Leo, con cierto sobresalto, que 260 mil estudiantes están presentando un examen en el momento que yo redacto estas líneas. ¿Qué  les irán a preguntar? ¿Cuántos de ellos llevarán un acordeón?  ¿Cuántos una estampita de San Carlos Borromeo? ¿Quiénes le habrán  pedido al primo que se las sabe de todas todas que resuelva las  preguntas clandestinamente? La verdad es que no lo sé. Lo que sí  recuerdo de estos exámenes se remonta al cretácico, cuando yo mismo  fui uno de esos estudiantes nerviosos que llegaron con su lápiz del  dos esperando un milagro de la guadalupana. La experiencia la puedo  catalogar como siniestra y transformadora. Aún no puedo resolver un  examen y mucho menos aplicarlo.
Las preguntas que nos hicieron eran extrañísimas y parecían  redactadas por alguien que inhalaba tíner o era de plano idiota  perdido. Había unas facilísimas, categoría en la que cabía el  antónimo de blanco, y otras que no hubiera contestado Von Braun.  Recuerdo por ejemplo que una de matemáticas decía más o menos así:  "Hay una cubeta con nueve litros de agua de chía; Juan llega primero  y se toma dos terceras partes, luego Federico toma un octavo y  Luisito, que llegó al último, solamente toma un noveno. ¿Cuánto  líquido queda en la cubeta?" Al recibir la pregunta puse los ojos en  blanco y me quedé pensando en Juan, en Luisito y en la chingada madre  del autor de la idea. Luego descubrí que la única proporción que me  sabía era la de 1/4, que era la probabilidad de acertar la respuesta  al tin marín... aún no sé el resultado y así me fuera la vida en ello  (por ejemplo que Demi Moore ofreciera establecer comercio carnal a  cambio de la respuesta) no sabría qué contestar.
Exámenes.
Otro momento alucinante ocurrió durante las preguntas de historia.  En muchas de ellas se trataba de establecer cronologías y entonces  había que decir qué fue primero si la conquista o la reforma.  Supongamos (sin conceder) que el asunto no tenía chiste, pero ¿qué  pasaba si entre las etapas históricas alguien con muy mala leche o  muy mala madre introducía el término "segundo imperio", que fue  exactamente lo que ocurrió? Yo, que me enteré esa mañana de dicho  concepto, estuve tentado de escribir Napoleón Bonaparte, y volví al  tin marín. Cuándo le expliqué más tarde a mi señora madre --que  compartía todos mis méritos académicos-- el asunto y ella me explicó  a su vez que la pregunta se refería a Maximiliano, me di un tope en  la cabeza y sentí que la vida no valía nada.
En biología la cosa no estuvo nada fácil. Se preguntaba, por  ejemplo: de las siguientes opciones ¿cuál representa a una  dicotiledónea? y luego se enlistaban: las fanerógamas, los frijoles,  las cucurbitáceas y las melastomatáceas. En ese caso opté  (correctamente) por la única respuesta que me sonaba familiar, que  era la de los frijoles. Y santo remedio.
Al momento de terminar el examen con mi lápiz del dos, decidí que si  me aceptaban sería sólo porque Dios sí existía y durante los dos  meses que tardaron en llegar los resultados sufrí una seria  transformación espiritual. En esos tiempos era de todos conocido que  si el resultado llegaba en un sobre gigante, el asunto había valido  madre y si, en cambio, venía en un sobrecito no podrían ser otra cosa  que buenas noticias. Al final llegó un sobre de tamaño normal en el  que se me anunciaba que había sido aceptado. Mi regocijo se vino  abajo ante el ácido comentario de alguien que hoy quiero mucho, que  dijo: "Pues sí, siempre hay gente más pendeja que uno".
Francamente espero que los pobres 260 mil estudiantes no pasen ese  trago amargo. Que se haya decidido que hay cosas más importantes en  la vida que el agua de chía y las cucurbitáceas, y que el señor que  hacía los exámenes se haya muerto. Vaya pues mi simpatía para los que  estudiaron, para los que no estudiaron y para los que van a volar. En  ese caso, la mejor estrategia es buscar a alguien que tenga peor cara  y sentirse satisfecho a cambio del dolor ajeno.