miércoles, 28 de octubre de 2009

Las carreras (El Financiero 2008)

Ser veloz tiene sus ventajas aunque estas solo se manifiestan en circunstancias muy extremas, Me imagino a nuestros antepasados en formación de turba y pegando un carrerón para evitar que un tigre dientes de sable se los merendara. Supongo, también que si uno era pobre diablo y se dedicaba a traerle huachinango al rey Moctezuma, más le valía ser rápido ya que se corría el riesgo de que el emperador se nos muriera de septicemia. Sin embargo, dado que no vivimos en la selva y ya se inventó el tren es que me extraña mucho la idea de seguir corriendo por causas menos terrenales. Como se hace día con día en las escuelas, en las olimpiadas y en la mayoría de los eventos deportivos dominicales.
Cuenta la leyenda que la tradición de correr un maratón se inició cuando el soldado griego Filípides en el año 490 a.n.e corrió cuarenta kilómetros para anunciarle a sus compatriotas mujeres que se habían chingado a los persas, la leyenda también registra que no era el indicado para tal proeza pues cayó muerte después de decir “ganamos”. La razón para mandarlo en esta misión es que las damas de Grecia sabían de buena fuente que si los persas ganaban habían prometido violarlas y matar a sus hijos por lo que se les dijo que si no llegaban noticias ellas mismas matasen a sus criaturas. A partir de esa gesta se corre la prueba en los juegos olímpicos en un acto que me resulta profundamente incomprensible ya que no entiendo el motivo que tiene un ser humano para tales fatigas ni mucho menos la expectación que causa en las multitudes ver pasar a hombres flacos y extenuados que buscan llegar a la meta.
Las carreras de señores son solo una variante de esta idea ridiculona de ser el más veloz. Existen opciones diabólicas como la caminata (la única prueba que conozco en la que los deportistas no deben dar su máximo esfuerzo) que consiste en andar rápido provocando contorsiones que francamente no dan buen aspecto y en la que, por algún misterio, los mexicanos somos potencia aunque vivimos descalificados. Están también las carreras de coches, uno de los espectáculos más aburridos que registra la historia y en donde uno, si uno es espectador, será el orgulloso testigo de cómo pasan autos hechos la chingada mientras los de menos pericia se hacen moléculas en una curva mal tomada.
Un día fui a las carreras de caballos en el hipódromo de las Américas, me senté y observé fascinado como salían en estampida los equinos montados por enanitos multicolores que le iban arreando fuetazos a las pobres bestias. Entendí que para que el asunto tuviera chiste había que apostar. Sin embargo el sistema era tan sencillo como un acelerador de partículas; había “trifectas” y “chicas”. Nunca me enteré de a quién o en contra de quien había yo invertido dinero, que perdí de manera miserable. Todo esto en medio de una nube de gente con un aspecto deprimente que vivía ahí y solo salía para irse a bañar.
Los seres humanos, que somos artesanos de la imbecilidad, hemos diseñado carreras de tortugas, de ratones y de meseros con charola. Estos últimos pegan una carrera llevando la sopa del día y un agua de jamaica, mientras que un grupo de señoritas casaderas corren en tacones para ganarse veinte mil dólares. Hace poco me enteré que se organizan carreras en rascacielos para ver quien es el primero que llega a la azotea en bicicleta. Dios mío.
Todo esto viene a cuento porque hace unos días un amigo muy querido se me quedó viendo y dijo: “¿cuánto a que llego primero que tú?”, mientras señalaba la puerta de un lugar al que ambos íbamos a entrar. Es menester forzoso que aclare que mi amistad no tiene doce años, sino cuarenta y cinco, que no posee ninguna forma de retardo y tampoco se encontraba bajo los efectos de bebida embriagante alguna. Me le quedé viendo como se mira una esfinge y le dije escuetamente “eres un imbécil”. Sin embargo, el asunto me dejó reflexionando ante esta idea que tenemos de llegar primero a cualquier sitio, sin entender nunca que es el trayecto lo que cuenta y no, como piensan los seguidores de Ana Gabriela Guevara, la velocidad ni el destino.