martes, 26 de enero de 2010

En tiempos del celular (Milenio 2007)

Me entero –con ciero azoro- que el 11 de julio del año 2002, el noble Congreso Norteamericano aprobó una resolución por medio de la cual declaraba como inventor del teléfono a un señor que se llamaba Antonio Meucci en lugar de don Alejandro Graham Bell que aparentemente tuvo a bien chingárselo de muy mala manera. El asunto seguramente promovido por los herederos que quieren un lugar en la historia, me parece tan trascendente e interesante como la alineación que utilizará el deportivo Bucamaranga en su próximo cotejo. Lo realmente sustancioso consiste en analizar el efecto que tal prodigio tecnológico ha generado en la sociedad y que, me parece, es profundamente perverso.
En principio un teléfono era una madre en la que uno daba vuelta a una manivela para pedir con un concepto vago llamado “operadora”, una anciana que enchufaba y desenchufaba cables conectando a las ocho personas del pueblo que tenían un aparato telefónico. La masificación del producto generó varios efectos; el primero fue la aparición de un disco para marcar que tenía la propiedad de absorber la huella digital, el segundo y más conspicuo fue el de la creación masiva de agendas ya que los números telefónicos aumentaron sus dígitos dejando sin memora Ram a los ciudadanos que, de esta manera empezaron a olvidar lo verdaderamente importante como, por ejemplo, si Andorra la vieja es una capital europea o una señora octogenaria.
En tiempos relativamente recientes hizo su aparición gloriosa el teléfono celular llamado así por razones que a usted y a mí nos valen madre. Por supuesto como todo adelanto moderno estuvo vedado a los pelagatos durante años, por lo que la gente que poseía uno, tenía que apellidarse Von Fustenberg o de perdida Madariaga. El tiempo, que todo lo ajusta, permitió que los desposeídos se hicieran también de un aparato por lo que hoy en día la gente que es conocida de uno o que quiere serlo, saca su aparato y dice “¿me das tu celular?”. Si la respuesta es “no tengo” se recibirá una mirada cargada de conmiseración aderezada por el siguiente comentario: “¿y eso?” o “no mames”.
Entre las mayores ofensas de la vida moderna se sitúa muy señaladamente que uno no atienda el teléfono portátil. Lo anterior invariablemente genera suspicacias. A nadie se le ocurre que si no hay respuesta, la hipótesis más simple es que a uno no le da la gana entablar una conversación celular para luego sufrir un tumor cerebral. Las explicaciones en cambio son varias que procederé a enumerar; siempre que uno no responde, la primera suposición tiene que ver con los malos pasos; “te llamé al celular y no respondiste, ¿con quién estabas?”. Nótese que la pregunta no es “¿dónde estabas?” y supongo que ello se debe a la certidumbre total de que uno se halla en el establecimiento mercantil conocido como “Palo Alto” en la salida a la carretera a Toluca. Ello genera el prodigio de ponernos en una situación desventajosa teniendo que dar explicaciones a nuestros semejantes.
Una segunda alternativa parte de la muy mexicana y paranoica tradición de que “ya pasó algo”. Entre las opciones posibles se encuentran la de que uno fue asaltado por una turba, se sufrió un atropello, en este caso por el tren ligero o el coche desbarrancó en La Pera, opciones, si bien posibles, pero que no guardan un registro causal con el simple hecho de apagar un pinche teléfono.
La última opción es la más perversa y es utilizada por los mandos superiores para ejercer su poder omnipresente. Está uno muy tranquilo comiéndose una sopa de cabellitos de elote cuando entra la llamada anunciando asuntos como el siguiente: “¿Guillén? Mañana tendremos una jornada de reforestación a partir de las cuatro a la mañana en el cerro de los Capulines” o bien “El licenciado necesita los reportes antes de las once de la noche en su casa, hágase cargo por favor”. Ese y no otro es el momento en que uno maldice la memoria del jefe, del licenciado y de la chingada madre de todos los inventores que en su afán por hacer un mundo más llevadero, nos han convertido en una suerte de gps ambulante en el que no hay cabida para una mínima privacidad. Es por ello que lanzo este manifiesto contra tecnológico y procedo a dejarme la barba, emigrar al cerro del Chiquihuite y buscar una cabaña que me dé la soledad requerida. Cualquier semejanza con el Unabomber, es una mera coincidencia.