempo pero necesita un reloj de verdad para saber cuánto tiempo toma la arena en pasar de un lado al otro. El más simple y práctico es un aparato con una carátula, doce numeritos que si se desea pueden ser romanos y un extensible que rodea la muñeca del poseedor. Bien, esta idea que es sencilla y práctica se va con rumbo preciso a la chingada en el momento que llegan los publicistas y se les ocurre que un reloj le da sentido a la vida de alguien si es de platino, nos da la hora en Finlandia, resiste una profundidad de ciento cincuenta metros bajo el agua, tiene cronómetro y la exactitud suficiente para no sufrir un retraso en los próximos cien años.
Por supuesto el comercial siguiente nos presenta a un señor muy guapo y muy intrépido que no pierde el tipo mientras es correteado por una turba, se echa un clavado desde la quebrada, nada dos kilómetros y se salva para luego ir vestido con un smoking al departamento de una buenona que le quiere conocer en el sentido bíblico mientras admira su reloj..
Bien, ahora imaginemos a un señor en el D.F., pelo ralo y barriga incipiente que compra el susosdicho bien. De inmediato apreciaremos los huecos de este ejercicio de compra-venta. En primer lugar que el reloj sea de platino solo producirá que este buen hombre reciba una amputación en un semáforo de avenida Churubusco. El hecho de que dé la hora en otros países sería muy útil si nos interesara lo que ahí sucede, pero no conozco a nadie que sufra mucho si no sabe qué hora es en Alto Volta en este momento. Sumergirse a ciento cincuenta metros es una idea tan atractiva como bailar con una pandereta en una estudiantina y honestamente creo que las posibilidades de que nuestro protagonista se vea en tal circunstancia, son las mismas que tenemos de producir una bomba atómica por lo que el asunto se ve lejano en lontananza. Finalmente el hecho de que un reloj no se atrase ni un segundo más que virtud se vuelve defecto en el contexto nacional ya que nos priva de una excusa histórica para llegar tarde a las citas de la vida.
Ante el panorama anterior uno se pregunta: ¿es posible que haya gente tan imbécil para comprar el reloj? ¿Nadie percibe la auto estafa? Las respuestas son contundentes dado que esa madre está en el mercado y hay quien está dispuesto a adquirirla. El milagro anterior se debe al noble gremio de la publicidad a quienes desde este humilde despacho envío un saludo con lágrimas en los ojos.