lunes, 8 de febrero de 2010

Juguetes (El Financiero 2001)

Estaba yo el otro domingo en estado cataléptico como a las siete de la mañana cuando de pronto un ruido espantoso –que podría ser el del helicóptero de radio red estrellándose en mi tinaco- me despertó y del sustazo bajé tres kilos. El incidente se provocó debido a que mis hijos fueron los felices receptores de un juego que consiste en cuatro hipopótamos jijos de la tiznada, cuya misión es comer unas pelotitas de plástico a la mayor velocidad posible. Observé atentamente a mis criaturas y me di cuenta que el niño frijol estaba en un trance que podría considerarse epiléptico o el de una persona que ha sido medicada con antidepresivos por 18 años. Desde luego no tuve el valor de suspender el juego, ni de exiliarme en Siberia o en la hermana república del Congo (que eran las opciones), simplemente me quedé pensando en las vueltas que da la vida y la trastocación en las formas modernas que han adoptado los infantes para divertirse.
Evidentemente, este no puede ser un manifiesto a favor de Doña Blanca (la vieja que estaba cubierta de oro y plata) o de la víbora de la mar, ya que me parece que los niños que nos divertíamos con tales invenciones éramos poco menos que idiotas perdidos. Tampoco puede ser un panfleto a favor de que regresen a la calle para jugar coladeritas, ya que en esos casos el riesgo es que un pesero los arrastre o un grupo de malditos los secuestren. Sin embargo, percibo cierta tendencia a la fabricación de juguetes que no pueden más que producir oligofrenia temprana y paso a relatar algunos ejemplos.
Hay una cosa que se llama nintendo (los entendidos deberán disculparme pero esto es nuevo para mí) en la que un señor de bigote y vestido de cartero que se llama Mario, se dedica a correr por todos lados como un poseído tratando de ganar unas estrellas que son como el ging sen ya que le dan vigor. Para comandar los pasos del señor uno empuña una barra que termina toda sudada ya que se producen verdaderos escalofríos cuando el cartero se va a caer al precipicio o lo va a perjudicar el jefe de los ladrillos. Hay uno que es el rey bomba y la definición es literal, ya que efectivamente, es una bala de cañón con bigotes y corona que cuando se enoja avienta al enano por un despeñadero. Debo decir que en ese momento se me olvidó la hipoteca de la casa, mis deberes familiares y una llamada que tenía que hacer a mi hermana para un asunto urgente. Se trataba de que el rey bomba no nos perjudicara. Cuando terminé tenía baba en las comisuras y las articulaciones colgando del esfuerzo, cosa que me dejó profundamente preocupado.
Mi siguiente experiencia con los juguetes oligofrénicos la presencié en una fiesta infantil, de ésas que se hacen en un salón de juegos con mamás y papás que van con el mismo entusiasmo con el que iban los herejes a la hoguera y en la cual uno de los regalos al niño festejado, consistió en una pista que tiene la saludable intención de que los coches que la atraviesa se hagan pedazos a través de un choque cataclísmico. Se trata de producir chatarra a altas velocidades para luego reparar los carros y hacerlos chocar de nuevo de peor manera. Hace unos días me preguntaba yo que “quién nos enseñaba esos modos viales” y el regalo de marras me dio muchas claves ya que fui el testigo de honor de un grupo de niños con los ojos inyectados celebrando la catástrofe.
Y digo yo: ¿será que me he convertido en un viejo lamentable que no hace más que añorar tiempos pasados? ¿será que no tengo en mi estructura los genes de la vida moderna y estoy condenado a la extinción? Es probable, pero de cualquier manera estoy buscando en mis baúles un yo-yo, un trompo y un balero para ver si logro seducir a mis infantes con el fin de que entiendan que la modernidad (ese paradigma notable) no es necesariamente todo lo buena que parece.