viernes, 30 de abril de 2010

Mc Donalds (El Financiero 2002)

Hace un par de años mi familia en pleno se mudó a la ciudad de Chicago con el fin de que mi legítima cumpliera una estancia en la universidad de Illinois, un servidor se tuvo que quedar en el país chilango porque la prestigiada universidad no se interesaría en mis servicios ni para acomodar coches, por lo que fue menester hacer visitas periódicas en las que yo pasaba tres o cuatro días perdiéndome en las calles de esa bella ciudad. Recuerdo que uno de mis lugares favoritos se llamaba “Lalo´s”, un restaurante mexicano en el que me comía catorce tacos al pastor que pasaba por la traquea gracias al medio litro de margarita que ahí servían. También recuerdo que el lugar era frecuentado por una clientela variopinta compuesta por gringos gordos, negros de tres metros y nosotros, la raza de bronce.
Nunca lo que se dice nunca se presentó una turba de gringos frente al restaurante para cerrarlo porque atentaba contra sus valores patrios, jamás escuché a nadie quejarse de que este próspero lugar floreciera como la verdolaga en pleno corazón de una ciudad extranjera ¿por qué? No tengo ni idea pero si algunas pistas (entre las que se cuenta la imbecilidad) que propongo comentar con usted a la luz del rechazo a Mc Donalds en la capital oaxaqueña, asunto que ha sido presentado como una victoria de quién sabe qué causas.
Lo primero que debo advertir es que yo a Mc Donald´s no entro ni aunque me paguen ya que la comida que ahí sirven me parece escalofriante, por lo que este artículo no constituye una defensa a favor de mis gustos alimentarios, sino más bien un decidido ataque contra el nacionalismo que todo lo corrompe y que presupone que una torta de tamal es infinitamente superior a un mac trío. ¿De parte de quién? -pregunto yo- ¿cualquier grupo se envuelve en la bandera y decide por los demás? ¿bajo qué criterio debemos restringir la entrada de restaurantes al país? ¿por qué un café de chinos es una opción y no una pizzería gringa? ¿si se tratara de una pulquería el asunto sería legítimo?
Bajo los principios anteriores al rato vendrá un decretazo firmado por los intelectuales de siempre que prohíba las cachuchas de béisbol porque “van en contra de nuestras costumbres” y nos obligue a salir con traje de charro o vestidos de tehuana a la calle con la consigna de matar gachupines. El problema es que este es un mundo diverso y existen gentes a las que no les da la gana sufrir este tipo de imposiciones sobre todo cuando los argumentos son del calibre de los que utilizó Jorge Legorreta en un texto leído para la ocasión y que cito a continuación con lágrimas en los ojos: Otro aspecto es aprovechar su notable influencia cultural (de Mc Donald´s) en nuestra población infantil. Solicitemos a los estrategas de Mc Donald´s u otro consorcio (es seguro que vendrán más), con todo respeto para nuestra historia, que sus promociones de héroes galácticos y juguetes de la globalidad de Disney, Ronalds y otros personajes, sean acompañados de nuestros propios héroes y valores nacionales. En cada cajita feliz, también la historia y los personajes de nuestra vida nacional, pinturas y demás valores culturales y artísticos de nuestra nación. ¡Señores: estamos en México! ¡y también en la inopia de las ideas! agrega editorialmente un servidor ante una propuesta para la que no se me ocurren calificativos (imaginar en este momento al cura Hidalgo en la cajita feliz al lado de Pluto o a la Corregidora en la mantelería de Burger King). La idea también presupone que la música ambiental se base en el huapango de Moncayo no por gusto sino a huevo y que los huevitos kinder contengan una réplica a escala de las pirámides de Teotihuacan.
Así nomás no se puede pero si vamos a seguir el signo de los tiempos propongo en este preciso instante comandar una esforzada legión de expedicionarios para recuperar la Alta California y darle a los gringos su merecido en pleno corazón de los terruños del mismísimo Ronald Mc Donald que como ya se vio ha sido declarada persona non grata en este nuestro mexicano país.

jueves, 29 de abril de 2010

El placer de fumar (El Financiero 2003)

Para el cuñado Parra por los logros literarios
Hace unos días mi cuñado (un galardonado escritor) tuvo la oportunidad (“tuvo la oportunidad” es una mamarrachada pero le da elegancia al texto) de viajar al estado de California. Este es el momento de aclarar que el esposo de mi hermana es un hombre que fuma 47 cigarros al día y que cuando chupa, duplica la cantidad. Como el encuentro al que asistió era de gente afecta a las letras (que por definición es dipsómana) se llevó una dotación de veinte cajas, mismas que no pudo abrir al enterarse del trato que se les da a los fumadores en Estados Unidos, que es equivalente al que le daba don Pánfilo de Narváez a los indígenas.
Resulta que las leyes locales no permiten fumar en ningún espacio cerrado lo que determina que a la gente que avanza gozosamente hacia un estado etílico se le baje la peda con el frío de la madrugada ya que tiene que salir a fumar a la calle en lugares diseñados para tal fin y que recuerdan vagamente a los campos de concentración. En ésos espacios uno encuentra a la escoria social mientras los no fumadores que pasan observan la escena con repugnancia.
Desde luego uno podría concluir que si de hipocresía se trata, nos encontramos ante el primer premio, ya que un país que no permite el cigarro de esa manera, pero puede invadir a quién le dé la gana o educa a sus infantes para que a la primera materia reprobada se le arranquen a escopetazos a los docentes, tendría que revisar su decálogo de valores. Pero en realidad lo que más llama atención es el papel de leprosos en el que nos han adscrito a los fumadores en esta sociedad.
La gente que fuma no lo hace con gozo sino retorciéndose de culpa. Cada que uno saca un cigarro se imagina a los niños con enfisema, al dueño de la casa mentándonos la madre o al cardiólogo viéndonos con cara de ya valió. Es por ello que se han ideado una serie de artilugios para quitarse del vicio que, como está demostrado, no sirven para nada pero le proporcionan bálsamo espiritual a ésa lacra moderna llamada fumadores.
La primer alternativa terapéutica son las boquillas en las que se engarza el cigarro y que desgraciadamente no pertenecen al mundo moderno, sino a las películas de Cruela de Vil. Cuando un fumador saca su boquilla el resto de los circunstantes se le queda viendo con cara de qué mamón y no hay remedio, a menos que uno sea Conde, cosa altamente improbable en estos tiempos de plebeyez.
Otra opción es mandarse perforar las orejas con agujas; ésta técnica siempre produce sobresaltos ya que el interefecto llega a una reunión cargado de espadadrápos y uno lo primero que piensa es que sufrió un ataque de abejas africanas. A las tres cubas el agujereado se quita las curitas y se pone a fumar con cierta obsesividad, mientras echa un discurso acerca de lo fallido de las terapias orientales.
La tercera opción son unos parches color carne que parece que suministran nicotina al usuario. Me han contado que en el momento de retirarlos queda una especie de costra con pegamento que no sale ni con estropajo y que le da a uno mal aspecto a la hora de la intimidad. Además mi reportero informa que los adminículos producen ardor y una sensación como de preinfarto.
La última opción es la de los chicles de nicotina y tampoco es la buena ya que huelen a máscara de cartón del 16 de septiembre.
Por todo lo anterior es que parece que los que somos el último reducto deberíamos enfrentar con mayor dignidad nuestro problema y recurrir a argumentos más convincentes. Por ejemplo, empezamos primero a fumar que el resto a no hacerlo. Otra alternativa es firmar un armisticio en el que nuestras cartas negociadoras sean todo aquello que no nos parece. Así por ejemplo yo estoy dispuesto a dejar de fumar si la dueña de la casa mete en cajas su colección de cucharitas que tiene colgadas en la pared o la gente bonita deja de hablar como habla (por ejemplo llamando “niña” a una señora de cuarenta años).
Lo dicho: las cartas de negociación están en la mesa y me quedo esperando propuestas…

miércoles, 28 de abril de 2010

Quince años tenía Martina (Milenio 2009)

Los primeros quince años a los que asistí en mi vida fueron lo más cercano que he visto a una prefiguración del infierno; se trataba de festejar a la niña XXX que “se convertía en mujer”. Para los preparativos fue necesario realizar lo que los clásicos llaman “ensayos” en los que la madre de la festejada (una mujer que se sentía coreógrafa) tomaba un palo de escoba para marcar el compás y ponía a la gente a dar unos pasitos. El resultado era simplemente lamentable ya que lamentable es que un grupo de jóvenes con vello en las partes prudentes se pusieran a bailar con la mirada perdida algo equivalente a “Los cuentos de los bosques de Viena”, que no era precisamente un estreno.
El día indicado nos llevaron a un salón en el que la quinceañera apareció triunfal bajando por una escalera que venía de la nada y en medio de nubes de hielo seco. Su aspecto era impresionante; la habían peinado con unos caireles que recordaban vagamente a la pequeña Lulú, el maquillaje la hacía lucir como la Tigresa y el vestido era una madre indescriptible que pesaba ocho kilos. Salimos los chambelanes, la rodeamos y empezamos a dar pasitos, para vergüenza de la humanidad y de nuestros padres que nos metieron en ese trance.
Los quince años en México se festejan a través de un rito que es tan misterioso como muchas de nuestras costumbres (¿no es misterioso comerse a un puerco integralmente, como se hace en este país?). Lo primero es decidir si se quiere fiesta o viaje, cualquier quinceañera con dos dedos de frente optaría por la segunda alternativa y sin embargo, no; se decide que lo que se quiere es un ágape y entonces inician las complicaciones. Lo primero es decidir la lista de invitados, que suelen ser una turba lo que plantea el segundo problema; el de la elección del sitio. Normalmente se contrata un galerón que es decorado con ramos de flores siguiendo el mexicanísimo principio del granel. Luego viene la misa en la que el señor cura nos infunde el temor a Dios y de la importancia de llevar una vida libre de pecados. Luego viene la fiesta en la que normalmente ocurren varias cosas; la primera depende de la calidad intelectual de los convocantes y puede ser, como fue mi triste caso, una evolución coreográfica en la que los amigos sudan la gota gorda cargando a la infanta que puede pesar ochenta kilos. El padre normalmente ya jaladón, ensaya un discursito en el que cae vencido por el peso de la emoción o de los demasiados wisquis y luego se proyecta un video que da cuenta de la evolución física de la niña Lucero, que ahora es una mujer.
El rito anterior –barroco, costoso y ligeramente ridículo- afortunadamente se encuentra en riesgo de extinción. Leo con mucha atención la nota de Alejandro Moreno en Milenio en la que informa que la venta de vestidos de quince años bajó en un 60% a pesar de que: “Vendemos a un tercio del precio de las tiendas departamentales y, aun así, no hemos podido reactivar nuestra economía”, de acuerdo a las palabras de un señor que se llama José Luis Santiago que es el representante de los comerciantes del giro (en este momento me imagino las tarjetas de presentación del señor Santiago que dicen a la letra: “José Luis Santiago, líder de los comerciantes de vestidos de quince años” y me quedo pensando en la enorme capacidad nacional para representar a la gente). También me entero que un vestido barato vale entre dos mil quinientos y tres mil pesos, lo que me deja pensando en las prioridades de la vida.
El estoconazo final, me lo proporciona una querida amiga a la que le pregunté acerca de lo que iba a hacer el siguiente sábado y me contestó con enorme naturalidad: “es la presentación de los tres años del niño fulanito de tal”. Entonces me enteré que este rito novedoso gana fuerza y adeptos y decidí que no entiendo un carajo ¿Presentación de tres años? No mamen, dice dentro de mí eso que se llama el sentido común del cual como es evidente, carezco congénitamente.

El rey del refrito

Me preguntan algunos lectores la razón por la que las entradas del blog son únicamente artículos, cuentos o ensayos previamente publicados. La duda es legítima y me deja poca escapatoria para reconocer mi pereza. Trataré de vez en vez, de enmendar esta debilidad, aunque sigo pensando que el ocio, ese concepto vilipendiado, es una de las bellas artes y si no, lean a Bertrand Russell
Un abrazo
Fedro

martes, 27 de abril de 2010

Gol (El Financiero 2004)

En diciembre de 1863 se reunieron un grupo de señores a los que imagino borrachos en una taberna llamada Freemasons en la ciudad de Cambridge ¿el objetivo? Fijar reglas para el incipiente juego de futbol ya que aparentemente los partidos devenían en carnicerías debido a que estaba permitido dejarle la tibia expuesta al oponente de un patadón. Como se sabe, los ingleses tenían un alma colonial y se dedicaron a expanderse como la verdolaga por el mundo sembrando sus costumbres que en muchos casos eran anómalas (porque anómalo es tomar un brebaje asqueroso a las cinco de la tarde en Birmania, o ser testigo del prodigio de un señor de piel de ébano, vestirse como se vestía el señor Lacoste y pegarle a una pelota con su palo de cricket en Nueva Delhi). De esa manera el futbol se extendió urbi et orbe y es ahora, de lejos, el deporte más popular del planeta.
Vamos a ver, el futbol es un juego que consiste, de manera elemental en poner a once señores por lado, vestidos como se visten los niños y en una cancha de pasto en la que cabría la séptima flota. Pronto se advertirá que existen dos casetas con redes llamadas “porterías” custodiadas por un señor que se viste diferente y da machincuepas para tomar el balón con las manos. Se necesitaría ser idiota perdido para no advertir que el propósito consiste en que un equipo lleve la pelota y la introduzca en la caseta o portería contraria. Se advierte además a un señor que no es de aquí ni de allá, que corre a lo puro buey ya que no se le permite tocar la bola y que cada que lo considera da un silbatazo que detiene el juego. Do señores vestidos como él y portando unas banderitas ridículas también corren a lo güey pero sin meterse al campo.
Por supuesto si yo fuera marciano y alguien me describiera el deporte anterior no me aficionaría ni amarrado porque suena completamente estúpido, sin embargo, paradoja de paradojas, no solo soy aficionado, sino que comparto esa pasión con algunos cientos de millones de personas ¿por qué? Lo ignoro.
Supongo que lo primero es la afición y a ella se llega por un padre noble que compra una pelota e invierte miles de horas útiles en hacer que su retoño la patee para que sepa de qué va la cosa. Evidentemente lo anterior es una hueva porque los niños son normalmente incompetentes en esa materia, por lo que se toma la decisión de inscribirlos en una liga en la que los pobres corren en formación de turba detrás del balón, igual que lo hacen los beodos detrás de una bella en las despedidas de solteros.
Como es sabido hay padres que son sicópatas en potencia que se ponen como el demonio y azuzan a sus hijos como se azuza a un doberman. Gritan, patalean con los ojos inyectados y son directamente responsables de que el niño Juanito les vuele la cabeza de un machetazo cuando arriba a la mayoría de edad.
En este país, ser niño y ser incompetente para el futbol (fue mi triste caso) lo convierte a uno en una especie de leproso sin remedio. Recuerdo la terrible humillación que entrañaba ser elegido al último (en mi caso penúltimo porque había un niño más bruto que yo que se llamaba Beto).
Con la madurez se definen los equipos favoritos y entonces por medio de otro misterio conductual, uno es capaz de apostar al perro a favor del combinado de los amores. He visto a señores adultos que hasta ese momento consideraba inteligentes enfrascarse en una discusión que por poco termina en los golpes bajo el argumento de que las Chivas son o no son el mejor equipo del mundo. Un servidor ha decidió tomarse el asunto sin tanta pasión y seguramente motivado por el desempeño de mi equipo (una mierda irredenta). Es por ello que esta colaboración es para saludar el triunfo de los pumas que son los nuevos campeones. Digo lo anterior aclarando que no eran mis favoritos, que considero a Hugo Sánchez un tipo con la misma lucidez que mi pisapapeles pero que diablos, ha ganado y el triunfo es el néctar de los dioses en este nueva forma de culto en los albores del milenio.

lunes, 26 de abril de 2010

Corrupción (El Financiero 2004)

El primer acto de corrupción que cometí en mi vida, consistió en sentarme en una silla enfrente de un examen, mientras que en el regazo mantenía abierto un libro con láminas de artrópodos (unos animales igualitos a Alien, nomás que no comían gente) cuyos nombres científicos ignoraba y que eran materia del cuestionario que yo enfrentaba. Era yo tan pendejo que no solo no copié un solo nombre, sino tampoco me percaté de que el maestro (un hombre igualito a Tsekub Baloyan) estaba parado detrás de mí lo que me generó uno de los papelazos más logrados de mi vida. La segunda (y última) corruptela salió todavía peor, ya que obtuve una cartilla militar más chueca que mis malos pensamientos que me permitió viajar por el mundo hasta que me cacharon a los 30 años y un teniente de bigotito rompió mi hoja de liberación en las oficinas de la Secretaría de la Defensa. Entonces se me abrieron dos opciones; no salir del país durante diez años o marchar un año en el campo militar número uno. En un alarde escandaloso de imbecilidad me incliné por la última opción y quedé troquelado para cumplir actividad física alguna por el resto de mis días ya que corrí entre terregales días enteros de mi vida, armado con un mosquete de don Porfirio. Desde entonces he sido recto como una vara.
La corrupción parecería un mal endémico de los mexicanos. Se asume siempre que la honestidad es una forma atenuada de estupidez y que solo los idiotas se comportan con rectitud. Siempre me he imaginado qué pasaría en este país si un día las leyes se cumplieran al pie de la letra y mi decepcionante conclusión es que se colapsaría.
No conozco ningún ámbito de la vida nacional en el que no se cuelen diversas formas de deshonestidad. Desde la vieja (o el viejo) huevón que se estacionan en triple fila porque les da pereza caminar para dejar a sus niños en la escuela, pasando por abarroteros que venden kilos de 900 gramos o editores que ofertan un premio a señores escritores previamente seleccionados, todos absolutamente todos son víctimas de este síndrome que ha generado el prodigio de que nos parezca muy normal que estas cosas pasen.
El otro día me quedé muy sorprendido viendo un partido de futbol en el que un señor que llevaba la pelota la alargó más allá de su propio alcance y al sentir la proximidad de un rival se tiró al piso sin que mediara contacto alguno. El árbitro no marcó nada (lo cual era correcto), la repetición dio cuenta cabal de que aquello era una farsa y sin embargo el farsante fingió un golpe inexistente, salió en camilla y cuando regresó tuvo la caradura de reclamar por la falta. En ese momento el comentarista dijo algo como que “le estaba poniendo experiencia y malicia” en lugar de mandar mentarle la madre por tramposo y estafador.
Tengo una conocencia al que califico como “cleptómano” su costumbre es robarse libros de grandes tiendas, por lo que usa un gabán temible en el que guarda el producto de sus robos. Es tan hábil que se podría volar una enciclopedia si le diera la gana. Un día en una reunión lo reconvení y me miró con ternura. Me explicó que era un acto de justicia social por “lo caros que eran los libros”. Lo sorpresivo no fue el argumento, sino que la mayoría de los asistentes lo secundó por lo que me quedé con la sensación de que era un huérfano y además un pinche metiche así que me callé la boca.
Así nomás no hay manera; los niños que estamos formando seguramente sufrirán severos brotes de esquizofrenia, porque uno se la vive jodiéndolos con la idea de que hay que ser honestos, mientras que las evidencias que perciben van exactamente en el sentido opuesto. Hace no mucho me percaté de que el niño Frijol después de haber sido conminado a lavarse las manos salió muy molesto. Regresó a los ocho segundos argumentando que ya lo había hecho y detecté entonces la primera mentira en su corta historia. Me quedé muy preocupado y decidí escribir este artículo como una forma de terapia familiar. Cosas de los padres.

viernes, 23 de abril de 2010

Los debates (El Financiero 2006)

El otro día vi el debate y me quedé con una sensación de que algo no andaba bien. Por principio de cuenta es anómalo que una señora que es locutora y tiene reputación, solo sirva para decir entre pestañeos: “tiene la palabra fulanito de tal”. Esta encomienda –con altísimo grado de dificultad- la podría hacer hasta yo con la ventaja de un menor costo. El siguiente problema se debe a lo que los entendidos llaman “la equidad”. Todo mundo sabe que de las cinco propuestas dos no le interesan ni al doctor Simi (por lo que la gente aprovecha para ir al baño en el momento que los dos candidatos patito se desgranan en iniciativas sesudas). Concederle la misma oportunidad a este par, simplemente le resta tiempo a los que le importan a la gente y ello no me parece la más lúcida de las ideas.
El formato ha sido diseñado por alguien que no tuvo el tiempo suficiente para entender que si un señor tiene que explicar en minuto y medio la política económica de un país, lo más probable es que ese país vaya a la bancarrota o que nadie entienda nada. Un verdadero debate supone un moderador lúcido y tres señores que no están de acuerdo y lo deben dirimir ante la Nación. Me imagino a uno de ellos diciendo “ocurre señor candidato que no me gusta el color de su corbata” y el aludido arreando de regreso. Con la modalidad que nos fue ofrecida parecería que nos encontramos con un grupo de escolares recitando aquella de “por qué me quité del vicio”. Otro punto interesante es que todo mundo aparentemente quiere mucho al resto de sus compañeros… que si la civilidad, que una campaña de propuestas. Sin embargo, apenas se despiden viene una madriza ejemplar que es la que presenciamos los mexicanos día con día.
Me explican los que saben que esto es normal; que en todos los países con cultura política, los candidatos se dan hasta con la cubeta y tienen equipos que hurgan en los pasados de sus adversarios con el fin de rostizarlos como se rostiza a un pollo. Los ejemplos pueden ser múltiples y variados; a) el señor candidato se clavó la lana de la cooperativa escolar, b) el señor candidato tiene en su casa un loro huasteco en peligro de extinción c) la tía del señor candidato es teibolera en el Waikiki d) el abuelito del señor candidato se orinó en unos arriates de avenida Reforma y lo que sigue es un largo y penoso etcétera.
Los mexicanos (una raza impresionable), ante estas evidencias, mudamos de opinión como las víboras de piel, lo que seguramente produce un profundo desconcierto en los señores encuestadores que nunca sabe qué hacer ante tanta indecisión. Es por ello que las campañas se han convertido en el arte de tirar más madrazos y tratar de esquivar los que vienen en camino. Mi propuesta para salir de este atolladero es que busquemos gente ejemplar, de esa que está en vías de canonización para las siguientes campañas y santo remedio.
Los saldos de un debate son variados, en primer lugar los cinco candidatos salen diciendo que ganaron lo que como se sabe solo es verdad en un caso. Luego se van a una pachanga donde sus fieles los vitorean y al día siguiente la población empieza a opinar. A mí el asunto de la opinadera ya me tiene ligeramente harto. Invariablemente en cuanta reunión social me aparezco basta que me siente con un wisqui en la mano, para que los comensales piensen que tengo un profundo interés en defender a mi candidato y denostar al de su preferencia. Al respecto he seguido un noble arte en el que me considero una autoridad mundial consistente en hacerme pendejo. Sin embargo, el hecho de que yo siga esa estrategia no es garantía ya que al rato empiezan los debates que me dejan entre fuego cruzado. La gente se enciende y si no hay alguien que haga imperar la prudencia el asunto puede terminar como el rosario de Amozoc.
Por lo anteriormente expuesto es que su servidor se declara en veda social hasta el día 3 de julio, a partir de ese momento acepto la invitación que tenga a bien hacerme, querido lector.

jueves, 22 de abril de 2010

Impuestos (El Financiero 2008)

Una de las formas defensivas de los mexicanos cuando se sienten acorralados consiste en replicar “yo pago mis impuestos”, declaración que no necesariamente es verdadera pero se esgrime como una suerte de inmunidad ganada a pulso. Lo anterior, por supuesto es una imbecilidad, es obvio que pagar impuestos se convierte en algo necesario para que a este país no se lo cargue el demonio más de lo que ya lo ha hecho. Sin embargo, el tema fiscal tiene derivaciones que me interesa compartir con usted, querido lector.
En primer lugar están los que no pagan por razones diversas. Lo más flagrantes son unos señores que se llaman ambulantes, viven en la vía pública, se clavan la luz, venden pirata y no pagan impuestos. Si usted es atento se dará cuenta de que en dos líneas se han acumulado cuatro delitos que bastarían para que si yo fuera el que los comete, me mandaran a la Isla del Diablo, desnudo y con chirimoyas por único alimento, pero en este caso simplemente no pasa nada. Los segundos delincuentes son los que evaden y para esta sencilla operación hay varias estrategias. Los vendedores de servicios, por ejemplo cuando uno pide una factura declaran bostezando que como no, que con mucho gusto nomás que el producto o servicio es 15% más caro, es decir nos transfieren sus impuestos como se transfiere la gripa y uno tiene que apechugar desconsolado. Otra derivación es la de deducir gastos inauditos bajo argumentos notables “este traje de seis mil pesos me lo compré porque es esencial para que haga mi chamba” se declara”. Y entonces uno que es menesteroso y vive con ropa de refugiado se queda pensando qué carajo deducir, mientras se llega a la conclusión que seis pares de calcetines por treinta pesos no impactarán nuestra salud fiscal.
Otro tema de los impuestos (impuestos) tiene que ver con la gente como usted y como yo que sí pagamos, entregamos facturas y tenemos gastos. Como ya he declarado profusamente mi vida es la misma que la de un campesino asiático pero mis gastos no lo son. La escuela de los niños María y Frijol cuesta lo que una vasectomía mal hecha, además de que las instituciones educativas privadas generan conceptos como “reinscripción”, “aportación voluntaria” o “fideicomiso” que hay que pagar a huevo. Se me argumentará que para eso están las escuelas públicas y en ese caso ya no argumentaré nada porque odio discutir con gente imbécil. Por supuesto ni las escuelas ni los camiones escolares ni nada es deducible de impuestos por lo que uno piensa en que se vive el peor de los mundos, que es el mundo de los aspirantes a algo.
Habría que discutir, también, lo que se paga y para qué se paga; me es inescrutable un impuesto como el predial ya que con muchos trabajos me hice de una casa por la que resulta ahora que debo pagar una cantidad simplemente estúpida debido a “ajustes fiscales”. El palo de cualquier manera está dado y entonces me entero que la ley de transparencia obligará a la presidencia a reportar el dinero que ha gastado en ajuarear al señor presidente y a su esposa con el dinero que usted y yo pagamos. Es decir que la corbata de la ceremonia de presentación de cartas credenciales del embajador de Fidji se ha adquirido con mi lana. Por supuesto que me opongo frontalmente a tal cosa, como me opongo a que los desayunos, los viajes del titular del INBA o todas las bellezas presupuestales se le carguen a la ciudadanía. Sin embargo, sé perfectamente que esta diatriba no tiene el menor destino, lo más probable es que me escriban los lectores diciendo “estoy de acuerdo” y me llegue un documento oficial en el que el licenciado fulanito de tal “agradece mi interés en el tema y me explica pacientemente que el predial es un impuesto local y no federal”. En fin, este pequeño exabrupto se origina porque mi contador acaba de hacerme el favor de informar que debo $17,000.00 de una cosa que se llama IETTU y que simplemente no entiendo ya que ni soy empresario, ni lo pienso ser jamás.
Así es la vida fiscal.

miércoles, 21 de abril de 2010

Juegos en la nieve (El Financiero 1998)

Dicen que en 1967 nevó en la ciudad de México; habré estado dormido porque francamente no me acuerdo. Supongo que los chilangos hicieron las misma idioteces que se recomiendan en estos casos, como sacar la tina de lavar ropa y aventarse por una pendiente, hacer muñecos y lanzarse bolas descerebrantes.
La primera vez que vi la nieve fue durante un viaje de juventud. Recuerdo que durante los primeros diez minutos fui igual de idiota: pegué brincos, inicié la construcción de un monigote e intenté descerebrar a mis congéneres por medio de bolas de quinientos gramos. Sin embargo, los siguientes tres meses fueron de mentar madres en medio de un frío de la tiznada que me provocó pérdida de la memoria.
En otras latitudes, existe gente que nace, crece se reproduce y muere viendo nevar. Supongo que en esas condiciones las opciones sociales son limitadas y que debido a ello podemos explicar que se pongan a hacer cosas muy extrañas del tipo de las que uno tiene oportunidad de presenciar en los Juegos Olímpicos de Invierno.
Lo primero que llama la atención es una vocación digamos estoica para salir a la calle (o a las pistas) cuando la temperatura es de diez bajo cero. Yo le pondría una medalla a quien se dejara, nomás por el gusto de verle la cara fruncida por el frío, pero estos superhombres (y supermujeres, que diablos) no tienen bastante y se lanzan por una rampota trepados en esquís y con riesgo de dejar a su señora madre en el camino. Otros se enfrentan a la furia de los elementos durante treinta kilómetros, llegan con los mocos congelados y un rifle de municiones en la espalda que hay que disparar de vez en vez.
Un deporte que llamó mi atención es el del (aquí entra la pausa de mi ignorancia) ¿bobslead? En el que el chiste es subirse a un cochecito que uno empuja en su etapa inicial y que baja, digámoslo castizamente, hecho la chingada. El señor que lo tripula va viendo al cielo, supongo que rezando una Magnífica. La nota en este caso la dio el equipo puertorriqueño (ser puertorriqueño y participar en los juegos de invierno es equivalente a ser la princesa Lea y vivir en un monasterio) porque en la bajada dejaron a un coequipero. Esta participación no nos debería de sorprender si consideramos que hay un equipo que representa a Jamaica y que seguramente entrena en una de las sucursales de La Michoacana, así como un compatriota que se llama (lo juro) Hubertus no-sé-que madres, que siempre nos representó y siempre llegó en último lugar.
Otra notabilidad de los juegos de invierno es la del hockey, en el que el chiste radica en que a uno no lo decapiten seis animales que juegan en el equipo contrario. Los porteros utilizan unas máscaras como las que se venden el 16 de septiembre, nomás que de plástico y las porterías son iguales a las de las coladeritas de la secundaria. En contraste está el patinaje artístico en el que las parejas realizan movimientos que bastarían para acabar en la octava delegación de policía si uno en lugar de estar en una pista de hielo estuviera en un volkswagen. Por algún misterio una vez que terminan su rutina los sientan en unas sillas preparadas ad hoc, les regalan unos crisantemos, los ponen a esperar sus calificaciones al lado de un señor o señora que no se sabe si es pariente o el entrenador, mientras son observados por seiscientos millones de personas. Luego aparecen los resultados que normalmente son incomprensibles y en los que invariablemente hay un juez que se nota que es llevado de la mala vida.
Los Juegos Olímpicos de Invierno han concluido. ¿Por qué despiertan tanto interés entre nosotros? Yo que soy un hijo de los climas tropicales ignoro la respuesta y desde esta humilde tribuna le anuncio a mi amigo Alfonso, que me ha invitado a ir de ascensión al Popocatepetl, que ahí estaré con mucho gusto... El mismo día que los gringos nos devuelvan la alta California.

martes, 20 de abril de 2010

Rutinas (El Financiero 1999)

No sé (ni me importa) quien dijo alguna vez que el hombre es un animal de costumbres pero tenía razón. Los que vivimos en este milenio que agoniza (nótese mi vena lírica que se acentúa día con día) estamos llenos de ritos, mañas y rutinas que son indescifrables en su funcionalidad pero que cumplimos como los diez mandamientos de la ley de Dios. ¿Por qué? No tengo la mínima idea, pero siempre me ha resultado fascinante el asunto y es por ello que lo pongo hoy a su consideración.
Un día –como demostró alguien que tampoco me importa- tiene veinticuatro horas y éstas son utilizadas de la siguiente manera:
Ocho de la mañana.- Uno se despierta con muy mala cara, los ojos hinchados, el pelo de escobeta y una especie de sustancia petrificada en las comisuras de los labios. Las estrategias para salir del reino de los sueños son varias; la más ortodoxa es el reloj despertador que haya que apagar hasta por cuatro veces. Si se tiene hijos pequeños, ellos cumplirán la función o (como es mi caso) el vecino que se dedica a la limpieza de muebles con máquinas que podrían despertar al señor de los cielos de su sueño eterno. Cuando uno más o menos ya calibra, se dirige al baño, mira su mala cara en el espejo y entonces viene un regaderazo que se supone es una fuente de vitalidad. Generalmente hay que ser un experto en tornillos micrométricos ya que si el agua no está a la temperatura correcta, un movimiento en falso de cualquier palanquita, puede determinar una quemadura de tercer grado en las partes nobles.
Nueve de la mañana.- Ya vestido y después de untarse productos que tienen como función que uno no huela a lo que huele, viene el desayuno. Se recomienda jugo y huevos o fruta ¿por qué? No lo sé ¿quién afirma que es mejor un jugo de naranja que un wisqui en las rocas? ¿O que es la hora adecuada para los huevos motuleños pero no para unos canelones? Costumbres.
Nueve y media.- Hay que salir al trabajo, que en esta ciudad implica un trayecto de una hora. Generalmente cuando el ciudadano arriba a su espacio laboral viene ya madreadón porque le metieron mano en el pesero o inhaló chicharrón prensado en una estación de Metro. El siguiente paso es sentarse y hacerse güey de la mejor manera posible (echando plática, leyendo el periódico, hablando a una hot line) hasta que den las tres que es la hora (otro misterio) en la que todo mundo come.
Tres de la tarde.- Para comer se recomienda un orden especial: sopa, guisado, postre café y un cigarro. Probablemente la combinación anterior sea cancerígena pero es la buena y entonces uno se mete al cuerpo todo lo anterior en media hora y regresa con la lengua de fuera al trabajo presa de una especie de sopor que determina una siestecita en el mejor de los casos o un desnucamiento al cabecear en el peor.
Seis de la tarde.- La oficina ha terminado, se regresa a casa y la costumbre recomienda sentarse en un sillón a ver la tele. Esta actividad es la primera que se cumple al llegar al hogar, pero también la última; entre miradas de mujer, muñecos de peluche y un comercial donde sale un señor gordo y semidesnudo se pasan las horas. Si los niños tienen tarea, la resuelven frente a la tele, lo que determina que sus metáforas estén llenas de alusiones a lo buenota que está la niñera o lo bien que baila Fey.
Nueve de la noche.- La cena, consistente en pan de dulce y chocolate, (misterio again) está servida; es el momento de sentarse en la mesa y callarse la boca o hablar mal del prójimo. El siguiente paso es dar las buenas noches, quitarse la ropa y aventarla en un cesto que huele a nabos y ponerse algún atuendo nocturno (que puede ser una playera en jirones y unas bermudas guangotas). Se programa el despertador, da uno las buenas noches y se duerme hasta el día siguiente mientras empieza s sufrir las metamorfósis que determinará el pelo de escobeta, los párpados hinchados y la sustancia petrificada en la comisura de los labios... Y así hasta morir

lunes, 19 de abril de 2010

De regreso al cine (El Financiero 1990)

Hay sucesos que a uno lo dejan conmovido, ya he relatado en esta página algunos de ellos, como el día que se metió un camión en el aula de la escuela secundaria o cuando el Porky dejó ver un gran testículo mientras agonizaba bailando la danza del venado. Sin embargo, hoy pretendo hablar de cine y en consecuencia, de cómo algunas de las películas que he visto han marcado mi vida. Veamos:
Sin duda el primer filme que me conmocionó fue Mary Poppins; en él una señora (Julie Andrews) bajaba del cielo por medio de un paraguas y se metía de nana de unos niños que nadie quería. El primero sobresalto me lo llevé cuando el perico –que estaba en el mango del paraguas- habló y regañó a Julie. Durante años prefería agarrar una pulmonía que tomar un paraguas. Inmediatamente después, la nana se llevaba a los niños y se encontraban a un señor con un saco parecido al que usan los árbitros de futbol americano o la gente que no tiene sentido de la moda (Dick van Dyke) y bailaban tap con unos pingüinos que eran caricaturas. No recuerdo ya el final, sin embargo la última escena en la que Mary se va volando me parece imborrable ya que deja a los niños que encandiló mientras se encamina al cielo. Durante muchos años ello me hizo desconfiar de los adultos.
La siguiente película en mi lista de conmociones era una de Drácula; no recuerdo quiénes eran los actores pero si tengo nítidamente claro que desde mi humilde opinión eran unos pendejazos que no entendían que un señor vestido de frac, con ojos de pacheco y colmillos de vampiro, tenía que ser un vampiro que se los quería chupar. Los protagonistas eran tan brutos, que en lugar de ir a las diez de la mañana al castillo, decidían entrar a las once de la noche. Luego, a la hora de caminar por los corredores en lugar de ir como formación de rugby se separaban y de pronto al dar la vuelta se encontraban al conde que de un mordisco los dejaba jodidos. El único que no moría era un joven bien parecido que tenía la notable característica de llevar una estaca en el momento justo. Al terminar la película el único comentario posible era: “como hay gente bruta”.
Otra película que llamó mi atención fue de arte: por algún misterio estético decidí ir a la cineteca nacional cuando todavía estaba en Churubusco y entré a ver una cinta checa que la vida no me dará para recordar el nombre. En ella sucedía lo siguiente: un señor (el protagonista) salía de su casa vestido como usted y como yo, la escena cambiaba y el mismo señor caminaba pero ahora con una capa de los tres mosqueteros. Al llegar a la esquina, se dirigía a un transeúnte y su voz era similar a la de una de las hermanas de Lorenzo Antonio. En ese avatar y usando el tono soprano, explicaba que él era una visión y entonces la escena cambiaba a una granja en la que e estaba cenando una familia: El papá tenía cara de chivo, la mamá de vaca y los hijos se repartían el resto de los animales de la granja. En el momento que salí del cine escuché a un tipo de barbita que decía “es maravilloso” y entonces sentí que era yo un badulaque sin sensibilidad artística.
La última película la vi en la tele y trataba de los extraterrestres. En ella llega una nave del tamaño de mis malos pensamientos y desbarata muchas ciudades. Lo que ellos no sabían es que teníamos científicos muy chinguetas que se podían subir a naves de guerra y meterle un virus a su computadora. Hay una escena en la que el presidente gringo se trepa a un avión (¡el presidente!) y con cara de melosvoyachingar dispara unos cohetes. Al final el mundo se salva gracias al científico y a un señor negro que duerme en calzones.
Por todo lo anteriormente expuesto es que yo no veo cine para niños, ni películas de vampiros. Mucho menos me dejo atrapar por el cine de arte húngaro y lo único que sé es, que el día que nos caigan los extraterrestres, voy a esperar que Clinton se trepe a una nave y salve mi vida. Ojalá

viernes, 16 de abril de 2010

La belleza interior (El Financiero 1998)

Somos un mundo de hipócritas; esta aseveración la puedo comprobar con un sinfín de testimonios en el que ocupa un destacadísimo lugar la vez que a un señor de nobles intenciones se le ocurrió hacerle un himno a mi abuelo. Las razones para hacer esto son desde luego dignas de agradecimiento y no vienen a cuento, lo importante es que en una reunión de señores respetables a la que la familia del difunto (es decir, la mía) fue requerida, uno que cantaba interpretó a capela la citada obra musical. El resultado lo recuerdo aún entre escalofríos y sin embargo, a la hora de la verdad, mi padre y todos sus descendientes dijimos cosas como que qué prodigio lírico, que la belleza de la interpretación era inconmensurable y otras mamadencias que hoy descubro me avergüenzan..
Lo mismo sucede con la gente fea; yo que soy un muy digno y destacado miembro de ése gremio, he aprendido en la escuela de la vida que a la gente le cuesta mucho trabajo decir la verdad de las cosas. No negará, querido lector que alguna vez se ha presentado en el hospital para felicitar a los nuevos padres y a la hora de conocer a la criatura le presentan a usted una cosa a la que se le ven las venas cerebrales, tiene pelos en las orejas y los ojos como hendiduras de alcancía. Lo único que queda en ese momento es mentir y decirle a los padres que en lugar del monstruo que uno tiene ante sus ojos, trajeron a este mundo a un angelito que está precioso. Por lo anterior es que todos nosotros (señaladamente las tarjetas de Sanborns) buscamos muletillas retóricas como la que dice que: “la belleza interior es la que cuenta”. Con todo respeto…pura madre.
En el mundo hay un tiquipuchal de gente horrible, de ahí la notabilidad de la belleza física. Sin embargo, supongo que cuando uno nace guapetón, se acostumbra a lo que los italianos llaman el dolce farniente. A los guapos siempre les va de inicio mejor que a los feos, es por ello que desarrollan un pobre conteo neuronal (al que proteste le diré que soy consciente de las excepciones pero son eso: excepciones) y terminan la vida mostrando sus pechos incomparables en los que se aprecia un lavadero o engalanando los archivos de sociales en lo que un grupo de viejas huevonas se reúnen para festejar la llegada de fulanito y sutanita que vienen de su veraneo en las Baleares.
Todo esto viene a cuento porque el otro día estaba revisando el periódico, de pronto me encontré con una mujer muy buena que, sin embargo tenía una joroba llena de plumas de las cuales salía una especie de penacho multicolor. De inmediato pensé en una deformidad congénita pero observando con mayor atención me di cuenta que era un traje típico y que era la señorita México que sorpresivamente había ganado el certamen del atuendo. Y digo sorpresivamente porque la madre que traía encima no me la pondría así me arrastraran.
Los concursos de belleza han llamado siempre mi atención ya que me parece ilustran un mundo de premodernidad que algún día superaremos; en ellos, las buenas entre las buenas se pasean por pasarelas igual que perros malteses, se enfundan en vestidos como el anteriormente descrito que les dan un aspecto como de Tezcatlipoca pero con senos y luego se andan paseando en traje de baño y con tacones (cosa que nadie en pleno uso de facultades hace) para que los jueces (un puñado de vividores) las aprecien a gusto. Normalmente las entrevistas son un delirio y en ellas nos enteramos que las bellas no quieren que haya guerras ni hambre en el mundo. Que admiran a la madre Teresa y que cuando ganen tratarán de poner en alto el nombre de la mujer mexicana. Por algún misterio hidráulico, la ganadora invariablemente echa a llorar mientras le ponen chueca la corona. Después da un paseíto con un cetro de aluminio y se dedica el siguiente año a darse la gran vida, hasta que llega otra que llora y le arrebata la corona.
¡Ah! La vida de los bellos.

jueves, 15 de abril de 2010

De fotografía (El Financiero 1999)

No crean que ignoro que en estas mismas páginas escribe un experto en fotografía. En realidad no quiero referirme hoy a esas imágenes en las que sale un señora buenísima con cara lánguida sentada en una ventana y con algo como un mofle que le brota del vientre, sino a las fotos (“instantáneas”, las llaman los mamones) que usted y yo nos tomamos con diversos fines.
Retratarse (a menos que uno sea a José Luis Cuevas cuya pasión por sí mismo da para una foto diaria) es un acto que emprendemos los mortales de cuando en cuando y que obedece en general a la necesidad. Si se trata, por ejemplo, de algún documento oficial, se pasa por un trance que de doloroso se convierte en una tragedia cuando vemos la foto que nos tomó el señor que a eso se dedica. En general a uno lo sientan en un banquito con una cortina detrás, el tipo pide que miremos fijamente a la cámara y que no cerremos los ojos. En el momento que concluye la frase nos agarra a traición y dispara. A los cinco minutos se recibe un enmicado que pueder traer cualquiera de las siguientes alternativas: a) la imagen de un asesino serial; b) la expresión de un hombre que acaba de ser atropellado por un minibus; c) un hombre con los párpados en la misma posición que los de alguien en trance hipnótico y la cara que Master y Johnson definen en su capítulo de orgasmo. Como ni modo de andar reclamando uno se lleva la identificación y la guarda en lo más profundo de su cartera hasta que alguien la descubre y pregunta: “¿por qué saliste con cara de pendejo?”.
Otra alternativa fotográfica es la de las imágenes que se utilizan para los diplomas universitarios; por algún misterio estético, el reglamento universitario demanda de la víctima que ésta aparezca en la foto con una cara que no es la suya: pelo para atrás, orejas libres, sin barba ni bigote y con corbata. El día que regresé de la fotografía en esas fachas, mi sobrina dio un grito histérico cuando me vio entrar a la casa pensando que era el señor del costal. Sólo hay una cosa más idiota que las fotos de título y es el idiota que cuelga el título en una pared y permite que el resto de nosotros nos demos cuenta cómo le ha pasado el tiempo encima.
La tercer opción es la de las fotos del Metro. La gente que toma esta alternativa por lo general se siente obligada a entrar en manada a la cabinita y hacer cosas extrañísimas como reírse sin razón, sacar la lengua o poner cara de huachinango. Otros utilizan este adelanto tecnológico como un recurso desesperado ante la necesidad, cuando se toma esta opción uno puede estar seguro que, además de cuatro fotografías, se obtendrá un diagnóstico médico ya que las imágenes pueden revelar un tumor en la oreja, pelos enterrados o calvicie que uno no conocía. En los casos anteriores es mejor tirar el producto a la basura e ir con un viejito oriental que tiene su estudio en la lateral del Periférico; uno llega, saluda se sienta y el viejito toma la foto, todo en un idioma recién descubierto por él. El único riesgo es que las fotos credencial invariablemente las corta tamaño mignon.
Una más es la de las fotos en las bodas; invariablemente hay un señor de patillas de taquero y pelo engominado que le pide a la gente que se junte y sonría, la gente lo hace e inmediatamente después se pone peda. A la una de la mañana llega el taquero con las fotos metidas en una cartulina que dice “boda de Arturo y Chachis”. En general las fotos tienen siempre algún problema: a la mujer de allá se le salió una chichi, el señor estaba besando a una que no era su esposa o a aquel de allá le cuelga une excrecencia de la barba. Sin embargo, dada la hora y el estado de los invitados, todo mundo compra la foto y al día siguiente ya crudos la tiran echa pedacitos por el excusado.
Es por todo lo anterior, querido lector, que le recomiendo se retrate sólo cuando la vida se lo exija y por favor: no meta la barriga.

miércoles, 14 de abril de 2010

Poemas (El Financiero 1998)

El primer poema (que también fue el último) escrito por un servidor iniciaba de la siguiente manera: “El granjero está contento y las vacas hacen muuu”. La influencia de este arrebato lírico se debía a la pluma de un puñado de nobles hombres que dedicaban su vida a escribir versitos para los libros de primaria. Por algún misterio zoológico todos los poemas se relacionaban con vacas, chivos y sapitos glo-glo-glo.
El día que presenté ante la comunidad escolar mi pieza poética causé diversos efectos que variaron en un espectro comprendido entre la estupefacción, el azoro y las sonrisas conmiserativas. Sin embargo, la crítica más justa la asestó un compañerito escolar de nombre Arturo Villegas (a) El Tololón, que en el momento que terminé se acercó y me dijo “está muy tarado”.
Me retiré.
La verdad y a riesgo de ser considerado un ignorante con sensibilidad de tamal, es que nunca he sentido la necesidad de correr a una librería y comprarme el poemario de nadie. Jamás percibí que supusiera una ventaja en el arte de la seducción instalarme al lado de una muchachona y empezar a recitar: “Me gustas cuando callas...”. En realidad una vez sentado en una café con una mujer que yo creí en perfecto uso de razón hasta ese momento, escuché diez minutos de su último poema y pasé un papelazo con el mesero porque ella además de leer subía la voz en los momentos culminantes mientras yo la veía como se mira a una plaga de langosta.
Mi más estrecha relación con la poseía ocurrió durante la infancia debido a que al sonar las tres de la mañana los amigos de mi padre (una bola de señores muy inteligentes, pero muy pedotes), iniciaban la declamación de poemas hasta que los vecinos llamaban a la policía mientras ladraban los perros de la madrugada.
Hablar de lo que uno no sabe (ejercicio que he cumplido puntualmente en esta columna a lo largo de casi seis años) entraña ciertos riesgos; el más conspicuo es que alguien se encabrone y mande cartas que dicen: “¡pero como es posible!”. Ni modo, hoy quiero hablar de mi propia tipología poética que se compone, según yo, de varias opciones.
En primer lugar están los poemas ortodoxos en los que si uno concluye la primera frase con la palabra “antediluviano”, deberá usar en la tercera frase la palabra “mano” y es cosa de seguirse. Otra característica es que se deben usar palabras cuyo significado desconozca el 75% de la población, se recomiendan: “ebúrnea, prístina y mastigofora” (como estarán las palabritas que el corrector ortográfico de mi computadora pensó que me había vuelto loco).
Otra categoría es la de los poemas que enseñan en la primaria y que luego a algún viejo pendejo le da por recitar en quince años, bodas o tertulias. Las principales características de estas piezas literarias consisten en que son casi siempre unos tragediones terribles (una tertulia de borrachos se acuerda de su madre, un niño imbécil llamado Paquito dejará de hace travesuras o un actor inglés ira a ver al doctor porque pasa por una depresión fatal). La segunda característica es que los que declaman mueven las manos y pelan los ojos... Es horrible.
La tercera opción es más moderna y se distingue por dos razones muy claras; la primera es que a veces el asunto se vuelve incomprensible y se dicen cosas como: “busco mi sombra, sol, luna ¿te has ido?” y entonces uno no sabe si lo que se fue es el sol, la luna o la inspiración del autor. La segunda propiedad de los poemas modernos es que se considera elegante escribirlos dejando espacios deliberados y entonces se puede leer: Cae la tarde
Caes tú.
En fin, no quiero que se piense que esta colaboración se encamina a estigmatizar a la poesía y a los poetas. De hecho siempre he creído que cada quien se dedica a lo que le da la gana y si a alguien le da por hacer versitos pues estupendo. Después de todo, yo mismo cada que tomo tres güisquis, me encasqueto una cachucha, pongo el ojo tuerto, subo a una mesa y me arranco: “con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela...”
Hasta que me quedo solo.

martes, 13 de abril de 2010

Tuiter y yo

Jóvenes...les comento que ando en twitter.com/fedroguillen x si le quieren caer
Abrazo

Memorias en un elevador (El Financiero 1998)

Estoy seguro que el primer hombre que se subió a un elevador en el siglo III d.C., era algún mandatario huevón al que sus fieles -que lo levantaban con la fuerza de sus lomos- le tienen que haber mentado la madre en silencio. Sin embargo, la verdadera mamá de los pollitos en este asunto de elevarse por las alturas fue Elisha Otis que en 1856 diseñó el primer elevador para pasajeros destinado a una tienda neoyorquina. Desde entonces el asunto ha dado muchas vueltas; baste saber que en el edificio Sears de Chicago los elevadores pueden alcanzar una velocidad olímpica de 549 metros por minuto, evento que debe producir una sensación notable en los testículos.
¿Por qué hablar de elevadores? Pues simplemente porque son interesantes. Existen muy complejas derivaciones en algo tan elemental como treparse a un artefacto que tiene como misión la de hacernos la vida más llevadera. La primera que se me ocurre es también la más evidente: el elevador es un agente preventivo de infartos. Durante un viaje a París hace algunos años Georgina y su servidor decidimos pagar nuestra deuda turística visitando la torre Eiffel. En los elevadores había una cola siniestra, así que decidimos subir por las escaleras... todavía hoy me arrepiento. Cuando llegamos al primer piso nuestro aspecto era el de dos personas moradas que han luchado contra algo superior a sus fuerzas. En ese instante, como un relámpago, quedó claro para mí que nunca me opondría al demonio devorador de la tecnología.
La segunda cosa interesante que pasa en los elevadores tiene que ver con las personas que se suben a ellos: Por algún misterio indescifrable nuestra conducta se desgobierna y entonces nos quedamos callados o hablamos a susurros, observamos con muchísima atención la progresión de los pisos, o le vemos los pelos de la nuca al gordo que está delante de nosotros. El hecho de que ya no existan elevadoristas con traje de coronel salvadoreño, ha determinado que la posición más cercana a los botones sea la más indeseable ya que a ése todo mundo le pide favores: “¿Si lo molesto al nueve?”. Por supuesto este hacinamiento antinatural produce situaciones siniestras, como la de que alguien estornude o (la más temible) que se trepe una vieja chota y exclame ¡pero que mal huele!.
Los elevadores son, por otro lado, instrumentos de paranoia. Existe gente que se sube pensando que ése será el último acto de su vida y va rezando una Magnífica. Recientemente en el hospital donde nació el heredero nos quedamos atorados en el elevador las siguientes personas: una niña caguengue; la mamá de la niña caguengue; una señora cuarentona de lentes de fondo de botella; un señor de bigotito y su servidor. Cabe aclarar que en el elevador no sólo cabíamos nosotros, sino el Necaxa si le hubiera dado la gana subirse, que había un interfón para comunicarse al exterior y que no conozco un caso documentado de muerte en elevador en los últimos veinte años. Sin embargo, la señora cuarentona pegó un grito que descerebró a la niña y nos dio un susto mortal a todos. El de bigotito trató de calmarla como -se sabe- lo hacen en las películas y estaba a punto de arrearle el primer madrazo cuando el elevador restableció su servicio.
Otro uso que tienen los elevadores es como fuente de misterio y terror: está una señora muy pachucha con sus compras del súper subiendo al piso trece, la puerta se abre, ella se agacha para recoger las lechugas y cuando levanta la mirada se encuentra con el equivalente asesino de la llorona que la va a decapitar. Una alternativa fílmica es la de elevador que sirve para fugarse: la muchacha es correteada por alguien que tiene fines inconfesables, en eso se abre el elevador, ella se mete hecha la chingada y entre sollozos, el malvado se estrella en la puerta. La muchacha ya trepada se tranquiliza hasta que le cortan las cuerdas que se van destrenzando lentamente y se mata.
El último uso que tiene los elevadores es como espacio de fantasía sexual, pero ese no se los platico, mejor vean a Glenn Close y Michael Douglas darse cariño en Atracción Fatal.

lunes, 12 de abril de 2010

Regreso a La Universidad (El Financiero 2004)

Mi paso por la UNAM dejó varias huellas, sin duda la más conspicua se encuentra en una estructura llamada crípticamente “el puente” donde la sombra de mis nalgas debe perdurar ya que ahí pasé sentado horas y horas de mi vida dedicado a la dulce tarea de no hace nada. Sobreviví por algún milagro a diversos embates académicos, enfrenté a maestros que eran pura lumbrera y a otros varios que eran pendejos perdidos (como el que creía en el origen extraterrestre del maíz) y al final salí para nunca más volver cargando un archivo con más penas que glorias..
Este estado de las cosas fue modificado por la invitación de un buen amigo –maestro universitario- que tomó dos iniciativas sorprendentes; la primera fue asestarles a sus jóvenes estudiantes un libro de su servidor para que lo leyeran (cosa que dudo que haya ocurrido), la segunda fue invitarme a comentar el texto con ellos. Acepté porque es mi amigo y porque hace años no volvía a la UNAM, maldito si tenía idea de que hablar con un puñado de estudiantes que seguramente miran fijamente y creen en la intelectualidad.
La cita fue inequívoca; el 7 de diciembre a las 19:45 en el salón B-209 de la Facultad de Ciencias Políticas. Hasta ahí todo bien, por supuesto no contaba con mi aditiva capacidad para el desastre que todo lo que toca lo convierte en fiasco.
Arribé a la UNAM con tiempo suficiente pero sin tener la menor idea del paradero de la citada Facultad. Un señor de bigotito me explicó y acabé en el Metro por lo que volví a preguntar esta vez la diligencia tuvo más éxito y me llevó triunfante al estacionamiento donde me pidieron mi credencial. Saqué la única que tengo que es una que me identifica como condómino de una unidad habitacional de interés social y el portero me explicó que necesitaba la de la UNAM. Supuse con terror que el hecho de que hubiera estudiantes de mi edad no era una cosa anómala y entonces le expliqué el motivo de mi visita, me indicó que fuera al estacionamiento de profesores y ahí finalmente pude entrar a lo más parecido a una cueva de lobos que he visto en mi vida.
Caminé por unas vereditas entre gente fajando y llegué a una gran plaza en la que los jóvenes se dedicaban –veinte años después- al mismo dulce arte de no hacer nada. Solo un imbécil se hubiera perdido dado que la enorme “B” del edificio ondeaba en todo lo alto de una estructura de ladrillo. Subí las escaleras con ciertos trabajos y llegué triunfante exactamente a las 19:50 a un salón que suponía lleno ante el entusiasmo de mis obras completas y en el que únicamente había un joven dormitando. Al lado y en la puerta me miraba una cabeza del Che Guevara de tamaño colosal. Decidí que había cometido un error (cosa absolutamente natural en mí) y entonces pensé: ¿será que escuche “B” y en realidad era “P” o “E”? Bajé corriendo a buscar tales edificios que al parecer existen solo en mi imaginación. Entonces tuve la idea de ir a la administración y preguntar ¿qué días daba clase el profesor fulanito de tal? “martes y jueves de 19 a 21” fue la respuesta en el salón B-209. Supuse –con razón- que había valido madre y que algún misterio generó ese fiasco. Acostumbrado, como estoy, a este tipo de percances volví a la boca del lobo y salí de ahí rumbo a mi casa reflexionando en lo que les hubiera dicho a los estudiantes y que se resume en lo siguiente.
Cualquier persona puede escribir un libro, un ensayo, una novela. En realidad
ése es el paso más simple del proceso. Algunos lo podrán publicar y muy pocos serán leídos. La respuesta de las masas será la que la calidad de la obra determine y de eso se trata todo. Parece un proceso muy complejo pero en realidad es de una simpleza ejemplar. ¿Quieren ser escritores? Escriban y nada más...
Es probable que esta colaboración desencadene una llamada de mi amigo. Si es usted amante de los misterios, querido lector, y quiere saber en qué paró todo, le prometo platicárselo próximamente.

viernes, 9 de abril de 2010

Por qué no voy al dentista (El Financiero 1995)

La costumbre de comer cacahuates japoneses la adquirí en la secundaria. Abría el celofán y vaciaba el contenido en la bolsa de mi pantalón para no dar, costumbre que todas mis parejas adolescentes consideraban repugnante. El abuso de este hábito me dejó los dientes como de octogenario, un día se me salió una amalgama y la tragué, "se puede recuperar" dijo mi tía Regina. No quise ni averiguar cómo, de manera que hice una cita con el Dr. Zamarripa, dentista amigo de mi padre para un examen completo.
El Dr. Zamarripa era un personaje extraordinario desde varios puntos de vista; tenía noventa y seis años. Es decir, pudo, sin muchas prisas, haber sido el ortodoncista de Porfirio Díaz. Cuando mi madre (mi padre no se atrevió) me informó acerca de la edad de mi futuro dentista tomé el directorio y busqué rápidamente la letra "D", sin embargo, mi hermana (una de las víctimas previas) me explicó que Zamarripa no practicaba (menos mal pensé), que era su asistente la que hacía todo instruida por él y que el trabajo que realizaba era muy competente.
-- Ellos arreglaron a la tía Engracia -- dijo en un ingenuo intento promocional.
"Pues menuda la hicieron" pensé para mis adentros. Mi tía Engracia tenía una boca como la de Nosferatu.
Pese a todo, Zamarripa daba crédito y eso me convenció. En el Metro, camino al consultorio iba yo con dolores en el pecho.
Las horas de antesala pasaron, cada minuto se convirtió en una modesta agonía.
Al entrar al consultorio me quise morir: era prácticamente imposible reconocer quién era Zamarripa y quién su asistente, ambos parecían dirigentes de la CTM. Me sentaron en el sillón y Etelvina, que así se llamaba la señora y que tenía una voz ligeramente más aguda que la de su colega preguntó:
-- ¿Cómo está nuestro enfermito?
Yo, que tenía 26 años, sonreí con la boca abierta.

Etelvina analizaba con su espejito y transmitía su diagnóstico:
-- Muela derecha fracturada, premolar antero posterior sin amalgama, etcétera.
Zamarripa anotaba flechitas en un diagrama.
-- Le vamos a poner una corona -- dijo el Dr.-- , no se preocupe, no le va a doler.
Maldito si estaba yo preocupado, fue precisamente el comentario lo que me alarmó.
-- Doña Ete, rebájele aquí al amigo el molar antero posterior.
Etelvina tomó la fresadora y la aplicó diligente sobre mi molar con una eficiencia tal que sentí cómo la virgen me hablaba al oído y decía algo acerca de los cacahuates japoneses. En un momento de profunda desesperación moral estiré la mano para detener el brazo de Etelvina. Sin embargo, se retiró con un movimiento agilísimo y lo único que pude apretar fue una chichi. Cuando terminó sudaba yo como un bendito.
-- Ya doctor -- dijo.
-- Bien, ahora haga la aplicación Abrí la boca nuevamente y Etelvina me aplicó algo parecido al chilpachole de jaiba, se sentía masoso cuando lo recorría con la punta de la lengua. Cuando terminaron, bajé tambaleante del sillón y salí por la puerta de vidrio. Fué la última vez que los vi.
Al llegar a casa me fui a ver al espejo del baño: ¡ tenía un diente de plata! No lo podía creer. Dentro de mis cánones pequeño burgueses cualquiera con un diente de plata era peor que perro.
Ahora sonrío con la boca chueca.
Por todo lo anteriormente expuesto es que no voy al dentista y eso, querido lector, es lo que sugiero que haga el resto de su vida.

miércoles, 7 de abril de 2010

Llame ya¡ (Milenio 2007)

En mis tiempos (que se han ido) la publicidad se basaba en el principio de puerta en puerta, que si bien era una chinga, tenía cierta efectividad. Uno se enteraba de cosas que podrían parece sorprendentes pero tenían un aroma seductor: “La señora Alicia vende quesadillas de papaloquelite los miércoles”, “Mirtha te lee lo ojos,” o en su defecto, “El señor del oso y el pandero ya está en la esquina”. El dueño de la tienda, Don Daniel, un hombre al que se la atribuye el digno hecho de morir por echarse un clavado en una alberca vacía, pegaba cartulinas que decían: “jamón del diablo importado, únicamente dos pesos”,
Para variar las cosas evolucionaron y aparecieron lo que llamamos genéricamente: “anuncios”. Los primeros eran precámbricos y anunciaban items impresentables como la glostora acaia o una panadería, cuyo propietario era español. La producción era elemental y basaba sus principios en que el hijo del dueño de la empresa accediera a darse pastelazos en canal cuatro, de seis a siete, percibiendo la módica suma de cuarenta pesos.
Las cosas cambiaron con el tiempo, llegó la generación yuppie., que como se sabe todo lo corrompe, y de plano el asunto se fue el carajo. Descubrí que si uno no tiene un pecho de lavadero y la capacidad de matar a cien personas con la mirada, ya valió madre. También aprendí que la mujer de mis sueños (una buenona) nunca será mía si no utilizo un reloj que me permita tomar la hora a doscientos metros de profundidad o un coche que llegue a trescientos kilómetros en diez segundos. Dado que tomar la hora frente a un tiburón o matarme en Cuemanco jugando arrancones, son cosas que se me antojan tanto como una cita a ciegas con Elba Esther, es que he vivido con ganas de terapia y de que alguien me explique mi proclividad a no entender nada.
En ésas estaríamos hasta que descubrí la televisión por cable y sus comerciales; estaba un día padeciendo una cruda merecida, cuando prendí mi televisión y me encontré a un señor que es octogenario vendiendo jugos. El anuncio era fascinante, este adulto en plenitud, aparentemente cruzó el Canal de las Mancha quince veces, trepó el Himalaya de rodillas y mató a la mamá del muerto. El problema es que tales hazañas tienen cincuenta años de antigüedad y hasta hoy se le ocurre venderlas. El producto en cuestión es una especie de casco de futbol americano en el que uno, con la debida disposición, mete cosas carcinógenas (como zanahorias y apios) y saca jugo. No entiendo el efecto dramático del viejito dándome consejos y mucho menos las invaluables aportaciones de hierro que tales brebajes me darían, el hecho es que no los tomaría ni en drogas.
Acto seguido, aparece una mujer muy buena (en la obvia acepción de “estar” y no de “ser”), que explica acerca de una faja prodigiosa, por medio a de la cual una señorita que es gorda (lo siento, dada mi incorrección política “gorda” no es adjetivo, sino calificativo) descubre prodigiosamente una madre con tres varillas que la transmutará en la señorita Colonia Crédito Constructor. Los testimoniales son notables y enternecedores; “yo era una gorda despreciable, usé (entra el nombre de la faja) y ahora mi marido está encantado”. Fascinado me mantengo en el mismo canal y me encuentro con un aparato que me recuerda vagamente una trampa para conejos. No entiendo con claridad hasta que el locutor anuncia “un sauna portátil”. La siguiente escena me muestra a una señora que llega, devastada, del trabajo y decide darse un baño. Uno esperaría que, como cualquier persona en pleno uso de facultades, entre a su casa y se meta a la chingada tina. Sin embargo, saca del sofá una madre plana que convierte en cubo, la dama se encuera y acto seguido se da un baño que parecería envidiable a no ser por la nada descartable idea de que para meterse a un espacio de esos hay que aprender contorsiones en el circo chino de Pekín.
. El último anuncio que recuerdo es el de una escalera (¡una escalera!) que se dobla y desdobla ante los ojos de los consumidores. Hay un gordo que explica las bondades del producto mientras yo me pregunto como la vida me ha puesto ante tal necesidad.
En fin… fajas, máquinas de jugos, escaleras o lo que tenga que venir, me dejan claro el simple y llano hecho de que soy un consumidor que no entiende las cosas de la vida. Pero eso sí, de plano, no tiene remedio.

lunes, 5 de abril de 2010

El fraude como una de las bellas artes (Nexos 2008)

Los datos falsos son extremadamente dañinos para el progreso de la ciencia ya que permanecen por mucho tiempo. Charles Darwin
Hace algunos meses recibí un correo electrónico que me pareció notable; se trataba de una comunicación emitida por la señora Christabel Darwin, en la que me informaba que los hados y el destino me habían hecho el inesperado ganador de la lotería inglesa y que mi modesto premio consistía en cinco millones de euros. Tenía dos opciones; la primera ere simple, renunciar a mi vida de pelagatos, mentarle la madre a mi jefe y salir corriendo a buscar mi recompensa, o, en caso alternativo, seguir la ruta del mexicano escéptico al que todo le huele a fraude (me siento tentado a proponer ejemplos). La posdata de la señora Darwin me pedía cortésmente que depositara cien euros en una cuenta de banco para “no perder el premio” ya que mi suerte, si bien extraordinaria, tenía período de caducidad.
Los mexicanos hemos sido improntados en la cultura del fraude, no existe trámite, proceso electoral, pago de servicio o cualquier componente de nuestra vida en sociedad que no se preste para arreglos. “Se puede arreglar”, “¿no habrá manera?” o “póngale buena voluntad”, son algunas de las frases costumbristas con las que día a día evitamos el cumplimiento de ciertas normas en beneficio propio. Esta cesión de derechos antes las tentaciones cotidianas no es privativa de gremio alguno; ya se sabe que grupos presuntamente intachables como el ecleseástico, ceden consuetudinariamente a las trampas de la fe. En este contexto debemos ubicar a quienes se dedican a hacer ciencia y que son concebidos por el imaginario colectivo, como seres distraídos pero lumbreras, portando batas, torturando cobayos y en casos muy específicos queriendo dominar al mundo. Existen varios términos que pueden ser asociados al quehacer científico; escepticismo razonado, curiosidad, diligencia y muy señaladamente honestidad intelectual. En este último caso es documentable la tentación de los hombres de ciencia por pecar de vez en cuando y ello, si bien los humaniza, también los coloca del lado social correcto que es el de los pecadores cuyo número es creciente e infinito.
Quizá el caso más destacable en materia de fraudes científicos es el del coreano Woo Suk Hwang que en el año de 2004 anunció que había logrado la clonación de embriones humanos y en 2005 conmovió a la comunidad científica al publicar en la prestigiada revista Science que había obtenido la clonación de células madre embrionarias humanas. La trascendencia de este hallazgo era indudable ya que estos trabajos abrían la puerta para cambios sustanciales en el tratamiento de enfermedades como el Parkinson o la diabetes. Sin embargo, Woo –que había sido galardonado por el gobierno coreano por su méritos- no sabía que uno de sus colaboradores sufriría un arrebato de honradez y denunciaría al científico argumentando que los clones de células embrionarias generados por pacientes con diversas enfermedades eran simplemente falsos y que los datos reportados existían nomás en la imaginación del señor Hwang, quien fue inmediatamente defenestrado y expulsado de la Universidad Nacional de Seúl.
El rostizón fue global y notablemente público como puede advertirse en el siguiente fragmento aparecido en una nota del periódico mexicano El Universal (que normalmente no cubre estos temas) tomada de la agencia EFE y fechada el 29 de diciembre de 2005: La Universidad Nacional de Seúl asestó hoy el golpe definitivo contra la reputación del pionero de la clonación genética sudcoreana, Hwang Woo-suk, al acusarle de falsear sus experimentos con células madre de embriones humanos. Un comité investigador de ese centro oficial anunció que “ no encontró ninguna evidencia ” sobre la autenticidad de los logros de Hwang Woo-suk sobre las células madre de embriones humanos clonados, tal y como presentó este año la prestigiosa revista Science. Estos presuntos éxitos en el campo de la clonación tuvieron una gran repercusión en la comunidad científica internacional, pues abrían el camino para el tratamiento de enfermedades consideradas incurables actualmente, como la diabetes y el Parkinson. La portavoz del comité universitario que investiga el caso, la decana universitaria Roh Jong-hye, confirmó este jueves que no existe ninguna célula madre de embriones clonados a pacientes. “No se ha encontrado ninguna célula creada que coincida con el ADN de la célula del paciente y tampoco existen evidencias de que se crearan esas células clonadas ” , afirmó la portavoz en una reunión con periodistas. La revista Science publicó en mayo de 2005 que el equipo de Hwang obtuvo once células madre de embriones humanos clonados de diversos pacientes, experimento para el que se emplearon 185 óvulos. Las células madre pueden evolucionar en células de la sangre, el hígado, los músculos y otros sistemas vitales, de ahí el potencial para regenerar órganos que esta vía de investigación ofrece. Según la responsable de la Universidad de Seúl, las conclusiones del comité universitario de investigación (que hunden aún más, si cabe, la reputación del idolatrado profesor) se obtuvieron después de que se examinara en tres laboratorios diferentes el ADN de ocho células creadas por el equipo de Hwang.
La exposición de Hwang presenta varios elementos que son dignos de análisis y que explican la razón por la cual se convirtió en una bomba mediática. Por un lado se trata de un tema público, el de la clonación, que más allá de detalles técnicos, se encuentra en los debates populares, si bien en formas maniqueas como “es bueno” o “es malo”. Por otro lado, los científicos modernos se han visto sometidos a una enorme presión para ser los primeros en demostrar una teoría o probar algún hallazgo. Las políticas de financiamiento científico obligan a estas nobles personas a entrar en una carrera de vértigo para obtener la primacía y con ello la gloria. Una de las hipótesis de un grupo competidor al de Woo publicada en el periódico español El País para entender el fraude, es que el coreano estaba consciente de que sus rivales se acercaban peligrosamente por lo que se vio obligado a publicar sus resultados aunque estos fueran falsos. Finalmente se encuentra la rapidez con la que viajan las noticias científicas debido al uso de la red y que permiten un análisis casi inmediato de la veracidad de la información.
Para consuelo de Hwang, éste no se encuentra solo en su pecaminosa conducta, existen decenas de casos documentados de científicos que son atrapados con los dedos en la puerta y que pueden ser justificados con argumentos de nobleza desigual. Por ejemplo, en 1996 el físico de la Universidad de Nueva York Alan Sokal –harto de la impostura de ciertas revistas- mandó el texto: "Transgrediendo los límites: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica" a revisión en la revista Social Text, que hasta ese momento gozaba de un reconocido prestigio. Se estila que en las revistas especializadas un comité de revisores o “árbitros” dictaminen la pertinencia de publicar un determinado texto. El de Sokal fue aceptado sin reservas u hasta ahí hubiera quedado todo de no ser porque tres semanas después de ver su texto publicado, Sokal publicó un segundo artículo en la revista Lingua Franca, cuyo título lo dice simplemente todo: “El experimento de un físico en estudios culturales”. En ese texto el profesor Sokal confesaba sin rubor alguno que todo lo que había escrito para Social Text era un disparate, que las fórmulas usadas no demostraban nada y que en esencia los editores habían mostrado impostura y cretinismo (el segundo adjetivo es mío). Se trata obviamente de un fraude pero en este caso Sokal cuenta con mi simpatía irremediable ya que desenmascara la pomposidad de algunos grupos científicos que han generado códigos propios dignos de los búfalos mojados y que sin embargo, en algunos casos como este, no entienden lo que revisan pero para no lucir ignorantes y lo aceptan sin reserva por lo que su comportamiento es doblemente pernicioso para el avance científico.
Algunos casos históricos son ilustrativos como el de nuestro padre (lo digo en sentido literal) Mendel, el descubridor de la genética que hizo miles de cruzas de la planta del chícharo para demostrar sus teorías. Don Gregorio, que así se llamaba, aparentemente fue poco escrupuloso con sus datos ya que en 1936, el estadístico británico Ronald Fisher revisó las cuentas del monje agustino y decidió que algo se podría en Dinamarca; Es inconcebible obtener las relaciones de Mendel a menos que se hubiera producido un completo milagro del azar, declaró Fisher imperturbable. Palabras más palabras menos, se acusaba de “cuchareo” a Mendel. Para fortuna del monje y de la exacta ciencia de los milagros, el efecto mostrado era correcto y los datos solo se habían manipulado para hacerlos más contundentes, por lo que el daño científico fue menor y no mermó en nada la efigie de Gregor que, como se sabe, ocupa la página 154 de todos los libros de biología en el país.
Ejemplos abundan; en 1953 el paleontólogo Keneth Oakley demostró que el hombre de Piltdown, un fósil hallado en las canteras inglesas en 1913 era simplemente un fraude producto de la mezcla manipulada de la mandíbula de un simio y un cráneo humano fallecidos en fechas recientes. Nuestro supuesto antepasado Piltdown, que inclusive tenía un nombre científico: (Eoanthropus Dawsoni), tuvo que ser retirado discretamente de toda la literatura científica de la época.
Podría seguir documentando debilidades pero prefiero mejor, querido lector, recomendarle el libro de Horace Freeland: Anatomía del fraude científico de Editorial Crítica Barcelona 2006. Este buen hombre se dio a la tarea de cazar a un número mayor de científicos deshonestos al de mis malos pensamientos. En mi caso, creo que prefiero mostrar un punto: los científicos no son alienígenas, ni seres diferentes al resto de nosotros, tienen amores humores y de cuando en cuando muestran resquicios que nos permiten entender que no existe la perfección humana, lo que dicho sea de paso, me produce un profundo alivio.