lunes, 28 de diciembre de 2009

El nintendazo (El Financiero 2005)

En mis tiempos, los niños teníamos diversas formas de divertimento que resultaban simplemente elementales; salíamos a la calle y pintábamos con gis porterías para jugar futbol. Los riesgos de atropellamiento eran pocos, aunque había un niño Beto que era muy bruto y que se desgració el fémur por su falta de pericia para esquivar un opel olímpico. El mayor peligro, en realidad, lo representaba un perro llamado Tufi que era un verdadero asesino y se ubicaba a la altura de la media cancha lo que generó una estrategia deportiva de jugar a balonazos que luego fue copiada por el equipo inglés. También había yo-yos, y trompos, canicas y un juego de burro notable por los versitos que había que recitar mientras uno sacaba encíma de sus congéneres (“cuatro, jamón te saco”). En las tardes hacíamos hoyos en la tierra y tirábamos una pelota llena de lodo para luego sacarla de alguno de los agujeros y tirársela al idiota que no corriera. Como se verá nuestras diversiones tienen el sabor de lo que se ha ido y pueden ser catalogadas como ligeramente imbéciles, pero, que diablos, eran nuestras diversiones.
Dos cambios revolucionaron estas escenas urbanas de niños medio pazguatos; el primero fue la transformación de la ciudad y de su gente. Actualmente jugar en la calle es tan seguro como irse de turista a Irak, los conductores son animales en jauría y abundan los secuestros por lo que la imagen de infantes divirtiéndose en las vialiades es simplemente premoderna. La segunda revolución fue tecnológica y mucho más dramática; cuando yo era niño, mi juguete más sofisticado era un globo que se elevaba por medio de una como secadora de pelo, la única gracia era poner el globo arriba del aire para verlo subir, lo cual, por supuesto era idiota ya que hubiese bastado soplar. Mi hermana Diana era, por otro lado, la feliz poseedora de una madre llamada “horno mágico” en la que se cocinaban pasteles utilizando la sorprendente energía de un foco de 40 watts. Siempre he sospechado que nuestro gato falleció porque nadie se tomó la molestia de advertirle que los productos fabricados por Diana eran carcinógenos.
Luego llegó la tecnología y todo se fue al carajo. Entiendo que en Nueva York se abrió la primera tienda que rinde tributo a Mario, un personaje de nintendo. Aparentemente fue un evento masivo donde generaciones de oligofrénicos se dieron una misteriosa cita. El misterio radica en un análisis elemental del homenajeado, es decir, de Mario. Por principio habría que explicar que el personaje es enano y se viste como Pepe el Toro, esto es, con overoles azules y sin ningún sentido de la moda, además utiliza guantes blancos, lo que es una incompatibilidad en sí misma. Porta una cachucha de motociclista de tránsito, nomás que de los cincuenta y un bigote que debe ser muestrario de fideo. Este señor con esa apariencia se echa a correr en la pantalla como alma que lleva el diablo mientras sortea los obstáculos más diversos creados por alguien que debe ser multimillonario.
A mí lo anterior me parece idiota pero, ante las ventas del nintendazo, me parece clara la enorme soledad de mi argumento. He visto infantes (entre ellos mi hijo, el niño Frijol) entrar en catatonia en el preciso momento que toman el control del aparato. Su hipnosis es total y pierden de inmediato contacto pleno con el mundo exterior. De hecho si uno logra distraerlos un minuto se obtiene una mirada asesina ya que por nuestra culpan se les desmadró el enano.
Si usted, querido lector, pone atención se dará cuenta de que en cualquier reunión de adultos embriagándose, los niños llegan equipados no con pelotas y balones, sino con discos de todos calibres para pasas la siguiente centuria atizándole al jueguito. El problema es que ya nada es suficiente; recientemente salió al mercado una versión independiente que no requiere conexión eléctrica y es además portátil. De esta manera, con gran lucidez, se ha logrado el aislamiento total de la criatura.
Cualquier esfuerzo por contener esta avalancha es simplemente estéril; es obvio que un libro –que no tiene foquitos y tampoco habla- no posee la capacidad de seducción necesaria y es una competencia muy rezagada. Ello explica la mirada de conmiseración de un niño cuando se le sugiere que lo mejor sería leer un poco. Ni hablar