jueves, 14 de abril de 2011

De editores (El Financiero, 1998)

"Nada es más sencillo que publicar un libro" me dijo una vez el queridísimo Tito Monterroso mientras yo comía unos huevos motuleños en el Sanborn's de San Angel. Recuerdo que asentí cortesmente pero por dentro me quedé pensando que la perspectiva de un escritor reconocido no es desde luego la misma que la de un pelagatos.
Y el pelagatos era yo.
El primer paso en la publicación de un libro es probablemente el más fácil; el aspirante a escritor se sienta frente a su computadora (si es tonto dirá que él sólo puede escribir con pluma negra) y se enfrentará a la hoja en blanco (si es tonto dirá que la sensación le produce angustia). Acto seguido empleará ocho meses de su tiempo en producir su primera obra. Este es un momento peligroso ya que todos los familiares y amigos del literato tendrán que soplarse la lectura de veinte cuartillas por sesión, asunto que determina la desacreditación social del autor el cuál se convierte en una especie de apestado al que la gente le huye como se le huye al tifo.
El siguiente paso consiste en tomar el texto y llevarlo a una editorial para ver si les interesa publicarlo. Este es un proceso canijo ya que si uno no es el Balzac mexicano o cuate del editor o autor de consejos de superación para pendejos la cosa va a estar en chino.
También existen accidentes a los que yo llamaría coyunturales. Una vez, por ejemplo, me dirigí a la editorial Joaquín Mortíz a dejar un texto, la editora, una joven muy simpática recibió mi libro mientras me veía con una mirada muy rara. Salí francamente mosqueado y me fui a ver en el espejo del baño. Traía un mocazo en el bigote; "este moco" pensé "arruinará mi carrera literaria".
La oficina de un editor siempre es amplia y confortable, su atuendo nos revela que es dueño de grandes responsabilidades y de ninguna manera un burócrata-lee-libros. El procedimiento a seguir es invariable: el editor agradece al escritor que haya elegido esa casa editorial, ofrece un café y promete una respuesta pronta. Al salir de la oficina el escritor se siente William Faulkner y se va a celebrar.
Y empieza el calvario.
Por algún misterio que tiene que ver con el don de la ubicuidad, el editor -una persona que siempre estaba en su oficina en las horas en que la gente normal está en la oficina- no aparece por ningún lado. O no regresa de comer o fue a presentar un libro o está en la Martinica o no le da la gana contestar el teléfono. Esta última explicación la infiere el escritor después de cuatro meses y cuando ya le da vergüenza estar enchinchando a la secretaria del editor.
El siguiente paso lo anticiparía un idiota; la respuesta del editor, cuando alguien pueda localizarlo, debería ser: "tu propuesta es interesante pero por el momento no tenemos presupuesto, quizá después". Pues bien, aunque parezca increíble, el editor (quizá porque es gente sádica o su mamá le pegaba de chiquito o simplemente le da vergüenza decir que no) anuncia que el texto se publicará (nomás que no dicen cuando). El escritor se vuelve a sentir William Faulkner y se va a celebrar por segunda vez.
Y pasan los años.
Desde el momento en que Tito Monterroso me dijo lo que me dijo y el día de hoy han pasado más de tres años. La única evidencia de que el par de libros que escribí serán publicados (como ofrecieron sus editores hace tres años) se encuentra en la Catedral Metropolitana en la forma de una veladora que le puse al Santo Niño Tarcisio... A ver si pega.
Solo quedan dos explicaciones o Tito Monterroso estaba equivocado o soy un bodrio. Por pura autoestima prefiero pensar en la primera opción. Sin embargo no todo es tan malo; el jueves firmé un contrato editorial y la editora prometió que por lo menos contestará el teléfono cuando la llame... Qué ya es decir.