En principio, cuesta trabajo entender cómo un señor que nació en  Anenecuilco el Alto puede odiar con toda su alma a su paisano de  Anenecuilco el Bajo, nomás porque quiso el destino que los separara  el Río de los Perros. Sin embargo, así sucede y, lo que es peor, la  tendencia es mundial. Prácticamente en todo el planeta los terrícolas  se han dedicado alegremente a darse en la madre con sus semejantes  por motivos muy diversos que casi siempre tienen que ver con que no  les da la gana integrarse. Las razones sobran: en España los  catalanes reaccionaron a los vetos que les impuso ese gran cochino  que fue el general Franco. En Estados Unidos les ha preocupado toda  la vida que señores que no tienen los dientes rubios gocen de los  privilegios del sueño americano... y así nos seguimos.
En México, más allá de nuestra --aparentemente inevitable--  tendencia a tratar a los pueblos indígenas como el cabo Rusty trataba  a su mascota (o peor), el asunto tiene un peculiar matiz que es el de  los chilangos. Un chilango (en la modesta opinión de nuestros vecinos  de toda la República) es un ser gordo, soberbio y prepotente que  llega a su región con una actitud equivalente a la de Hernán Cortés  cuando visitaba sus feudos; todo le perece pueblo y se desespera  porque no hay treinta cines y dieciocho estéticas caninas. En  síntesis: es un mamonazo (que por cierto habla como Pepe el  Toro).
Es muy probable que la visión sea justa. Sin embargo, no es pareja.  Evidentemente todo aquel que crea que el nacer en la ciudad de México  representa alguna superioridad sobre los demás no puede ser otra cosa  que un pendejo, y el asumir que todos los chilangos lo somos me  parecería un exceso (aunque tengo una lista bastante amplia de  paisanos que efectivamente se manejan con una imbecilidad  ejemplar).
El Distrito Federal es una ciudad que se llenó a base de  inmigrantes, yo mismo soy hijo de un chiapaneco y una guatemalteca (a  la que le mando un saludo) y este origen (creo) nos da una visión en  la que nuestros compatriotas no son vistos como jijos de la mala  vida. En cambio cuando uno viaja al interior de la República se  encuentra con actitudes recelosas en el mejor de los casos, o de  franca violencia en el peor. Ya he narrado en algún lugar cómo una  vez, comiendo tacos de panza de perro con Javier Aguirre en la ciudad  de Guadalajara, se nos acercaron dos judiciales con la saludable  misión de ponernos en la madre nomás porque les caían gordos los  nacidos en esta noble capital. Evitamos la madrina actuando con una  actitud que en aquel momento juzgué rastrera (miramos fijamente al  suelo como si ahí estuviera Demi Moore encuerada) pero hoy, con el  asunto filtrado por la pátina del tiempo, sé que me permitió  conservar los veinticuatro dientes que aún poseo.
El problema tiene su origen, además de la obvia asimetría en la  distribución de bienes y servicios, en la enorme susceptibilidad con  que se maneja la honra. El asunto consiste en defender al país, al  estado, al municipio o a los colores del equipo de futbol de la  tlapalería. Nos parece terrible, por ejemplo, que un senador gringo  (en general un marranazo) diga que somos corruptos, que no es otra  cosa que la verdad. Al mismo nivel y en otra escala es lo mismo que  si alguien tiene la infeliz ocurrencia de declarar que San Juan de  las Pitas es horrible o que fue a Jingüenécuaro y se comió una  cochinita que lo dejó ciego. Podremos esperar los respectivos actos  de desagravio, que en el último caso podrían consistir en una  manifestación encabezada por puerquitos bien cebados.
¿A dónde nos lleva este encono? Evidentemente a ningún lado que no  sea la sensación del ridículo ajeno cuando se observa que en el  momento de mencionar el nombre del estado natal de algún señor, éste  siente la imperiosa necesidad de gritar y aventar el sombrero para  arriba (que es lo que hacemos los mexicanos en el extranjero).
Hago, pues, desde esta humilde tribuna un llamado a la  reconciliación nacional, no movido por la hermandad sino por la  necesidad que tengo de viajar con frecuencia y la comprensible  expectativa de conservar la dentadura aunque sea hasta los cuarenta  años.
 
