viernes, 26 de febrero de 2010

Reduccionismo escolar (El Financiero 1999)

Siempre he preferido las historias épicas por sobre aquellas en las que el protagonista es un viejito metódico. Por ejemplo, una de mis favoritas es la que se cuenta sobre Federico Kekulé un químico alemán que buscaba la estructura del benceno y la halló un día mientras se echaba un sueñito en el tranvía cuando (a lo mejor inhalaba volátiles) imaginó a dos serpientes mordiéndose la cola. Ese componente azaroso es mucho más atractivo para mí que tener que soplarme la vida de Darwin y su método sistemático para determinar como evolucionan las especies. Prefiero a Arquímedes saliendo encuerado de una bañera y pegando gritos de viejo loco, que a Newton con su soberbia planetaria (cuentan que era insoportable). De la misma manera no es posible comparar al Corsario Negro un tipo muy guapo y cabrón que con la fuerza de su espada desmadraba adversarios con Batman analizando manchas en su laboratorio con alguna bati-mamamdencia.
Esta introducción, que probablemente lo tenga sorprendido querido lector, es para romper una lanza por el valor de la intuición y la víscera, tan de capa caída en estos tiempos de dictadura metodológica. Efectivamente, la modernidad curricular ha determinado que nuestros jóvenes estudiantes tengan un equivalente peor que perro si no obtienen un posgrado en alguna disciplina lo suficientemente especializada para que nadie entienda un carajo. El problema es que esa obsesión por saberlo todo acerca de casi nada arroja resultados conductuales que bien podríamos llamar siniestros. El producto de este método de enseñanza quedó manifiesto para mí hace unos días cuando en una reunión dominguera nos dispusimos a jugar maratón. A mí derecha había una mujer que tenía un coeficiente intelectual equivalente al de la mosca de la fruta y que cuando le preguntaron por tres países de Europa mencionó Barbados. Seguía un doctor en ciencias muy peripuesto especialista en fluidos y su esposa, una doctora en ciencias que trabaja con metales pesados también muy peripuesta y con menos bigote. Cerrábamos la reunión un cuate que se enseñó en la escuela de la vida y su humilde servidor. Bien, en el momento que inició el juego quedó claro que la mosca de la fruta arrancaría y se quedaría en la posición inicial si no ocurría un milagro consistente en que una tarjeta le preguntaran su nombre de pila. Los doctores, en cambio, se desempeñaron de manera desigual; cada que venía una pregunta de ciencia lo hacían notablemente. Sabían a que familia pertenecen las melastomataceas y cuál es el efecto de la ionización del cobalto, asunto que me pareció notabilísimo. Notabilísimo también fue que la señora pensara que el abrazo de Acatempan se dio en este siglo; que el doctor sugiriera que en Mi bella dama la protagonista era Sarita Montiel y que ambos hubieran vivido más de treinta años convencidos de que Brasil es el país más grande del mundo. Mi amigo hizo un papel más decoroso y parejo en cuanto a las categorías de las preguntas. De mi desempeño prefiero no hablar.
Cuando íbamos en el coche y era el momento de criticar al prójimo los dos exclamamos algo como: “ah que gente tan pendeja” y en ese momento me quedé pensando que el efecto reduccionista que tienen las escuelas en nuestros profesionistas puede ser indeleble y de que manera el destino no los enfrenta jamás a enfrentar un conocimiento diferente al que aprendieron como pericos (a menos que jueguen un juego mamón).
Que no se me malinterprete: no creo que alguien que no conozca Dickens es un baboso (es probable que Dickens sea el baboso), ni considero que para tener éxito hay que ir caminando por la vida mientras se recita La Divina Comedia. Sin embargo, tampoco me parece aceptable que nuestras universidades estén formando gente con el conocimiento equivalente al del refrigerador, que cobren en dólares y se sientan muy satisfechos de sí mismos.
La salida, me parece, consiste en sustituir el examen de admisión del Ceneval por un juego de maratón, los alumnos que sean derrotados por la ignorancia, que mejor se vayan a su casa a leer a Salgari... he dicho.

miércoles, 24 de febrero de 2010

"El Venado" Antología "Atrapados en la escuela"

Y aquí es donde entras tú –dijo Chema.

Entonces yo tocaba mi flautita de 25 pesos.
Ensayábamos para la “Noche de Talentos”, el evento más importante del calendario escolar. Chema era uno de esos genios pazguatones que nos había reunido en un grupo musical de calidad indescriptible. Estaba el Chéspiro a la batería, Félix en la guitarra, el Vences en el bajo y yo con mi flautita de barata en la que entonaba notas que habían causado ya varias revoluciones familiares, señaladamente de mi hermana mayor:
--¡Tira esa flauta de mierda! —decía ligeramente molesta.
Interpretaríamos una canción de Sergio y Estíbaliz (lo juro), imbuidos de un total desprecio por el qué dirán. Desde luego, no estaba claro para nosotros el efecto que podría tener la interpretación de marras y mucho menos la imagen que generaban cuatro adolescentes con vello en las partes prudentes saliendo a cantar con guitarritas: “Naciste de una canción la-la-ri-la-ra-la”. El único con lucidez a la altura de las circunstancias (la verdad histórica, que diría mi padre) fue el Tameme.
–Pinches ridículos –dijo.
La escuela estaba en ebullición. Cada quien preparaba su numerito; desde trucos de magia para idiotas, hasta gordas bamboleantes que bailaban hawaiano, pasando por retardados que tocaban el Claro de Luna de Bethoven. Hoy que lo pienso, no alcanzo a entender si nuestros padres eran irresponsables o simplemente no sabían en que pasos andaban sus criaturas.
Nuestros ensayos transcurrían exitosamente. Chema se desesperaba ante nuestra incompetencia mientras tragábamos unas quesadillas muy buenas que hacía su mamá, una especie de santa que usaba peluca y creía en nosotros.
--Ay muchachos ¡qué bonita canción! Un servidor, que conservaba cierto sentido de apreciación musical, no podía estar en mayor desacuerdo pero las quesadillas de gorra y la ingenua idea de que nuestra presentación marcaba el principio de una vertiginosa carrera artística me orillaron a seguir a bordo del Titanic de la improvisación.
El día de la presentación nos pusimos suéteres azules, pantalones grises y enfilamos hacia el auditorio, que quedaba allá por San Fernando, cargando los instrumentos. Todavía en el coche intentamos un último ensayo que terminó de muy mala manera debido a un guitarrazo a traición que el pendejo de Félix le atizó a la mamá de Chema mientras ella daba una vuelta en “u”.
La maestra de ceremonias era la señorita Herrera. Resultaba notable cómo una cacatúa tan lograda como ella se podía arreglar, hacerse peinado de salón, ponerse un vestido floreado y seguir pareciendo una cacatúa. Su función docente era muy similar a la que cumplió Atila el Huno al frente de su ejército. Era “La Prefecta”, un cargo que sospecho ha desparecido y cuyas labores consistían en vigilar la disciplina del centro escolar. La señorita Herrera era calva y usaba una peluca temible. Decías cosas como “muchacho canijo ¿dónde juistes?” o “méndigo escuintle, sácate la mano de la bolsa y deja de carambolear”. Por supuesto era el personaje más odiado de la escuela y es por ello que fue recibida entre abucheos anónimos.

Presentaba a “nuestros jóvenes artistas” (la nube de idiotas previamente descrita) ante el completo desmadre que imperaba en la tramoya. El telón se abría y cerraba siguiendo un camino completamente independiente del evento a presentar, mientras que aquellos con mayor nivel de retardo se asomaban hacia el público, hacían el signo de la paz o decían pendejadas como “ya llegué” en el micrófono que nadie supo apagar.
El público se conformaba por padres y abuelitos ya bastante vapuleados después de años de soplarse festivales escolares donde su hijo personificaba al Benemérito o a una hadita. En realidad eran sobrevivientes ya que resultaba evidente que muchos de ellos habían arriado banderas y no estaba dispuestos a asistir más, así les pagaran. Esto último me parecía una ventaja ya que supongo que si mi padre hubiera sido testigo de mi interpretación me habría desheredado con toda razón.
Cuando llegó nuestro turno, Félix se negó a salir utilizando el inesperado pero comprensible argumento de que le daba vergüenza. Hubo que amenazarlo con una madriza ejemplar. Nuestra presentación fue bastante discreta y resultó coronada por el aplauso de la mamá de Chema y la rechifla de una turba de patanes comandados por el Tameme.
La enorme ventaja consistió en que, al terminar, pudimos sentarnos para observar el desempeño del resto de nuestros compañeros. Esa noche sucedieron cosas notables: primero salió el Pelón, un chaparrito que se las daba de culterano. Recitó un poema muy raro que según él era de León Felipe (la vida no me dará para confirmar la autenticidad de la aseveración) y del que por alguna extraña razón recuerdo una estrofa a la letra: “El viejo rey de Castilla, ay, ay ,ay. Tengo un ojo pitañoso y el otro con ictericia”. Por supuesto la escena era de humor involuntario; el Pelón se agitaba como si tuviera un ataque epiléptico y ponía los ojos en blanco para darle fuerza a su declamación. En el preciso momento que se quedó quieto entró la pelona a sacarlo del escenario mientras ensayaba unos aplausitos.
Siguió una de las más grandes e inolvidables sorpresas de la noche. Venía Pepe López que se había inscrito sin que nadie entendiera para qué, ya que no se le conocía habilidad alguna. La expectación creció en el momento que Pepe salió al escenario solo y su alma. Ante el azoro general, comenzó a dar palmadas al tiempo que cantaba así, a capela, con voz engolada y perpetrando a Alberto Vázquez: “Tui-ru-tui-ru-tui-ru-la, laaa felicidad llegóoo”. Pepe se despidió del escenario con el índice en alto haciendo “dubi-dubi-dubi”. Fue un momento estupendo.
Los hermanos Malacara salieron en mallitas a hacer contorsionismo y uno de ellos se fracturó la clavícula. Las buenonas de la escuela presentaron una suerte de tabla gimnástica enfundadas en unas faldas tableadas francamente espantosas y con pompones de papel de China. Por algún misterio gritaban en inglés por lo que nadie entendió un carajo. Hicieron una pirámide llenas de trabajos y se retiraron dando brinquitos en medio de una nube de confeti lanzada por todos los chalanes que las querían conocer carnalmente.
El evento más imbécil fue protagonizado por el niño Harfush que salió con corbata de moño portando un muñeco para demostrarnos sus dotes de ventriloquía. Era una verdadera mierda y abría más la boca que el propio muñeco (cuyo nombre era “el señor Chicharrin”). Hacía preguntas del tipo: “Mira para arriba” y cuando el señor Chicharrín alzaba la cara de plástico Harfush decía: “Se te cayó la barriga”.
Lamentable.
Siguieron un grupo de jóvenes que imitaron al controvertido grupo Menudo y un enano que nos tocó las seis primeras lecciones de violón que había tomado en su vida.
En el momento que trataba de ubicar a la güera Kaplan, una muchacha muy guapa, el Chéspiro, que se había sentado a mi lado, me dio un codazo y dijo azorado:
–¡Mira, cabrón!
Voltee en la dirección que indicaba y lo que vi me dejó sin aliento: allí estaba el Porky, un marrano de noventa kilos, semidesnudo y con la cabeza de un venado sobre la cabeza propia.
–¡Puta madre! –alcancé a decir.
Resulta que la mamá del Porky se sentía Sonia Amelio y había puesto a su retoño a ensayar los últimos seis meses la danza del venado, sólo para que el escuinclote se presentara en la noche de talentos. ¿Qué violento camino cerebral llevó a doña Sonia a tomar tal iniciativa? ¿No era consciente de que a su retoño le zangoloteaban las tetillas (que eran más grandes que la de su propia madre) cuando pegaba un brinco? ¿No se imaginó que aquello era lo más cercano a una castástrofe desde que el Coronel Custer peleó con los indios sioux? Misterios múltiples.
Cuando el gordo salió al escenario, se hizo un silencio de muerte. Aquello daba pena ajena. A cada brinco del Porky correspondía un cimbrado terrible de la duela del foro que levantaba una nube de polvo empanizante. Pero faltaba lo peor...y la verdad es que nadie estaba preparado para un desastre de esa magnitud.
En el momento culminante, es decir, cuando el cazador le da un balazo al venado y lo deja agonizante, el Porky dio una machincuepa muy violenta provocando que uno de sus enormes testículos se saliera por un lado del taparrabos. Aparentemente el único que no se dio cuenta fue él, ya que todos en el público exclamamos un ¡ahhh! que nunca olvidaré al observar aquel enorme escroto que parecía una pelota oficial de softbol.
Esa era la escena; un gordo en el piso, un testículo al aire y una cabeza de venado empotrada en los tablones. Todo hubiera quedado, sin embargo, en una escena indecorosa, si la Pelona no hubiera dado la nota al meterse al foro con el telón a jalones gritando como vieja loca:
–¡Tápate hijo, tápate! –mientras le ponía un suéter de lana en la rete testis
El Porky, que agonizaba en ese momento, se incorporó lentamente y se dio cuenta de que traía un huevo de fuera. Su decisión fue simple: salió corriendo hacia una de las puertas con Sonia Amelio a los gritos detrás de él. Se hizo un silencio escalofriante en todo el foro y, a pesar de que la escena era digna de un grand guignol, sentí pena, salí del teatro y lo encontré sentado en la banqueta, su madre había desaparecido. Traté de confortarlo con torpeza adolescente. Recuerdo que me miró por un instante con un gesto adolorido que me acompaña día con día y se fue caminando por la calle, así, semidesnudo.
Al día siguiente supimos que Porky llegó a su casa, se quitó la cabeza de venado de la cabeza propia, se puso una bata, buscó la pistola que su padre guardaba en un armario para protegerse, le disparó cinco tiros a su madre y se reservó el último que le voló la cabeza.

lunes, 22 de febrero de 2010

Deportes extremos (El Financiero 2002)

Existe mucha gente que se orienta como marinero fenicio en busca de los que llaman con cierta imbecilidad “el sabor de la adrenalina”, este grupo va por la vida buscando experiencias que mientras más extremas mejor, lo que supone para mí una fuente de misterios notable ya que mi sed de aventura lo más lejos que llega es a ingerir dos de chicharrón en el metro Pino Suárez.
La gente extrema ha inventado divertimentos extraordinarios que tienen la saludable intención de darle sentido a su vida urbana, el más conspicuo es amarrarse los pies a un mecate elástico y dejarse caer de cabeza de grandes alturas como puentes mientras pega de gritos. Supongo que la sensación durante la caída debe ser ligeramente fúnebre y que el agolpamiento de la sangre en la masa cerebral produce que a uno se le olvide de manera indeleble la tabla del dos; normalmente se aprecia a la gente bajando a noventa kilómetros por hora para llegar a rozar con la cabeza las aguas de un río que está cien metros más abajo. Esto a mí se me antoja tanto como pasar un fin de semana con Rodríguez Alcaine y sin embargo, ahí están los extremos haciendo cola para darle vuelo a su sed de aventura.
Otra derivación de los deportes extremos es aventarse en un cochecito de baleros por una pendiente de cuarenta y cinco grados. En este caso uno puede ver que personas adultas se suben a unos cochecitos de miriñaque, se ponen un casco y se arrancan cuesta abajo hechos la chingada. Hace no mucho fue el horrorizado espectador de uno que quedo cadáver porque se le volteó el carrito y lo primero que pensé era en la necesidad que tiene esta pobre gente hacer cosas diferentes para significarse.
Una vez durante una reunión, un adepto a este tipo de madres trataba de indoctrinarnos y convencernos de sortear los rápidos de no sé que río. Cuando le pregunté que bajo que misterio cerebral él consideraba que una experiencia así me parecería atractiva, me contestó que los deportes extremos eran el sustituto moderno de la caza de mamuts, argumento para el que ya no tuve respuesta, pero me quedé pensando que preferiría cazar un animalote a pedradas que andar nadando en la furia del Usumacinta. El problema es que nada basta; si se inventó el paracaídas una artilugio muy razonable que sirve para no hacerse papilla de un madrazo, los extremos inventan rápidamente opciones más peligrosas, como aventarse en grupo, jugar a ver quién es el último en abrir el paracaídas o hacer piruetas en equipo. Pasa lo mismo con la patineta, un aparato en el que la gente pazguata se podía transportar sin mucho riesgo; ahora se hacen competencias en las que el que no da tres vueltas en el aire y cae parado simplemente está condenado al fracaso.
Hijos de la misma madre son aquellos que realizan proezas que luego nos encasquetan en programas de televisión. Ayer vi, por ejemplo a un gordo cuya máxima virtud consiste en dejarse pasar un camión torton por la barriga y otro que es capaz de arrastrar al circo Atayde con la fuerza de su dentadura. Está también un señor que se preparó durante toda la vida para cruzar el cañón del Colorado en una motocicleta y uno que disfruta metiéndose en una caja llena de dinamita para luego explotar y quedar desmayado cinco minutos. Hay otros que por ejemplo juegan a determinar cuál es el primero que le da un beso a una serpiente de cascabel y los gringos (que son unos artesanos de este tipo de imbecilidades) han diseñado un concurso en el que sacan cincuenta serpientes venenosas en un corralito y le toman el tiempo al idiota que las tiene que meter en un saco.
¿Esta gente será imbécil? ¿Seremos imbéciles lo que pagaríamos algún dinero por admirar a estos valientes? No tengo la menor idea pero de cualquier manera desde esta humilde tribuna declaro mi absoluta y total decisión de no participar en ninguna experiencia de este tipo y hacer todo lo que esté a mi alcance por morir de viejito, en mi cama y rodeado de bisnietos malhoras.

viernes, 19 de febrero de 2010

El ocio (El Financiero 1998)

La marquesa Calderón de la Barca en sus inigualables memorias acerca de la vida en México, relata un sinfín de asuntos que me parecen interesantísimos, como que los mexicanos éramos (y somos) horribles o que el general Santa Anna era un viejo encantador. Sin embargo una de las ideas que con mayor fuerza quedan reverberando en el gusto del lector (que mamón) es la de que nuestros antepasados se lo pasaban bomba entre bailes y tardes de hueva. Transcribo a continuación uno de los pasajes del texto de doña Fanny en el que se relata parte del viaje de la marquesa a bordo del “Norma” rumbo a América: Y, entretanto fulguran las estrellas, plácidas y argentadas- Todo cuando nos rodea es suave y bello, y no hay duda sino que el Norma mismo se halla en armonía con el espectáculo que nos envuelve, balanceándose graciosamente cual blanco cisne perezoso. La imagen que queda de esta descripción es de placidez (no importa que el viaje haya sido un infierno y que la mitad de los pasajeros, que por cierto no se bañaban, haya vomitado a la otra mitad, que han de haber olido a quesadilla de huitlacoche) y ese es el punto que quisiera destacar en esta colaboración ¿Dónde han quedado la placidez y el ocio?.
Sigamos ahora al maestro Kundera con un párrafo de su libro “La lentitud”: Miro por el retrovisor: siempre el mismo coche que no consigue adelantarme por culpa del tráfico en sentido contrario. Al lado del conductor va una mujer; ¿por qué el hombre no le cuenta algo gracioso?, ¿por qué no descansa una mano en su rodilla? En lugar de eso, maldice al automovilista que, delante de él no avanza lo bastante rápido; tampoco la mujer piensa en tocar al conductor con la mano, conduce mentalmente con él, y ella también me maldice. Las dos escenas, separadas por cerca de 150 años de distancia, reflejan las perversiones del progreso y su ingenuo pero dictatorial esfuerzo por generar hombres ascéticos, modernos, dinámicos, dedicados por completo a vivir intensamente la vida. Desde luego bajo estos parámetros, todo aquel que discurra dedicar una tarde a la lectura o ver la tele, entrará limpiamente dentro de la categoría que describe su conducta: la de un hombre huevón.
En estos tiempos que nos ha tocado vivir parecería que todo aquel que no se levante al alba, se dé un baño con agua fría, trabaje catorce horas y de ahí se dirija al gimnasio para ponerse bien buenote, es un apestado. Ejemplos sobran: la gente que en un avión en lugar de embriagarse con la bebida de gorra va tecleando en su computadora, los que se llevan trabajo a la playa; los idiotas que creen que bocinando y poniendo cara harán avanzar la circulación que los exaspera. Mas ejemplos: antes los turistas se quedaban tres meses en un lugar, aprendían el dialecto local y cohabitaban con los nativos, hoy, el que no conoce 14 países de Europa en tres semanas es porque es muy bruto. Los bomberazos de las oficinas, los jadeos para llegar al banco... todos hijos de la misma perversión.
La publicidad no se libra de este enajenamiento; los anuncios para hombres de verdad nos orientan sobre la necesidad de tener un pecho 32-C; escalar montañas, saber como componer coches de mujeres buenotas o llegar al trabajo con aire de que acabamos de comprar la Coca Cola Inc. ¿Alguien ha visto un anuncio en el que el hombre moderno esté en una hamaca rascándose lo que se quiera rascar? La respuesta es no.
Por supuesto toda esta tendencia tiene que ver con el concepto del valor del tiempo y la importancia de aprovecharlo plenamente. Sin embargo, debería quedar claro que esta plenitud la puede alcanzar igualmente Nelson Rockefeller amasando millones, que el gordazo huevón ése, que murió en su cama después de no levantarse en diez años.
Cerraré este lamento invocando nuevamente a Kundera que dice: ¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares? ¡Ay!

jueves, 18 de febrero de 2010

La risa (El Financiero 1998)

“Mi interés nunca ha sido hacer reír a la gente, en lo más mínimo. No creo que la risa sea sana ni interesante, ni que llene ninguna función literaria. Lo que a mí me interesa es presentar una visión de la realidad como yo la veo. No me siento comprometido con la risa, ni entregado a ella y no creo ni siquiera que la risa sea buena”. La frase anterior -que podría ser atribuida al villano Reventón o a un ogro come niños- corresponde, paradoja notable, a Jorge Ibargüengoitia y la lanzó en una entrevista que concedió a René Delgado poco antes de morir en 1983. Digo que la frase entraña una paradoja notable porque es muy probable que no exista un escritor mexicano que haya coqueteado más con el humor que el mismo Ibargüengoitia. Sin embargo, no es el propósito de esta colaboración el de ahondar en el asunto. La frase de Ibargüengoitia sólo sirve de pretexto para que yo diga lo que quiero decir, y lo que quiero decir es que a mí -a diferencia de don Jorge- la risa por supuesto me parece sana, aunque ése tampoco es el punto interesante, lo notable viene cuando se trata de entender que es lo que le produce risa a los demás.
Por algún misterio que tiene que ver con los orígenes del sadismo, nos parece, por ejemplo, muy chistoso que alguien sufra una desgracia. La misma puede consistir en hechos tan variables como irse por una coladera, ser cagado por un ave canora o como en el caso de un ex compañero de trabajo que me acabó pareciendo antipático, cuando la esposa que pesaba cien kilos se fue para atrás (como se dice vulgarmente, “de nalgas”) en el momento que se tomaba una cuba sentada en su silla. Francamente y analizando el asunto en frío no alcanzo a entender cuál es la gracia de que alguien quede con fractura expuesta, pero ese el sino de los tiempos. Ya Roura ha apuntado el notable hecho de que los programas de video se alimenten de gente que sufre percances varios y que el video premiado sea aquel en donde peor estuvo el madrazo.
Si vamos en un coche con alguna amistad y al bajar se da un tope en la cabeza, no podemos esperar a que concluya la frase de respuesta (¡hay chingaos!), cuando ya estamos desternillándonos. En estos casos (de los golpes ajenos) ocurre un hecho sociológico notable; si el que se descerebró es una persona que acabamos de conocer, la risa se diluye y rápidamente preguntamos por su estado mental, pero en cambio si es cuate o un perefecto desconocido, el impacto resulta muy cómico ¿Por qué? No tengo idea.
Ahora bien, la gente se ríe de cosas diferentes; hay quien encuentra (que los perdone Dios) muy cómica a la India María y otros consideran el asunto vergonzoso. Hay quien refiriéndose a Raúl Velasco dice: “pero que hombre tan simpático”; otros, en cambio están en media película de Buñuel y pegan la carcajada cuando el resto de los asistentes está dormido o en una actitud equivalente a la de las estatuas de marfil.
Esta característica -que gente diferente se ría de cosas diferentes- permite encontrar otras opciones, además de la de la desgracia ajena, para caracterizar de qué nos reímos los mexicanos y este es el momento de aclarar que no estoy dispuesto a repetir la mamadencia ésa de que nos reímos de la muerte, declaración que siempre me ha parecido una idiotez creada por algún vendedor de calaveritas de azúcar (si la frase es de alguna Gloria Nacional, pido desde ya una disculpa). Una fuente notable -esa sí- de risa es el ridículo ajeno. El momento que mejor ilustra esta conducta desde mi punto de vista, se refiere al día en que el maestro de psicología entró al salón 4022 de la preparatoria con la bragueta abierta. Debo decir que el tipo era brillante. Sin embargo, su exposición ha sido indeleblemente olvidada, de lo único que me acuerdo es que durante una hora entera, libré una batalla contra mi sistema facial para no carcajearme.
¿Por qué? Tampoco lo sé.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Tiempo de cine (El Financiero 2001)

Hay cosas que han evolucionado que da contento; hace ciento cincuenta años, nuestros antepasados, por ejemplo, se ahumaban con velas y tardaban tres meses en recibir una carta de los compadres, o se curaban un dolor de muelas esencialmente a madrazos. Hoy, cualquiera puede poner en su casa, si es muy pendejo, focos de neón, echar un ladazo a Namibia para saber si hay revolución o sacarse las piedras del riñón sin que le metan un tubito por donde usted se imagina. La mujeres del siglo pasado compraban vestidos con instructivo y los señores se echaban talco en una pelucas que han de haber olido a muerto. Hoy las damas van en pants al súper y los cortes masculinos son de sierrita con piquitos y gelatina de guayaba.
Esta reflexión, que de ninguna manera es nostálgica, y abreva (escribí “abreva” para demostrar que he leído) en la fuente consignataria de que todo tiempo presente es mejor, se ha originado porque hace unos días que fui al cine me quedé pensando que si algo no ha evolucionado desde su origen son las salas cinematográficas y ello no deja de ser un prodigio. Ibargüengoitia escribió: “Ir al cine es, a primera vista, lo mismo hoy que hace treinta años. Consiste en meterse en un cuarto oscuro con otras personas y ver películas proyectadas en una pantalla”. Han pasado por lo menos veinte años desde que esta afirmación se escribió y el asunto sigue igual: a uno le da la gana ir al cine , lee la cartelera en la que invariablemente vienen mal los horarios y fotos de parejas semidesnudas dándose con todo, se sube a su auto o a un democrático pesero y se arranca con la novia, la mamá, los niños o quien le dé la gana.
La llegada al cine puede tener varias derivaciones perversas, la más común es que haya una cola de cuarenta personas esperando para comprar el boleto y dos o tres revendedores (que por algún misterio se sienten gente honesta) vendiendo al doble las entradas. La segunda derivación es que uno se siente en la butaca del extremo de la fila para no estorbar y el imbécil que está a la mitad decida que quiere un gaznate a los diez minutos de iniciada la película. El tercer maleficio tiene que ver con alguien que es tan bruto que no entiende que la película se ve primero y luego se comenta y que el proceso entendido al revés no puede acarrear sino calamidades como la de que alguien se pare y le pegue un puñetazo. Una derivación más son los precios; seguramente los dueños de salas entendieron que los tiempos gloriosos donde entraban quinientos pelados a ver El padrino se han ido y en consecuencia han decidido recuperarse en la dulcería. Ahí llega uno muy normal y se encuentra con un puñado de adolescentes de la generación oligofrénica que traen un aparatito de comunicación que en lugar de recibir llamadas obscenas, emite mensajes del tipo: “están pidiendo dos bolsas de cacahuates”. Estos muchachos anuncian que las palomitas valen doce pesos lo mismo que los refrescos, reciben el dinero y lo declaran: “recibo veinte pesos”, pero lo peor de todo es que tienen cara de hueva.
Para preparar los sagrados alimentos las cosas han cambiado; ahora hay unos surtidores en los que uno le puede poner a las palomitas los ingredientes necesarios para quedarse calvo o babeando de una encefalitis equina. Los hot-dogs, saben a algo horrible que nunca he probado pero que me imagino y así nos seguimos.
Sin embargo todas estas modificaciones y conductas son externalidades, las salas siguen siendo lugares oscuros con butacas en los que la gente se sienta a ver una película. Quizá el único cambio notable es uno que me parece una muestra muy lograda de la imbecilidad humana y que tiene la siguiente cronología. a) Inician los cortos, b) la gente los mira y comenta: “hay que ver esa película”, c) acaban los cortos, d) baja el telón, e) pasan cinco segundos y f) sube el telón que hace cinco segundos estaba bajado con un gasto de energía equivalente al que deben emplear dos daneses para hacer el amor.
¿No es idiota?

martes, 16 de febrero de 2010

Una visita al zoológico (El Financiero 1998)

Cuando, en un arrebato de responsabilidad paternal, sugerí a la familia que dedicáramos la mañana del sábado para visitar el zoológico de Chapultepec, la idea fue recibida como si la hubiera emitido un genio y no este humilde servidor. Esta respuesta desgració mis expectativas de dejarlo para el próximo año (que era lo que yo realmente quería). En principio, la idea de meterme en un espacio público bajo una temperatura de cuarenta grados a la sombra, me parece igual de atractiva que la de recibir una patada en las nalgas. Además la directora del zoológico, la licenciada Hoyos, que dedica la mitad de su vida a salir en la televisión acariciando un armadillo no es precisamente la beneficiaria de todas mis simpatías. Sin embargo, ante el beneplácito familiar los planes se realizaron con la precisión de un desfile militar y a las once de la mañana ya estábamos trepados en el coche rumbo a las rejas de Chapultepec.
El primer percance fue resultado de la planificación urbana, porque entre la puerta del zoológico y el estacionamiento más cercano hay aproximadamente la misma distancia que entre la azotea de mi casa y la tropósfera. Este lamentable hecho determinó que María, Fedro, su mamá, una carreola, el biberón con agua de jamaica y un canguro, fueran depositados entre bocinazos en la entrada y que posteriormente dejara el auto en el estacionamiento para regresar entre jadeos a encontrarme con los míos. En la calzada que lleva hasta la puerta del zoológico, hay una serie de puestos en los que se venden desde garnachas hasta figuras del pandita. Los vendedores anuncian a gritos sus productos y uno de ellos, me desgració la audición ofreciendo “ricas gorditas”.
No sé si el zoológico está muy cambiado porque no me acuerdo como era antes. El de ahora es espacioso y no existe un sólo lugar para que el sol no lo deje a uno idiota. Efectivamente -como me lo habían anticipado- la posibilidad de ver animales se reduce a que estos quieran, porque en la jaulas que imitan su hábitat hay árboles hierbas y pedruzcos. Por supuesto, que si yo fuera animal haría los mismo y evitaría así que una nube de idiotas me aventaran objetos o gritaran para provocar mi respuesta.
La gente camina a lo baboso y se deja ir. Los papás, en los tonos más didácticos, tratan de explicarle a sus retoños las complejidades del mundo animal. A las 12:17 fui testigo de la siguiente conversación: MAMÁ: “mira mijito ése es uno oso”. HIJITO: “mjjj”. MAMÁ: “Gordo, ¿Cómo se llamaba el oso de Mowgli?”. PAPÁ: “Panguira”. MAMÁ: “Grítale mijo ¡Panguiiira!”.
Tratando de buscar refugio nos fuimos a sentar en una especie de fuente de sodas en la que venden hamburguesas, pizzas y memelas. Es el único lugar donde está permitido comer, lo cual por cierto me parece estupendo. Sin embargo, hubiera sido estupendo también que los arquitectos entendieran que si entran cinco mil gentes al día y hay treinta sillas para sentarse la probabilidad de que uno encuentre mesa es (digámoslo elegantemente y sin vulgaridad) pequeña. La última etapa de la visita se concentró en la jaula de los pandas. Cuando llegamos había un policía que se enfrentaba a la turba tratando de que no se treparan a una piedra que parece diseñada para que la gente se suba. Cuando María intentó observar a los pandas lo que vio fue a un gordo de cachucha, que era yo. Este curioso fenómeno se debe a que los vidrios están diseñados de tal manera que reflejan todo lo que hay afuera e impiden la visión de lo que pasa adentro. Al lado de la jaula están disecados dos pandas que me imagino fueron los primeros que llegaron y que me recordaron vagamente la mano de Obregón.
Para cruzar la calle a la salida están indicadas las líneas de cruce pero no hay semáforo, por lo que se debe confiar en que los automovilistas frenen. Así lo hicimos, un señor de un cochesote efectivamente frenó, pero el pendejo de atrás no y le desgració las calaveras ante nuestra enorme vergüenza. Es por ello que este artículo está dedicado al señor que hizo alto el sábado frente al zoológico para dejar pasar a su prójimo.

lunes, 15 de febrero de 2010

Tecnosexuales (refrito a falta de PC)

Me queda claro que la dilución de roles es uno de los signos que vivimos; antes era común que una familia se compusiera de una mamá un papá y tres criaturas que eran criadas ortodoxamente con el fin de perpetuar la especie. La señora no trabajaba, se dedicaba “al hogar” lo que suponía cocinar, fregar, planchar y enseñarle la tabla del dos a su prole. Esta señora se ponía un trapo en la cabeza para la brega diaria y se maquillaba para salir al cine. El esposo trabajaba, llegaba muerto en la noche, fumaba y veía el futbol con las patotas sobre la mesa de la sala.
Lo anterior es una reliquia histórica, hoy –como se sabe- las parejas pueden ser del mismo sexo e inclusive de diferente especie (como es el caso de una vieja estúpida que ha pedido la mano de su perro en matrimonio en Estados Unidos). El matrimonio no es necesario y mucho menos la generación de descendencia. Las niñas bien siguen modelos como los establecidos en un programa que se llama Sex and the city donde las cuatro protagonistas se cogen hasta al camarógrafo con plena liberalidad y los hombres jóvenes que se respetan, han encontrado una definición: metrosexual, que es el nuevo Grial por perseguir. Se me explica con toda paciencia (ya se sabe que soy un pendejo) que los metrosexuales no son violadores del subterráneo, sino en cambio, hombres que viven en grandes ciudades, invierten la mitad de su tiempo y su dinero en el cuidado corporal, son innovadores (lo que quiera que lo anterior signifique) y usan cremas y afeites para lucir rozagantes y lozanos.
Yo con todo lo anterior tengo mucha simpatía, siempre he sostenido que cada quién es libre de hacer lo que le dé la gana y si los homosexuales se quieren casar o un grupo de señores tienen interés en untarse el tarro de lancome pues santas pascuas. No creo que hagan falta más argumentos ni justificaciones. Hasta ahí estaríamos de no ser por una entrevista que tuve la oportunidad de leer con un señor que es artista y se llama Valentino Lanus en la que declara abiertamente que es tecnosexual.
Como me da mucha curiosidad saber qué chingados es eso, me devoré el interrogatorio hecho por Katy Díaz a la que imagino joven y exactamente con la lucidez , necesaria para el trabajo que desempeña.
Según esto los tecnosexuales son “aquellos hombres heterosexuales que tienen estilo, porte, buena condición física y que tienen como vicio estar al tanto de los últimos adelantos tecnológicos”
Valentino tiene una teoría (que leí con lágrimas en los ojos) para explicar su supuesta tecnosexualidad: “...la razón por la que a muchos hombres nos gusta estar pendientes de la tecnología es porque tenemos el complejo de que no podemos crear como lo hace la mujer. Es decir, las mujeres crean vida y nosotros buscamos alguna forma de crear, de inventar, yo creo que por eso nos clavamos tanto con la tecnología”.
Pucha –digo yo- completamente en la lona ante la contundencia del argumento, supongo entonces que nuestra incapacidad de traer criaturas al mundo (asunto que nunca dejaré de agradecerle a la naturaleza) explica la razón para comprar un adaptador trifásico, sin que me quede claro que tiene que ver una cosa con la otra. Nuestra incapacidad de crear vida nos orilla entonces a buscar una pentiun y una palm pilot capaz de darnos el horóscopo chino ¿es así? Francamente lo dudo pero en mi casa me enseñaron a respetar las ideas ajenas lo cual resulta un reto casi imposible cuando continúo leyendo (de la mano de la entrevistadora que nos explica que a Valentino le gusta observar con detenimiento las estrellas y por eso tiene un sofisticado telescopio): “fíjate que soy muy romántico, me encanta la astronomía, me encanta escribir, ver atardeceres y de hecho así empezó mi pasión por la fotografía, porque cuando veía un atardecer decía: ¿por qué se tiene que ir esto, por qué no se puede quedar?
Imaginándome el romanticismo de Galileo Galilei y de Copérnico me quedo reflexionando sobre mi incapacidad congénita para la vida moderna y lo único que me queda claro es que además de la pasión por la tecnología necesitan de una amplia dosis de imbecilidad que en este caso ha sido debidamente acreditada (para todos aquellos que se interesan en los vaivenes de la moda).

sábado, 13 de febrero de 2010

Intelectuales (El Financiero 1989)

Me imagino que los servicios diplomáticos de todos los países del mundo tienen un librito o un manual en el que se explican las costumbres planetarias y que recomiendan cosas como ver a los ojos de una princesa de Bora Bora que trae los pectorales de fuera, o usar el cuchillo correcto en el baile de los reyes de Bélgica. Me imagino también que en el caso de México hay un apartado así de grande en el que se advierte a reyes, presidentes o primeros ministros que todo aquel que llegue a estas nuestras nacionales tierras, se enfrentará a una serie de ritos ignotos que pueden poner su vida en peligro.
El primero y más conspicuo consiste en calarle al ilustre visitante un sombrero de mariachi ¿para qué? Lo ignoro, como ignoro el destino que tendrá tal atuendo al regreso. El manual debe ilustrar también sobre los niños que van en bola con la banderita visitante, así como de las visitas que se hacen a los sitios menos visitables del mundo, como una fábrica de latas o de mofles de motocicleta. Me imagino, también que el librito de marras advierte sobre la necesidad de usar tapones en los oídos ya que un matracazo a traición es estímulo suficiente para desgraciarle la trompa de Eustaquio al más pintado. Cuando el visitante regresa a su avión se tiene previsto el suero y un destino turístico para reponerse de la faena.
Sin embargo, y aunque usted no lo crea querido lector, el tema de esta semana no es el de las visitas presidenciales, sino de una parte del rito que siempre ha llamado mi atención por bizarro; el de la cita del visitante con los intelectuales. Alguna vez mi padre viajó a Argentina, lo mismo que un centenar de gorrones invitados por el presidente Echeverría, todos ellos tenían un común denominador: eran “intelectuales” (lo pongo así, entre comillas, porque ignoro el significado del término). La mayoría de estos señores, entre los que se contaban varias glorias nacionales hicieron lo que la lógica obligaba y vivieron en completo estado de ebriedad varios días y de regreso se pararon a fayuquear todo lo que pudieron. Digo que era lógico porque yo hubiera hecho lo mismo. Después de todo, ¿qué se esperaba de estos señores? ¿Qué escribieran sonetos o esculpieran estatuas de jueves a domingo? ¿Qué entendieran las relaciones culturales entre ambos pueblos? Lo dicho: pura gorra. El único saldo palpable de tal visita no es una escuela en Buenos Aires que se llame Benito Juárez o un programa establecido de intercambio cultural, sino una televisión portátil que se descompuso quince años después y que le vendimos al ropavejero.
Pero, perdone usted, este tampoco es el tema, lo que quiero discutir es una pregunta simple pero perturbadora: ¿qué carajos es un intelectual? Lo que uno se imagina de inmediato es que por tal término debe entenderse a un señor que se las sabe de todas todas y que ha destacado en alguna rama artística ¿por qué rama artística? Misterio de nuevo. Dos problemas percibo, el primero es que nadie se describe a sí mismo como “intelectual” ya que no solo suena inmodesto, sino ridículo. La paradoja es que son tan brutos que les encanta que los demás sí los describan de ésa manera. El segundo problema se encuentra en el sistema de acreditación; ¿quién es el que califica al resto dentro de la categoría de “intelectual”? Absolutamente nadie, parecería que tal mérito se obtiene con el paso de los años por lo que nuestra grey del intelecto debe sumar más años que la era Cenozoica, asunto con el que no tengo nada en contra aunque no comparta la idea de que la vejez implica mérito alguno, como no lo implica ser adolescente o de Michoacán.
En fin, propongo que en el siguiente desayuno de intelectuales, nos presentemos, en una acto de sabotaje, todos los que podamos con el fin de obligar a alguien a explicarnos porque los que se están comiendo medio kilo de machaca caben en la definición y nosotros no... Sería buenísimo.

jueves, 11 de febrero de 2010

Telenovelas (Etcétera 2007)

Ahora me entero que las telenovelas están de aniversario y cumplen cincuenta años en nuestra gloriosa televisión nacional y parece que se ha decidido generar un magno festejo lo que no me parece ni bien ni mal, nomás me llama la atención.
Evidentemente la empresa que ha puesto a este género en el alma de millones de mexicanos y gente de otros países (imaginar a un chino viendo “Rosa Salvaje”) es Televisa que sistemáticamente ha formado un imperio basado en historias que surgen de la mente de autores que parecen adictos a los volátiles.
El formato de una telenovela es predecible como un meteorito; primero está la heroína que es una muchacha buenona pero que vive padeciendo invariablemente un malfario; puede ser ciega, pobre o hija de la sirvienta negra. Normalmente esta joven para alcanzar la felicidad debe sortear la maledicencia de alguien llevado de la mala vida, que si es hombre la quiere conocer en el sentido bíblico y si es mujer le tiene celos. En este caso hay que destacar que la villana siempre está más buena que la protagonista lo que siempre me resulta misterioso.
El galán de telenovelas es un joven guapo y bien presentado que normalmente es engañado por la villana quien le dice al oído cosas como: “¿no sabías que Fernanda es en realidad hombre?” o “Pensé que sabías acerca del herpes de Juliana”. La trama dura más o menos cien capítulos y en algunos casos se alarga en función del éxito de la propuesta para luego ser exportada a lugares sorprendentes, lo que nos demuestra con limpieza que la imbecilidad no conoce fronteras.
Existen telenovelas memorables, la primera que recuerdo es “Gutierritos”, en la que Rafael Banquells hacía el papel de pobre diablo mientras su mujer –que era la preencarnación de Elba Esther Gordillo- lo trataba como Porfirio Díaz a los mineros de Cananea. Otra inolvidable fue “Ruby” en la que Fanny Cano salía con un escote así de grande que me provocó una descarga inesperada de testosterona con la que dio inicio mi pubertad. En otros casos, las telenovelas tenían que forzar un poco la trama y los resultados eran delirantes. Recuerdo una en la que el galán protagonista era ¡Cuco Sánchez!, por lo que me imaginé la siguiente escena: El productor llama por teléfono al guionista, le anuncia que en su próxima telenovela tiene que entrar don Cuco y que espera una propuesta de guión para el día siguiente. El pobre hombre pasa una noche en blanco tratando de imaginar de qué manera la bella se podría enamorar del señor Sánchez sin estar drogada o ebria hasta que se da un sopapo en la frente, grita “eureka” y al día siguiente presenta una propuesta en la que Lupita Lara, la protagonista…es ciega.
Las telenovelas mexicanas en la actualidad se han diversificado, partiendo de un origen exclusivo para señoras fodongas, ahora se dirigen también a adolescentes imbéciles y se han convertido en una industria; los jovenazos del grupo R B D, además de actuar en algo que se puede catalogar limpiamente como “bodrio” se afianzaron y han generado un fenómeno masivo que por lo menos a mí me tiene muy sorprendido pero ya se sabe que no entiendo nunca nada.
Permítame, querido lector, asestarle la sinopsis anunciada para el viernes 19 de agosto de una telenovela llamada “Lola, érase una vez” nomás para que entienda a qué me refiero: Patrick le dice a Alexander que él es el tipo grande que salió con Marion, en eso, Facha entra y asegura que él fue quien lo hizo. Tres misterios tres, el primero es por qué los protagonistas tienen nombres holandeses, el segundo es a qué se refieren con “tipo grande”, por qué la disputa y finalmente si existe alguien en pleno uso de facultades que pueda llamar a su hijo “Facha”.
Cuestionar a las telenovelas es arar en el desierto, han cumplido ya cincuenta años y por lo visto gozan de cabal salud, así que no seré yo el que me queje de que esa es la calidad de televisión que nos merecemos…aunque no deje de pensarlo de cuando en cuando.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Elegía para un Infante difunto (La Mosca 2007)

Estaba yo el otro día echado en un sofá en posición de decúbito dorsal (una de mis posturas favoritas) viendo la televisión en pleno estado de modorra semi etílica, cuando de pronto y a traición apareció un octogenario con tres dientes y barba crecida que pegó un grito escalofriante, mismo que me produjo hendimiento de próstata y sudoraciones inguinales. Puse atención y descubrí que el citado personaje era un fan avejentado rindiendo homenaje en el Panteón Jardín con motivo del cincuenta aniversario luctuoso de Pedro Infante.
Lo que ése día vi parecía una galería de experimentos científicos; ancianas que declaraban ser las novias de don Pedro (podían haber sido perfectamente novias de la mamá del muerto), señores con un bigote idéntico al de los villanos de películas de hace sesenta años, siguiendo un principio geométrico consistente en trazarse una raya arriba de la boca con una regla del tres y luego dejar crecer sobre esa línea, una masa capilar muy similar a la de un azotador en celo. Los había imitadores que cantaban subiendo la trompita y con los ojos entornados y otros vestidos de policías (imaginar fans vestidos de policías). En fin un vodevil que me dejó bastante fascinado.
Al respecto y para no irme en blanco, me autoplagiaré. Las siguientes son líneas alusivas que aparecieron en un libro de cine que tuve la ocurrencia de escribir hace un par de años: (“La sala oscura”, Paidós)
"Nosotros los pobres", "Ustedes los ricos" y "Pepe el toro" películas de Ismael Rodríguez permitieron que Pedro Infante se inmortalizara; en ellas se relata la historia de un señor que es carpintero, pega de chiflidos cuando trabaja, es encantador y habla como creen en Guadalajara que hablamos los chilangos, diciendo cosas como: "voitelas para los calvos". El problema es que a pesar de su carisma tiene mala suerte, malfario que se manifiesta inexorablemente y cuya evidencia científica es la siguiente: a) le vuelan la lana de la maquinaria y la única que se entera es la madre paralítica que lo único que puede mover son los ojos por lo que el ratero comete el crimen perfecto, b) su hija (¿hijastra? ¿sobrina?) le es arrebatada por los parientes ricos que son mamoncísimos y que se avergüenzan de que conviva con tal pelusa, c) se le muere la esposa y el hijo en un incendio, lo cual le provoca una locura casi de baba que lo mantiene encerrado en su cuarto tres días d) lo meten al bote y le saca un ojo a uno que es maldito y que ante una llave china no tiene más remedio que gritar ¡Pepe el Toro es inocenteee! e) se hace boxeador y de un derechazo mata a su mejor amigo, Lalo Gallardo f) la hija ¿hijastra? ¿sobrina? Engorda 25 kilos en el sorprendente lapso de dos películas y g) a uno jorobado que se llama "El camellito” se lo lleva el tranvía y cuando comprensiblemente pregunta por el estado de sus piernas le informan con notable sensibilidad: "¿pos cuáles piernas camellito?, ¡si ya no tienes!".
Después de todo lo anterior y en lugar de exilarse en Siberia o realizarse una limpia en la sierra de Ixtlán, el carpintero-boxeador acaba en el panteón rindiendo homenaje a los múltiples muertos de la historia mientras se insinúa que hay probabilidades de un arreglo amoroso con la viuda del amigo. Supongo que la trama anterior si fuera broma, sería malísima, sin embargo, es (misterio de los misterios) probablemente la trilogía más exitosa del cine mexicano. Fin de la cita.
Por supuesto que un servidor, al igual que el resto de los mexicanos ha visto doce veces cada película de Infante (escribir “el idolo de Guamuchil” sería una mamada ejemplar) y nada tengo en contra de ellas, de hecho me divierten. Lo que me parece idiota es que Televisa arme un homenaje en que hace que la gente se vista como imbécil (hay que tener mucha autodeterminación y temple para vestirse como el niño Tizoc en cadena nacional) y se agandallen un homenaje que no tiene otro propósito que ganar dinero. Sin embargo y pensándolo bien, el idiota soy yo porque no se me ocurren esas ideas lo que determinará que en mi futuro mercantil nunca pase de perico perro…carajo.
En fin… yo se los juro que yo no fui y Pepe el Toro es inocente.

martes, 9 de febrero de 2010

Vacaciones (El Financiero 2001)

Una amiga mía que es muy viajada me ha explicado que en otros países más avanzados (deben ser un montón) que México las vacaciones se manejan de manera diferente; lo que me dice mi corresponsal es que en Europa, por ejemplo, la gente puede tomarse hasta dos meses seguidos en un año y que cada siete llega una especie de paraíso sabático en el que el empleado cuenta con un año para dedicarse al dolce farniente mientras que recibe su salario de manera puntual.
Ignoro como evolucionó el concepto en nuestro país pero lo que percibo es que a la gente le produce una culpa enorme aspirar a un descanso laboral bajo el temor paranoico de que sea calificado como un huevonazo. Esta idea se complementa con otra paranoia completamente nacional que se basa en la idea de que ausentarse puede significar que los demás descubran que alguien lo hace mejor o que uno no sirve para nada. Es por ello que las vacaciones que tomamos son magras y llenas de culpa; la gente importante inclusive lleva un teléfono celular que pone junto a la piña colada y que cada vez que suena pone a la familia entera a temblar ya que puede significar que algo se apestó y es menester regresar por lo que una misión comando se saca al niño de la alberca, se cambian las camisas de florecitas por una corbata y se emprende el regreso entre mentadas de madre de muy diverso calibre.
Uno supondría que bajo este esquema espartano la productividad nacional tendría que ser altísima y que el país debería navegar hacia el océano del primer mundo vía el esfuerzo de su gente, sin embargo no es el caso y lo que es peor, los países ilustrados en el ejemplo de mi amiga son infinitamente más productivos que nosotros, lo que determina que cada verano seamos invadidos por hordas de gente de muy diversos países que nos mira laborar con cierta conmiseración mientras se embriaga en las aguas del Caribe. Una explicación para este fenómeno relativo a la productividad laboral puede ser hallada en el gen que poseemos los nacidos en estas nobles tierras para estar y no estar. Mi primer contacto con esta estrategia lo recibí en la secundaria, donde el niño Ramírez –que era una analfabeta funcional- pasó tres años a mi lado, sentado en el mismo salón y oyendo a la misma gente en una especie de trance hipnótico que mi abuelita hubiera llamado “ausencia”. Si lo anterior es notable, más lo es que el niño Ramírez haya obtenido un certificado que acreditaba el hecho de que había asistido a la secundaria, cosa que finalmente me pareció justísima ya que hizo exactamente eso: Asistir.
En la chamba se puede lograr el mismo y prodigioso efecto: supongamos que la hora de entrada son las nueve de la mañana, pero se ha logrado cierta laxitud llamada genéricamente: “tolerancia” que son los minutos de retraso aceptables, ello determina que a las nueve y media el trabajador se instale en el escritorio y abra “su periódico” para enterarse de la actualidad mexicana. Luego vienen las llamadas telefónicas –entre las que se pueden contar varias a la Tropi Q para pedir una canción o a una hot line en la que una gorda les murmura cosas al oído. Terminada esta rutina es la hora de almorzar lo que determina que se lance una comisión para buscar las tortas de tamal y los refrescos, el almuerzo se desarrolla en santa paz y ya como a la una, se empiezan a revisar los pendientes. Desgraciadamente los que eran urgentes se han apestado a esa hora por lo que lo mejor es dejarlos como tales, es decir como pendientes y procesar el resto de la información sin mucha convicción. A las seis de la tarde (ni un minuto después) es la hora de la salida y todo queda abandonado hasta el día siguiente.
Lo anterior demuestra que podemos perfectamente cambiar nuestro esquema vacacional sin merma alguna; da exactamente lo mismo que nos vayamos dos meses que una semana y modernizar nuestras conquistas laborales, ello no determinará ningún cambio y sí que la gente esté más contenta que es de lo que finalmente se trata ¿o no?

lunes, 8 de febrero de 2010

Juguetes (El Financiero 2001)

Estaba yo el otro domingo en estado cataléptico como a las siete de la mañana cuando de pronto un ruido espantoso –que podría ser el del helicóptero de radio red estrellándose en mi tinaco- me despertó y del sustazo bajé tres kilos. El incidente se provocó debido a que mis hijos fueron los felices receptores de un juego que consiste en cuatro hipopótamos jijos de la tiznada, cuya misión es comer unas pelotitas de plástico a la mayor velocidad posible. Observé atentamente a mis criaturas y me di cuenta que el niño frijol estaba en un trance que podría considerarse epiléptico o el de una persona que ha sido medicada con antidepresivos por 18 años. Desde luego no tuve el valor de suspender el juego, ni de exiliarme en Siberia o en la hermana república del Congo (que eran las opciones), simplemente me quedé pensando en las vueltas que da la vida y la trastocación en las formas modernas que han adoptado los infantes para divertirse.
Evidentemente, este no puede ser un manifiesto a favor de Doña Blanca (la vieja que estaba cubierta de oro y plata) o de la víbora de la mar, ya que me parece que los niños que nos divertíamos con tales invenciones éramos poco menos que idiotas perdidos. Tampoco puede ser un panfleto a favor de que regresen a la calle para jugar coladeritas, ya que en esos casos el riesgo es que un pesero los arrastre o un grupo de malditos los secuestren. Sin embargo, percibo cierta tendencia a la fabricación de juguetes que no pueden más que producir oligofrenia temprana y paso a relatar algunos ejemplos.
Hay una cosa que se llama nintendo (los entendidos deberán disculparme pero esto es nuevo para mí) en la que un señor de bigote y vestido de cartero que se llama Mario, se dedica a correr por todos lados como un poseído tratando de ganar unas estrellas que son como el ging sen ya que le dan vigor. Para comandar los pasos del señor uno empuña una barra que termina toda sudada ya que se producen verdaderos escalofríos cuando el cartero se va a caer al precipicio o lo va a perjudicar el jefe de los ladrillos. Hay uno que es el rey bomba y la definición es literal, ya que efectivamente, es una bala de cañón con bigotes y corona que cuando se enoja avienta al enano por un despeñadero. Debo decir que en ese momento se me olvidó la hipoteca de la casa, mis deberes familiares y una llamada que tenía que hacer a mi hermana para un asunto urgente. Se trataba de que el rey bomba no nos perjudicara. Cuando terminé tenía baba en las comisuras y las articulaciones colgando del esfuerzo, cosa que me dejó profundamente preocupado.
Mi siguiente experiencia con los juguetes oligofrénicos la presencié en una fiesta infantil, de ésas que se hacen en un salón de juegos con mamás y papás que van con el mismo entusiasmo con el que iban los herejes a la hoguera y en la cual uno de los regalos al niño festejado, consistió en una pista que tiene la saludable intención de que los coches que la atraviesa se hagan pedazos a través de un choque cataclísmico. Se trata de producir chatarra a altas velocidades para luego reparar los carros y hacerlos chocar de nuevo de peor manera. Hace unos días me preguntaba yo que “quién nos enseñaba esos modos viales” y el regalo de marras me dio muchas claves ya que fui el testigo de honor de un grupo de niños con los ojos inyectados celebrando la catástrofe.
Y digo yo: ¿será que me he convertido en un viejo lamentable que no hace más que añorar tiempos pasados? ¿será que no tengo en mi estructura los genes de la vida moderna y estoy condenado a la extinción? Es probable, pero de cualquier manera estoy buscando en mis baúles un yo-yo, un trompo y un balero para ver si logro seducir a mis infantes con el fin de que entiendan que la modernidad (ese paradigma notable) no es necesariamente todo lo buena que parece.

viernes, 5 de febrero de 2010

De Bancos (El Financiero 2001)

Mi experiencia en materia bancaria es tan vasta como la que poseo acerca de la literatura noruega del siglo XIV, los bancos son para mí un mundo misterioso que ha evolucionado desde la idea genial de algún emprendedor consistente en pagarle a alguien por guardar su dinero, hasta instituciones todopoderosas llenas de ventanales y jergas inaccesibles como cetes, tasa líder o rendimientos líquidos. Al igual que usted, querido lector, he tenido que asistir a los bancos con el propósito de realizar algún trámite ineludible. Normalmente se llega a una especie de gusano en el que la gente madrugadora ya está haciendo cola. Uno toma el turno que le corresponde y se dispone a esperar. El tiempo normalmente es el mismo que tomaría armar un vehículo compacto por lo que la sugerencia es llevarse las obras completas de Tolstoi. Cuando uno finalmente llega al último de espera se inicia la cacería de un foquito que se prenda y apague indicando la caja que está disponible. El ejercicio supone una presión equivalente a la que sufren los estudiantes japoneses ya que normalmente la gente que viene atrás se encuentra tan exasperada que si uno no reacciona en tres segundos, viene un codazo y la indicación de a donde dirigirse. El contacto con el cajero o cajera es normalmente equívoco ya que se realiza a través de un vidrio blindado de dos pulgadas que si bien evita que los rateros se lleven la lana, no es precisamente un artefacto que favorezca la comunicación (en una ocasión entendí que la cajera me decía: “¿es usted el efectivo?”).
En una de cada tres ocasiones el cheque no se puede cambiar por razones diversas; que van desde la falta de una identificación adecuada hasta que las firmas no coinciden pasando porque “no hay sistema”, esta última explicación es muy funcional ya que, a diferencia de no poseer la credencial de elector o haber firmado el cheque en estado de ebriedad, le asigna una responsabilidad decisiva al éter y contra eso no hay manera de sentirse agraviado.
Con el sistema bancario han ocurrido cosas muy curiosas; originalmente era propiedad de señores muy ricos a los que les dio el supiritaco de su vida el día que López Portillo anunció que la banca se nacionalizaba, para el ciudadano común (es mi categoría) la decisión no era clara y probablemente obedecía a que los banqueros eran una punta de desleales a la Nación. Posteriormente quedó claro que los que se habían clavado la lana eran justamente los gobernantes y Miguel de la Madrid decidió enmendar la situación volviendo a vender los bancos. Me explican que éstos fueron una ganga y permitieron que gente con los talentos de Cabal Peniche o El Divino armaran su patrimonio y el de diez generaciones de sus sucesores. Luego vino la crisis y entonces el gobierno decidió “rescatar” a los bancos que se iban a pique, para ello tomó el dinero que todos nosotros pagamos y anunció la medida como un acto de protección a favor de los ahorradores y no de la banca. Aquí empiezan los misterios; tengo conocencias que babeaban bilis cuando se anunció el subsidio a la leche liconsa pero no veo una reacción equivalente cuando el gobierno decide sacar del arroyo a un grupo de banqueros a los que en muchos casos nomás les faltaba el antifaz y el saco.
Acto seguido vino la apertura; de pronto uno entra a una cosa que se llama Scotia Bank o BBV que quiere decir que existen Bilbao y Vizcaya (esta última opción tiene la virtud de recordarnos las clases de geografía). La última noticia que recibí es que Banamex será vendido por 12 mil millones de dólares y supuse, como lo haría cualquier persona que no es idiota, que si el gobierno le dio lana a Banamex para sobrevivir, la lana regresaría al erario, pero nones, no hay regreso ¿por qué? Porque a nadie se le ocurrió. La noticia se complementa con el anuncio de que la operación está libre del pago de impuestos y finalmente la cereza del pastel nos la ofrecen las tasas de interés que pagan los bancos por los ahorros (una porquería) y los que cobran a los usuarios de tarjetas (un robo).

jueves, 4 de febrero de 2010

Gorrones (El Financiero 2001)

La gorra es un patrimonio orgullosamente mexicano que se presenta en todos los estratos sociales y en algunos casos puede alcanzar niveles que la convierten en una de las bellas artes. Yo tenía, por ejemplo un amigo que durante más de veinte años se mantuvo e inclusive subió de peso gracias a su habilidad para el sablazo. Las técnicas eran muy variadas; la primera consistía en tener una agenda rotatoria con el nombre y dirección de treinta amistades (entre las que tuve el honor de contarme), de tal manera que a cada uno le tocaba un día del mes. Lo siguiente era presentarse alrededor de las dos de la tarde en la casa que correspondía y no moverse ni con polea hasta que no recibiera la esperada invitación a comer. Terminados los sagrados alimentos, se limpiaba el mole de las comisuras y se despedía con un periódico (esto es importante) bajo el brazo.
La segunda estrategia lo llevaba a la banca de un parque en donde abría el periódico y buscaba los eventos intelectuales del día. Como es sabido, en esta noble ciudad diariamente la clase intelectual se da cita para acciones diversas; un performance en que encueran un zorrillo mientras el artista toca la caracola, la presentación de tal o cual libro en el que un grupo de amigos y otros que no lo son tanto se sientan a la mesa para hablar bien del autor y mal de los ausentes; una mesa redonda en la que se diserta sobre el papel del gremio intelectual en la solución de los problemas nacionales y demás yerbas. Bien, el secreto de mi amigo era presentarse al final (ir desde le principio me parece una prueba insuperable) del evento más prometedor y tragarse tres cuartos de kilo de empanadas de camarón.
Una tercera, pero más riesgosa estrategia consistía en llegar a un restaurante con otro grupo de comensales. Normalmente a la hora de pagar la cuenta se levantaba al baño y regresaba a la media hora, si esto no funcionaba, se hacía lo que los clásicos llaman con cierta vulgaridad, pendejo y en casos extremos sacaba un billete roto de a mil que nadie aceptaba. La más indigna de sus técnicas, sin embargo, era meterse a un supermercado y buscar a las señoritas de charolas que ofrecen quesos y salchichas. Se podía comer un kilo.
Otra forma de gorronería es la visita inesperada; está uno muy tranquilo leyendo el periódico y suena el timbre. En la puerta se encuentra alguien que tiene el suficiente nivel de confianza para llegar con una maleta, pero la suficiente lejanía para que no se le invite ni borracho. Como el palo está dado y no hay manera de librarla uno le ofrece el sofá y los tres alimentos por un “período temporal” (esta temporalidad depende siempre de variables como un dinero que se cobrará o el arreglo de una situación doméstica terrible). A los tres meses han ocurrido varios incidentes; la visita indeseable se ha adueñado de la televisión; vio encuerada a la legítima saliendo del baño, dejó la puerta abierta y el perro se fue para nunca volver y un día se le ocurrió hacer una fiesta en la que tres amanecieron encuerados y en posición comprometedora.
La última forma que se me ocurre no es propiamente una gorronería pero puede pasar como tal y se relaciona con los buffetes. Como se sabe esta variante alimenticia se basa en la idea de poner platos, charolas humeantes y uno señores atrás de ellas que le explican a la gente que las fajitas de filete se llaman fajitas de filete. Por algún misterio que tiene que ver con la ley de la oferta y la demanda, la gente que servirse poco es equivalente a ser estafado. Para curar esta percepción se sirven en un plato lo que se podría comer una tropa de scouts en tres días y se van a una mesa a masticar como zopilotes, mientras el dueño calcula como reciclar los platos que contienen restos de alimento.
Los gorrones dan sablazos que nunca pagan, disponen del patrimonio ajeno y tienen la misma concha que un quelonio de quinientos kilos. Que con nuestro pan se lo coman.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Mire el pajarito (El Financiero 2001)

Fedro Carlos Guillén
Existe un número infinito de profesiones para las que no me siento calificado, entre las más destacadas se encuentran la de cobrador de casetas o la del señor que se para atrás del presidente en los informes presidenciales. Lo anterior se debe a una incompetencia congénita que se extiende hasta el territorio de la fotografía. Es por ello que cuando alguien me da la mano y detrás de ella una tarjeta que dice “fulanito de tal: fotógrafo infantil”, no puedo más que expresarle mi profunda admiración.
Me imagino las sesiones como una especie de martirilogio que inicia con la llegada de una señora (normalmente una vieja chota) cuyo deseo es que le tomen unas instantáneas a su hijo, el niño Juanito. Un primer problema se presenta si el infante es horroroso ya que las expectativas son que salga “muy bonito”, el segundo obstáculo se manifiesta si Juanito es un jijo de la tiznada que no se está quieto y se resiste a ser fotografiado. En ese momento el señor fotógrafo entra en un conflicto ya que internamente tiene ganas de atizarle un soplamocos al escuintle, pero se ríe de dientes para fuera y le dice a la señora madre pendejadas como: “pero que inquietito niño”.
Pero analicemos la resistencia de Juanito que, por cierto comparto desde el fondo del corazón. Supongo que a nadie en pleno uso de facultades (y un niño no es la excepción) le gusta que lo vistan de charro o de viejito michoacano y lo lleven a un lugar en el que lo sientan sobre una columna dórica con un fondo de nubes y lo hacen reírse a huevo.
Esta costumbre de retratar a la gente en condiciones ridículas me parece un misterio universal; hay idiotas que le ponen cuernos al fotografiado, otros le hacen gestos a la cámara y algunos más en lugar de mirar el foco enfocan su vista en el horizonte, como si en el horizonte sucediera algo interesante.
Después de que el niño ha pasado por el grado 3 de la PGR la señora lo lleva a su casa y vuelve al día siguiente por las fotos que pidió “con retoque”. Esta última técnica consiste esencialmente en tratar de que el fotografiado sea irreconocible ya que la tarea consiste en poner chapas donde no las hay y borrar granos donde los hay. La madre recibe las fotos e inmediatamente se dirige con el marquero que busca una propuesta ad hoc para las cinco fotografías de Juanito. Normalmente lo que se hace es ponerlas como juego de gato y colgarlas de la pared para futura vergüenza del niño y de sus amigotes.
El problema anterior se debe a las pretensiones de la gente que no asume el doloroso hecho de que si uno es horrible, horrible tendrá que aparecer. El asunto se resuelve con las fotos de las credenciales en las que nadie, que no sea imbécil, espera un resultado satisfactorio. En mi licencia, por ejemplo, parezco asesino serial, ello se debe a que mi aspecto es precisamente ése. Aunque debo decir en descargo de los compatriotas de buen aspecto que las fotos de las credenciales las hace un tipo que tiene prisa y es por ello que las tomas se hacen siempre a traición lo que produce que la gente en algunos casos salga bizca, en otras con los ojos entrecerrados, como si hubiera inhalado thíner o de plano volteando para otro lado.
Todo lo relacionado a la fotografía me es ajeno; las cámaras modernas me parecen más complicadas que el funcionamiento de un hidroavión, hay botones para neutralizar la luz, otros para hacer exactamente lo contrario y unos que reflejan la velocidad . Una vez durante un viaje, encontré a un par de turistas japoneses que me entregaron una cámara con el propósito de que les tomara una fotografía. Posaron con un monumento detrás y conmigo de frente. Sonrieron de oreja a oreja y yo disparé el obturador. En ese momento en lugar del ortodoxo “click” , se escuchó un violento “track” que les quitó la sonrisa a los japoneses y me motivó a aprovechar la confusión para devolverles la cámara (que hoy debe estar frente a un altar para recordar a mis antepasados). Cosas de la fotografía.

martes, 2 de febrero de 2010

Los Taliban sexuales (El Financiero 2001)

En mi cuadro de honor particular se encuentra Raúl Trejo Delarbre, un periodista que se ha encargado sistemáticamente de llamar nuestra atención sobre los vicios y excesos de los medios. Raúl -una de las plumas más equilibradas y lúcidas del periodismo nacional- es director de Etcétera, una revista que se especializa justamente en el análisis mediático y colaborador del periódico Crónica (que, por cierto, frecuentemente cae en los vicios que el propio Trejo ha señalado y que identifica al PRD como el causante de todos los males posibles y de otros que están por inventarse). Hace unos días Raúl escribió un artículo titulado “Los talibanes totonacas” donde da cuenta de las exigencias de un señor de nombre Guillermo Bustamante que evidentemente sufre una forma benigna de retardo mental y se ostenta como Presidente de la Unión Nacional de Padres de Familia, agrupación que ignoro a quién representa (yo soy padre de familia y ni inhalando volátiles solicitaría mi afiliación) pero que tiene la capacidad de cuando en cuando de hacer señalamientos que son en sí mismos lecciones de historia ya que nos remiten irremisiblemente a la alta edad media. En pocas palabras (o en muchas no lo sé) el señor Bustamante ha señalado que el libro de ciencias naturales de quinto grado de primaria es: “genitalista, reduccionista y promotor de conductas antinaturales”, además de que implica: “un lenguaje subliminal” para la promoción de “conductas homosexuales”. Desde luego Raúl –que es un caballero- simplemente expresa su rechazo a tales posturas pero yo –que no lo soy- quiero aportar mi visión de las cosas.
Lo primero que diré es que respiro por la herida; en 1993 fui uno de los autores del programa de ciencias naturales para la primaria que tanto molesta a don Guillermo y además, soy, como consta en la página legal, revisor del libro de marras. Recuerdo que cuando analicé el texto me pareció adecuado y pertinente y nunca se me ocurrió (porque no soy tonto) entrar en digresiones acerca de los “mensajes subliminales” ocultos por ahí. Una de las láminas que molestan al señor Bustamante se encuentra en la página 101 y muestra a dos chavos bañándose, en el pie de la ilustración se lee: “el niño de la izquierda tiene el pene circuncidado y el de la derecha no”. Me imagino que en ese momento el señor Bustamante entró en coma ya que en su diccionario personal (o en el de la Asociación que tan dignamente dirige) el pene debe llamarse: “vergüenza”, “parte noble” o de plano “pirinola”. Uno analiza la ilustración (horrorosa, por cierto) y, efectivamente el niño de la izquierda se está enjabonando la cabeza mientras que el de la derecha hace lo propio con su cuello. El primer punto es que a menos que la gente que se bañe en las mismas regaderas sea causalmente homosexual, no me imagino en qué estaría pensando el señor Bustamante mientras veía la ilustración (miento, sí me imagino).
En segundo lugar, nuestro buen amigo se dedicó con el tiempo y paciencia suficientes a contar que en todo el libro existen 25 referencias genitales. Si la vida me diera el mismo tiempo podría apostar que la palabra azúcar aparece 30 y ello no significa que los dueños de los ingenios quieran pervertir mentes infantiles para captar futuros consumidores. Los argumentos ofrecidos son de ese calibre y uno debería reírse de no ser por la escalofriante declaración de que el Secretario de Educación “fue muy receptivo”. Desde luego se entiende que un señor tan importante no puede decirle a un grupo de gentes que lo visitan que son un puñado de badulaques, pero sí puede y debe establecer una posición que permita intuir que tales demandas son tan sensatas como la de que los gringos nos devuelvan el Alta California.
Me parece señor Bustamante que ha equivocado el tiro; un libro que promoviera conductas antinaturales sería aquel que estimulara en los niños el deseo de trabajar con Pati Chapoy o que les permitiera disfrutar de Barney el dinosaurio que vive en nuestra mente o peor aún… que los orillara a ser miembros de la Asociación nacional de Padres de Familia, institución que en su propaganda podría expresar: nos respaldan diez siglos de experiencia cuidando a las familias del mundo.