lunes, 27 de febrero de 2012

Se solicita Generación (El Dominical 1994)

La última vez que tuve una experiencia mística la cosa terminó de manera siniestra, la magnitud del desastre puede representarse cuantitativamente por medio de números naturales...
Cuatro puntadas en la cabeza.
Todo empezó con un sueño: iba yo en el Titanic tocando el trombón para una nube de oligarcas que bailaban en el salón principal. El director de la orquesta era (y este es un profundo misterio psicoanalítico) Fidel Velázquez, que agitaba su batuta con sorprendente energía. De pronto, salía de atrás de una cortina mi maestro de matemáticas, un viejito de apellido Rivera que era un cerdo. Venía gritando (la cita es literal) "¡el círculo de centro O y radio r es el conjunto de todos los puntos P del plano cuya distancia a O es menor o igual que r!". Apenas lo tuve en rango de alcance, le aticé un trombonazo en la cabeza. La siguiente escena fue espantosa; la cabeza de Rivera cayó a mis pies echando baba, (como cuando Sigourney Weaver le arrea un cañazo al androide de Alien) me miró fijamente y dijo: "cuídate del hielo". En ese momento un iceberg le hizo un boquete de noventa metros al costado del barco y nos hundimos todos, incluido don Fidel, entre gritos espantosos. Desperté sudando.
A la mañana siguiente fui a la escuela. Mi primera clase era de redacción, la impartía un hombre ejemplarmente feo que gustaba de leernos fragmentos de las "obras capitales de nuestra literatura" (así decía). Inició su charla con una referencia a García Márquez, que en aquella época era conocido nomás en su casa. "Es un monstruo", decía el feo, "fíjense bien" y empezó a leer: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a ver el hielo". ¡El hielo! Era la segunda señal. Salí de la prepa aterrorizado y me refugié en casa de Nacho Quijano, un amigo de la infancia que vivía cerca. Invertí exactamente media hora en contarle mi sueño y lo que había pasado en clase de redacción. El invirtió exactamente treinta segundos en pitorrearse de mí y cinco más en proponerme que mejor nos fuéramos al futbol, "ni modo que te mate un granizo" agregó muerto de risa.
El partido estaba peor que peor. Jugaban el Atlante y el León en el Estadio Azteca, iban cero a cero. Exactamente en el minuto ochenta, cuando las cuatro cervezas ingeridas me habían permitido relajarme y ya estaba gritando peladeces, recibí la tercera señal en forma de un hielazo proveniente de la porra atlantista. El proyectil me abrió la cabeza, produjo las consiguientes puntadas y determinó que no pudiera pronunciar durante un mes palabras con más de tres vocales.
Cosas del destino.
En éste momento me enfrento a una nueva experiencia mística que inició con un artículo de Antonio Tenorio Muñoz Cota publicado en Etcétera hace dos semanas. Tenorio esbozaba una caracterización generacional de los que nacieron en la década de los sesenta, leí su colaboración en un viaje de metro y me quedé tan campante. Sin embargo, las acechanzas de las fuerzas paranormales se manifestaron nuevamente el 8 de mayo cuando abrí la Jornada Semanal y me encontré con una entrevista de Frederic-Yves Jeannet a Jorge Esquinca. La charla inicia de la siguiente manera: "... Jorge Esquinca una de las escrituras poéticas más arriesgadas y candentes producidas en México por la fértil (mucha atención) generación nacida en los años cincuenta". Luego Jeannet proponía ejemplos paradigmáticos de ésta generación [(Vicente Quirarte (1954), Alberto Blanco (1951), José María Espinaza (1957)] y de la generación anterior [Francisco Hernández (1946), David Huerta (1949) y Efraín Bartolomé (1950)]. Varias dudas me asaltaron de inmediato (la de qué diablos es una escritura candente llegó después). La primera tiene que ver con los límites generacionales; ¿Quién se acerca más a quién? ¿Espinaza a Blanco? ¿Blanco a Bartolomé? ¿Bartolomé a Muchilanga? No lo sé.
Era la segunda llamada.
Finalmente todo explotó el 13 de mayo, leía la columna de Hugo García Michel en El Financiero cuyo título me sobrecogió: "De-generaciones". El texto se refería a las diferencias generacionales en cuanto a la apreciación del rock. Avancé en la lectura y encontré el párrafo maldito que decía lo siguiente: "Alguien escribió recientemente (no estoy seguro si fue Fedro Carlos Guillén) que se dio cuenta de lo viejo que ya estaba, cuando descubrió que no se sabía las canciones de moda". Cosa del demonio.
Entre sudores fríos esperé pacientemente a que me cayera un piano en la cabeza pero nada. Con el recuerdo del hielazo como estímulo, me di a la tarea de investigar cualquier referencia generacional. Sólo dos me vinieron a la cabeza: la generación del 27, con Alberti, Cernuda, Aleixandre, García Lorca y Jorge... Guillén (¡Ahhhg!) y la fotografía de mi generación universitaria. En el primer caso, he apartado de mi vida los números dos y siete, con desiguales resultados. También he decidido salir de cualquier reunión en la que algún badulaque inicie a declamar: "Antonio Torres Heredia/ hijo y nieto de Camborios". En cuanto a la foto, debo confesar que ha sido una fuente de depresiones profundas. Si mi generación universitaria está llamada a guiar los destinos nacionales estamos fritos y refritos.
Las evidencias indican que debo encontrar pronto a mi generación, pero en la búsqueda se desprenden varios problemas: si consideramos que nací en octubre del 59, ¿pertenezco, en consecuencia, al grupo de Quirarte, Villoro y anexas? si es así debo arribar a la inevitable conclusión de que soy un pelagatos. Prefiero pensar que soy un adelantado de la generación de los sesenta y que, por razones que no vienen a cuento, aún no he dado pruebas de mi brillantez. Esta aproximación, si bien falsa, no desgasta mi autoestima, que en estos tiempos de señales misteriosas cuidaré como a la niña de mis ojos.

domingo, 19 de febrero de 2012

Cuatro caudillos (no sé dónde publiqué esto)

Conmemorar es un acto enormemente humano ¿cómo entender si no, nuestra proclividad a poner un perímetro de globos en el parque hundido y darle un pastelazo al niño Juanito? Supongo que la respuesta se basa en nuestro afán por la certeza; saber hace cuanto tiempo nacimos y festejar con exactitud milimétrica es producto de una herencia positivista en la que lo que se puede medir o pesar es superior a cualquier cosa con tufos a vaguedad.
Evidentemente cada año que pasa se podría festejar el paso de mil años porque a nuestro padre el tiempo le importan un verdadero pito las efemérides, sin embargo, aquí estamos: de cara al nuevo milenio preparando fiestecitas y fiestesotas y tratando de entender cuándo carajos termina esta centuria. Como se sabe el problema se originó en el siglo VI cuando un monje llamado Dionisio (un chaparrito de mote “el Exiguo”) preparó una cronología para el papa Juan I sustituyendo el 25 de diciembre del año 753 desde la fundación de Roma, por el año uno que coincidía con el octavo día desde el nacimiento de Cristo, es decir, el 1 de enero de 754. A Dionisio se le olvidó que en nuestros sistemas de medida existe el cero y que, en consecuencia cuando Jesús cumplió un año de edad estábamos a punto de entrar al año 2. El desmadre y el caos asociados no los imaginó Dionisio, pero no importa; las oportunidades para hacer recuentos siempre son bienvenidas y con toda franqueza, a pesar de que el siglo termina el último día del 2000 celebrarlo este año que termina tiene una connotación más cachondona.
¿Cuáles fueron los eventos cimeros en el desarrollo científico de este milenio que agoniza? La pregunta, si se abordara con rigor, daría para un ensayo de dos mil cuartillas que yo no escribiré por la misma razón que usted no lo leería, así que propongo concentrarnos en las cuestiones destacables o destacadas (la gravitación, la evolución, el psicoanálisis, la relatividad), siguiendo un principio Krauziano de acuerdo al cual la historia puede ser comprendida estudiando a sus caudillos y aceptando de inicio que este criterio es dudoso pero es el único que tengo y bajo el cual seguramente habrá omisiones que mientras usted no sea el susceptible tataranieto de alguien famoso no tienen la menor importancia.
En 1855 el historiador francés Jules Michelet empleó por primera vez un término cargado de significados: “renacimiento” con el fin de describir un “descubrimiento del mundo y del hombre”. El término rápidamente fue aceptado y ahora se usa sin ton ni son y de acuerdo a la sabiduría convencional significa el paso de la humanidad de una etapa donde era más bruta a otra donde lo vio todo claro. Esta reducción de la realidad es, por cierto, muy matizable; la Edad Media en realidad fue un precedente fundamental que sentó las bases de las conquistas renacentistas. La tradición monástica del copiado de viejos manuscritos en los scriptoria, permitió preservar los trabajos de Virgilio, Séneca y Cicerón. Aristóteles se convirtió en una especie de padre de la ciencia moderna ya que sus trabajos, plagados de ideas incorrectas, permitieron una fuente de contrastación para los nuevos descubrimientos. En el medioevo se desarrollaron también escuelas de medicina y la primera universidad fue fundada en Bologna en el siglo XIV. Los escritos de la escuela árabe fueron preservados y traducidos. En realidad el cambio sustancial entre estos dos procesos históricos (el medioevo y el renacimiento) está mediado por un cambio paradigmático de visión; la religión como un asunto público y rector de las líneas del desarrollo del conocimiento se vuelve privada y opcional y el vacío ideológico que se produce es ocupado por la racionalidad científica que a partir de ese momento inicia un desarrollo vertiginoso cuyas consecuencias vivimos hoy. En la modernidad renacentista subyace un concepto: el progreso y se asume entonces que la ciencia será la responsable de llevarnos a un mundo de mayor bienestar colectivo.
El universo es concebido entonces como una máquina mecánica y no es gratuito en consecuencia que las ciencias exactas se desarrollen pioneramente. Los trabajos en astronomía de Copérnico, Brache y Kepler sientan las bases para la comprensión de la dinámica esencial de los procesos estelares. Galileo desarrolla todo un cuerpo teórico sin precedentes e inclusive propone una serie de pasos que, para bien o para mal, consolidan los cimientos de una metodología científica que en su versión más burda se vuelve una especie de recetario metodológico que puede servir para generar nuevos descubrimientos o para cocinar un pescado empapelado. La imprenta –inventada en el siglo XVI- contribuye a globalizar y difundir las nuevas ideas, la geografía se desarrolla gracias a los esfuerzos colonizadores de los europeos occidentales que, además de descuartizar indígenas, hicieron aportaciones cartográficas de importancia innegable.
Sin duda el papá de los pollitos en esa época fue sir Issac Newton (1642-1727) un hombre acomplejado, envidioso y soberbio que a nadie le gustaría para invitado a cenar pero que sobre la base de su genio inventó el cálculo (de manera independiente a los trabajos de Leibniz con quien se dio hasta con la cubeta por la prioridad de la teoría), fundó la óptica moderna y derivó leyes que explicaban la gravitación universal en su texto Philosophiae Naturalis Principia Mathematica publicado en 1687, en el cuál explicaba que todos los cuerpos ejercen y sufren una fuerza de tracción a la que llamó gravedad. La publicación le ganó fama y prestigio además de una acusación de plagio por parte de Robert Hooke quien argumentó que las ideas centrales eran de él, incidente que contribuyó a que Newton reforzara su carácter de autista social hasta su muerte saboreando las mieles de la gloria.
Otro padre fundacional de la ciencia en el milenio fue también inglés y nació en Shrewsbury, su nombre fue Charles Darwin (1809-1882) y creció en el seno de una familia oligarca comandada por un médico con la personalidad de Fernando Soler en Cuando los hijos se van. El abuelo de Darwin –Erasmo- era una especie de viejo loco, por cierto fundador de una sociedad de nombre: Los lunáticos que propuso algunas ideas para entender la evolución de las especies, concepto que en esa época era ligeramente inescrutable. El joven Charles no fue un estudiante destacado y dejó –para la úlcera paterna- la escuela de medicina para hacerse cura. Sin embargo, su afición por la naturaleza lo llevó a treparse en 1821, en calidad de naturalista, al HMS Beagle un barquito que daría la vuelta al mundo. En el Beagle además de marearse Darwin realizó durante los casi cinco años que duró el viaje observaciones que le permitieron echar a andar la maquinaria cerebral y concebir una teoría sólida como una roca acerca de la transformación de las especies en el tiempo. Darwin también era un tipo peculiar y cauteloso, así que decidió postergar la difusión de sus ideas hasta un momento oportuno, que llegó en la forma de una carta enviada por Alfred R. Wallace y que recibió en 1858. La carta –palabras más, palabras menos- decía que Wallace había pensado en una teoría para explicar la evolución de las especies. La flema victoriana de sir Charles se fue al carajo: las ideas eran las suyas propias, así que después de un truculento proceso, se decidió a publicar el 24 de noviembre de 1859 el libro que funda la biología moderna: El origen de las especies que se agotó el mismo día y abrió el camino de la eternidad para Darwin. Sin duda su trabajo permitió el desarrollo de una disciplina que se encontraba en pañales ajena a un cuerpo teórico que le diera sentido conceptual por lo que no cabe duda que los hallazgos de Darwin pueden considerarse sin lugar a dudas revolucionarios.
Nuestro tercer revolucionario es Sigmund Freud (1856-1939) otro genio que parecía predestinado a ser un verdadero inútil ya que a los 25 años no tenía definida aún su vocación y se quedó en la escuela de medicina 3 años más de lo debido. Segismundo pasó tres años de práctica médica, estudió tratamientos hipnóticos en Francia con Charcot y en 1886 se estableció en Viena para iniciar su práctica profesional. Es perfectamente sabido que Freud utilizó esta experiencia para desarrollar su teoría psicoanalítica basada en la exploración del subconsciente y la interpretación de los sueños que adquirió identidad internacional con la fundación en 1910 de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Freud, un hombre que no dejaba patinar sola a su novia Martha, emigró en 1938 a Inglaterra donde murió al año siguiente. Sus trabajos permitieron una aproximación diferente y eficaz para entender la personalidad humana y le han dado chamba a señores profesionales que lo miran a uno fijamente a los ojos para preguntarle cosas inconfesables acerca de su señora madre, es decir, la de uno.
El último caudillo también parecía (que novedad) destinado a no dar golpe en la vida. En efecto Albert Einstein (1879-1955) habló hasta los tres años, fue calificado como idiota perdido por sus maestros en la escuela inicial. Para 1902 Einstein consiguió chamba en la oficina de patentes de Berna en donde seguramente revisó inventos como descarapeladores de papa y otras minucias. El tiempo libre que le dejaba su trabajo lo ocupó en algo muy simple: pensar. Para 1905 publicó tres trabajos con olor a piedra fundacional en la física de este siglo acerca del movimiento de las partículas, la naturaleza de la luz, en la que planteaba que ésta bajo ciertas circunstancias se podría considerar como partículas. Su tercer artículo introducía la teoría especial de la relatividad que ha proporcionado una lista de ejemplos notables para popularizarla en los que siempre hay un observador y un señor caminando en un tren y que sin embargo, son incomprensibles. Lo notable es que a pesar de que cualquiera de estos tres trabajos bastaría para ganar fama internacional, Einstein siguió trabajando con descarapeladores de papas hasta 1907, año en que ingresó a la Universidad de Zurich.
En 1921 ganó el premio Nóbel y su imagen –la de un viejito fachoso y encantador- se volvió una especie de ícono que competía con cantantes y actores. Eintsein capitalizó esta fama para difundir sus ideas políticas sobre el sionismo e inclusive rechazó la primera presidencia de Israel.
No tengo duda que estos cuatro caudillos modificaron la visión del ser humano acerca del mundo que lo rodea, nuestra tentación sería hacerles una estatua y pensar que la ciencia no es más que la acumulación de chispazos geniales de hombres que tienen un cerebro así de grande. No es así pero insisto: nos gustan las historias épicas. Nuestros cuatro fantásticos, fueron envidiosos o timoratos, celososos y acomplejados, lo cual no debería extrañar a nadie; al fin y al cabo fueron humanos.
Evidentemente el siglo XX ha estado permeado por descubrimientos que nos dan una sensación de vértigo espiritual. Si insistimos en destacar lo destacable habría que decir que en 1942 Enrico Fermi logró la primera reacción nuclear en cadena, cuyas implicaciones fueron descubiertas tres años más tarde por el mundo entero. En 1953 Watson y Crick (una especie de Batman y Robin científicos) dilucidaron la estructura del Acido Desoxiribonucleico lo que permitió entrar de lleno al territorio de la biología molecular y de la ciencia ficción a través de los recientes avances en el campo de la clonación. La ecología se convirtió en un saber público debido a la crisis ambiental que nos agobia y Stephen Hawking publicó sus trabajos acerca de los hoyos negros
Ha sido también un siglo tecnológico en el que los niños de ocho años no saben lo que es un tocadiscos y se asombran de que alguna vez uno se tuviera que levantar de la fodonguencia para cambiar el canal de la tele o empuñan un celular sin quedarse con la boca abierta.
Es pues este un milenio en el que los que no estamos a las puertas de la muerte podremos disfrutar el raro privilegio de vivir el reventón asociado a nuestros ánimos de jubileo, de hacer recuentos trascendentes e intrascendentes, de meternos en monasterios ante el advenimiento de una catástrofes o de entrar de lleno en un mundo cargado de confusiones milenaristas y de gente ensabanada que se rapa la cabeza... que así sea.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Las entrevistas

Por definición una entrevista implica dos elementos indispensables: un entrevistado y un entrevistador. De este par de personajes es condición asumir que el primero tiene algo interesante que decir y que el segundo es lo suficientemente listo para lograr que ése interés sea evidente. Desgraciadamente tan elemental regla tiene la misma vigencia que la democracia sindical y las más de las veces los resultados son atroces. Esto se debe a diversas condiciones que los protagonistas de una entrevista mantienen y que me interesaría discutir a continuación:
Condición 1: Cuando el que entrevista es íntimo del entrevistado. Pregunta (hombre barbón de saco de pana): “Tú y yo discutimos los detalles de la visión literaria contemporánea ¿te acuerdas?” Respuesta (otro hombre barbón de saco de pana): “Hombre, como no, estábamos en la gran plaza de Bruselas y nevaba. Recuerdo que habíamos perdido los boletos de avión y en ese momento nos dirigíamos a escuchar al gran Salvetrge, el notable filósofo”. Huelga decir que una entrevista así es de hueva y que el mejor medio para transmitir este tipo de intimidades es justamente una sesión íntima de transparencias donde se vea la gran plaza, al gran Salvetrge y la jaula de los changos del zoológico de Bruselas.
Condición 2. Cuando el entrevistador hace preguntas babosas. Pregunta (estudiante de periodismo con catorce neuronas pero que está muy buena): ¿Es difícil escribir? Respuesta (Gloria Nacional que se quiere tirar a la estudiante de periodismo) “Escribir es una comunión con los sentidos”. Dios mío.
Condición 3. Cuando el entrevistado contesta idioteces. Pregunta: “¿La fama no ha alterado su vida?” Respuesta: Insertar aquí una foto de Thalía con la boca abierta, un ramo de fruta en la cabeza y bailando el Tico-Tico.
Condición 4. Cuando el entrevistador pregunta babosadas y el entrevistado responde idioteces. En este caso agregar a la condición anterior una foto de Raúl Velasco muerto de risa mientras lo corretea la India María. Aunque también cabe la de Pati Chapoy o la de Shanik quien sabe qué.
Condición 5. Cuando lo que pregunta el entrevistador y lo que contesta el entrevistado no le interesa ni a Dios padre. Pregunta (conductor de programa de televisión de horario matutino): ¿Y cómo se practica la maxiloplastía dental? Respuesta (médico viejito con una calavera en la mano): Mire usted, es muy sencillo; primero hacemos una incisión en la encía procurando que la infección se canalice”(aquí aparece en pantalla una boca abierta de la que sale sangre y un líquido café).
Condición 6. Cuando el entevistado es político. Pregunta (joven ganoso con cámara y libretita): “¿Quiere usted ser gobernador?” Respuesta (señor gordo, de patillas de taquero y traje a la medida): “Evidentemente el honor de gobernar a (aquí entran los guerrerenses, los vecaruzanos, etc.) entraña grandes responsabilidades y representaría una enorme distinción para cualquiera. Sin embargo, no es momento de aventurerismos ni campañas protagónicas, sino de trabajar por México”.
Condición 7. Cuando el entrevistador tiene hueva. Pregunta (hombre de lentes, crudo que quiere salir del paso). “Platíquenos de usted”. Lo que sigue puede ser peor que la carga de caballería ligera y será más grave en función del grado de badulaquencia del entrevistado que nos puede contar desde su rutina diaria para sentarse a escribir, hasta que de niño fue violado por una banda de neonazis.
En fin, entrevistas seguirá habiendo. Los entrevistadores continuarán afanados por hacer preguntas brillantes y los entrevistados con la enorme obsesión de parecer más inteligentes que la mamá de los pollitos. Es por ello que sugiero que se estandaricen los cuestionarios y la primera pregunta sea invariablemente: “¿quién se comió la caca del caba...?”

miércoles, 1 de febrero de 2012

Los Hombres quer dispersó la danza (El Financiero 1990)

Hace poco fue menester que, por razones que no vienen a cuento, reviviera yo los inolvidables momentos de los bailables escolares. Mi sorpresa no fue que recordara lo aprendido, sino que en las escuelas del siglo XXI se siga practicando una costumbre que no puede ser sino execrable.
En la escuela bailábamos porque pasaba la mosca ¿10 de mayo? a bailar ¿15 de septiembre? unos pasitos, y de esa manera registrábamos todas las efemérides del calendario escolar ensayando algo que en aquel momento se veía muy chistoso, pero que ahora descubro era una gran mamadencia.
La maestra de baile era una señora que se sentía Sonia Amelio, para pasar sus cursos había de dos sopas: inscribirse en el bailable que tocara según la fecha, o describir de manera escrita la complejidades del jarabe tapatío. Los más huevones tomábamos la primera ruta, que era la del escarnio, y nos quedábamos después de clase a ensayo. Como la proporción de sexos se sesgaba invariablemente, a las tres compañeras más chaparras les pintaban patilla y bigotes y las ponían a bailar con los hombres. El ensayo se realizaba en la sala de música y era acompañado por una señora que movía el trasero cuando tocaba el piano y que jamás logró que lo que tocaba se pareciera a lo que se supone deberíamos bailar, por lo que fue despedida y cambiamos a discos que hacían tjzzzz al ser reproducidos.
El primer baile de mi vida fue uno que tenía una letra muy extraña: “salió tortuga del arenal, salió preñada de don Pascual”. Varias enseñanzas se desprendían de la letra; la primera, es que el autor desconocía el uso de los artículos ortográficos para escribir, la segunda, es que poseía ciertas dotes zoofílicas que hacían imaginarse a don Pascual haciendo quien sabe que marranadas con una caguama.
El ritmo era cadencioso y los varones salíamos ondeando unos pañuelitos y dando los mismos pasos que uno utiliza cuando se está orinando, el chiste del bailable era mover la cabeza primera hacia atrás y luego despegarla de los hombros como se supone hacen las tortugas... parecíamos pendejos. Los más aventajados pelaban los ojos, el niño Tololón (que pesaba ochenta kilos) al jalar la cabeza mostraba una papada que parecía falda de res, los más brutos simplemente caminábamos. El baile resultó un sonado fracaso y sin embargo, esto no determinó -como se podía haber esperado- el fin de Sonia Amelio; de ninguna manera, terca que era se le ocurrió poner el Huki Lau, una suerte de danza polinesia que ahora sospecho era una broma macabra.
A las niñas las vistieron como hay que vestirse en estos casos, es decir como Olga Breeskin, con unas faldas de tiras y un brasier de florecitas. Para los varones, en cambio, se escogió una indumentaria que la Convención de Ginebra prohibe en su artículo catorce: primero un traje de baño y sobre él un paliacate de florecitas anudado en la cintura. Luego nos pusieron unas coronas de huele de noche y en la oreja algo que no recuerdo si era un clavel o una margarita. Al finalizar nuestro aspecto era similar al de alguien que siente un gran desprecio por el qué dirán.
La trama era simple: éramos unos pescadores que buscábamos el sol y una casa en el horizonte. Para explicar algo tan elemental tuvimos que brincar unos encima de otros, mover las caderas como la princesa Lea y sepultar nuestro ya precario prestigio entre el resto de nuestros compañeros que nunca pasaron un mejor rato.
La experiencia fue tan traumática que tomé la dolorosa decisión de no volver a bailar, cosa que más o menos he cumplido. Es por ello que cuando en una fiesta tocan algo popular y se para la gente impulsada por el resorte de su experiencia estudiantil siento sudores fríos y me escondo debajo de una mesa. Porque no me negará, querido lector que ver bailar a alguien el tilingo lingo es una experiencia perfectamente prescindible en la vida de todo ser humano.
Sin embargo, ese no es el punto, sino que descubrí que en las escuelas todavía existen los bailables, por lo que desde esta humilde tribuna mando mi solidaridad para todos aquellos que en este instante traen un clavel entre los dientes y la mirada perdida.