viernes, 6 de agosto de 2010

Deportes extremos (El Financiero 2002)

Existe mucha gente que se orienta como marinero fenicio en busca de los que llaman con cierta imbecilidad “el sabor de la adrenalina”, este grupo va por la vida buscando experiencias que mientras más extremas mejor, lo que supone para mí una fuente de misterios notable ya que mi sed de aventura lo más lejos que llega es a ingerir dos de chicharrón en el metro Pino Suárez.
La gente extrema ha inventado divertimentos extraordinarios que tienen la saludable intención de darle sentido a su vida urbana, el más conspicuo es amarrarse los pies a un mecate elástico y dejarse caer de cabeza de grandes alturas como puentes mientras pega de gritos. Supongo que la sensación durante la caída debe ser ligeramente fúnebre y que el agolpamiento de la sangre en la masa cerebral produce que a uno se le olvide de manera indeleble la tabla del dos; normalmente se aprecia a la gente bajando a noventa kilómetros por hora para llegar a rozar con la cabeza las aguas de un río que está cien metros más abajo. Esto a mí se me antoja tanto como pasar un fin de semana con Rodríguez Alcaine y sin embargo, ahí están los extremos haciendo cola para darle vuelo a su sed de aventura.
Otra derivación de los deportes extremos es aventarse en un cochecito de baleros por una pendiente de cuarenta y cinco grados. En este caso uno puede ver que personas adultas se suben a unos cochecitos de miriñaque, se ponen un casco y se arrancan cuesta abajo hechos la chingada. Hace no mucho fue el horrorizado espectador de uno que quedo cadáver porque se le volteó el carrito y lo primero que pensé era en la necesidad que tiene esta pobre gente hacer cosas diferentes para significarse.
Una vez durante una reunión, un adepto a este tipo de madres trataba de indoctrinarnos y convencernos de sortear los rápidos de no sé que río. Cuando le pregunté que bajo que misterio cerebral él consideraba que una experiencia así me parecería atractiva, me contestó que los deportes extremos eran el sustituto moderno de la caza de mamuts, argumento para el que ya no tuve respuesta, pero me quedé pensando que preferiría cazar un animalote a pedradas que andar nadando en la furia del Usumacinta. El problema es que nada basta; si se inventó el paracaídas una artilugio muy razonable que sirve para no hacerse papilla de un madrazo, los extremos inventan rápidamente opciones más peligrosas, como aventarse en grupo, jugar a ver quién es el último en abrir el paracaídas o hacer piruetas en equipo. Pasa lo mismo con la patineta, un aparato en el que la gente pazguata se podía transportar sin mucho riesgo; ahora se hacen competencias en las que el que no da tres vueltas en el aire y cae parado simplemente está condenado al fracaso.
Hijos de la misma madre son aquellos que realizan proezas que luego nos encasquetan en programas de televisión. Ayer vi, por ejemplo a un gordo cuya máxima virtud consiste en dejarse pasar un camión trotón por la barriga y otro que es capaz de arrastrar al circo Atayde con la fuerza de su dentadura. Está también un señor que se preparó durante toda la vida para cruzar el cañón del Colorado en una motocicleta y uno que disfruta metiéndose en una caja llena de dinamita para luego explotar y quedar desmayado cinco minutos. Hay otros que por ejemplo juegan a determinar cuál es el primero que le da un beso a una serpiente de cascabel y los gringos (que son unos artesanos de este tipo de imbecilidades) han diseñado un concurso en el que sacan cincuenta serpientes venenosas en un corralito y le toman el tiempo al idiota que las tiene que meter en un saco.
¿Esta gente será imbécil? ¿Seremos imbéciles lo que pagaríamos algún dinero por admirar a estos valientes? No tengo la menor idea pero de cualquier manera desde esta humilde tribuna declaro mi absoluta y total decisión de no participar en ninguna experiencia de este tipo y hacer todo lo que esté a mi alcance por morir de viejito, en mi cama y rodeado de bisnietos malhoras.