miércoles, 25 de agosto de 2010

Los incomprensibles (El Financiero 1998)

La evidencia más concreta que recuerdo de alguien hablando de cosas que no entendía, tiene que ver con un maestro que tuve cuya característica distintiva se podía resumir en tres palabras: era un estúpido. No recuerdo una sola clase en la que supiera de lo que estaba hablando, sin embargo tenía la característica casi milagrosa de aparentar que sabía y entonces decía con extraordinario aplomo cosas como que el Río Amarillo se llamaba así porque estaba lleno de orines de chinos o que Praga era la capital de Bulgaria. Si algún niño lo corregía: “maestro, ¿Praga no es la capital de Checoslovaquia?”, Parpadeaba para luego afirmar inmutable: “eso dije”.
Traigo a colación la anécdota de mi maestro, no porque me parezca particularmente interesante, sino porque, creo, refleja una muy mexicana costumbre, que es la de hacer como que uno lo entiende todo antes de pasar el papelazo de lucir como un imbécil.
Para ilustrar la idea me ofreceré como imbécil de indias y utilizaré un ejemplo literario que me parece paradigmático ya que todo mundo lo celebra y yo simplemente no lo entiendo. Veamos.
En estos días he estado leyendo acerca de crímenes horripilantes gracias a una colección de editorial Diana sobre la nota roja. En estos libros uno puede enterarse de cómo un señor se comió a una señora o de la manera como descerebraron a Trostki. Bien, un día en el baño leyendo uno de esos libros escrito por Víctor Ronquillo me encontré con la siguiente frase: “Cuando al lugar de los hechos llegaron los refuerzos que esperaba la policía que informó por radio de lo sucedido, las bolsas, como El dinosaurio de Tito Monterroso, seguían ahí.” Lo siguiente que hice fue pararme y buscar en el librero los libros de Monterroso, sufrí un preinfarto en el momento que me di cuenta que mi impecable orden alfabético ha sido desmoronado por la señora que sacude. Finalmente encontré el texto que buscaba Obras completas (y otros cuentos) y lo abrí en la página 75. En la parte superior se leía El dinosaurio y todo lo demás, incluida la hoja siguiente estaba en blanco. En la página 77 pude leer la célebre frase: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”, Escrita por Tito Monterroso y de la cuál he escuchado cientos de referencias, entre ellas la de que es el cuento más pequeño del mundo. Acto seguido, tomé otro libro: Viaje al centro de la fábula y me enteré de la siguiente pregunta hecha por Jorge Rufinelli al propio Monterroso: “A tus ejemplos de no reiteración yo añadiría uno de tus cuentos más famosos, “El dinosaurio”. Nunca lo reiteraste, no intentaste otros de igual extensión mínima. Un autor diferente hubiera tratado de escribir cuentos de una sola línea como explotando el filón...”.
Bien, este es el momento de hacer una serie de dolorosas confesiones: la primera es que no tengo la menor idea a que se refiere la frase monterrosiana, la segunda es que menos entiendo porque es un cuento, la tercera es que no veo el filón que señala Rufinelli por ningún lado y la cuarta es que sospecho que estoy cometiendo un pecado, pero ni modo.
¿A qué se debe que no comprenda algo que aparentemente es muy exitoso? Citaré algunas probabilidades: a) Soy medio güey; b) No he leído algo que todo mundo leyó; c) estoy amargado. Podría alguien pensar que falta otra explicación relacionada con el éxito de Tito que me emponzoña las vísceras, se equivocaría; Monterroso fue un gran amigo de mi padre y lo recuerdo lleno de nostalgia y cariño. Alguna vez nos tomamos un café y él me dio consejos muy sensatos, además es uno de mis escritores favoritos. Sin embargo, el hecho es que sigo sin comprender el cuento de El dinosaurio, por lo que sospecho que continuaré pensando que soy un badulaque o, utilizando un modelo autoexculpatorio, que los demás tampoco entienden pero hacen como que sí para no lucir como luzco hoy.
Para Tito un saludo y la esperanza de que algún día, detrás de otra taza de café, devele el misterio que ya me empieza a tener podrido.