miércoles, 28 de abril de 2010

Quince años tenía Martina (Milenio 2009)

Los primeros quince años a los que asistí en mi vida fueron lo más cercano que he visto a una prefiguración del infierno; se trataba de festejar a la niña XXX que “se convertía en mujer”. Para los preparativos fue necesario realizar lo que los clásicos llaman “ensayos” en los que la madre de la festejada (una mujer que se sentía coreógrafa) tomaba un palo de escoba para marcar el compás y ponía a la gente a dar unos pasitos. El resultado era simplemente lamentable ya que lamentable es que un grupo de jóvenes con vello en las partes prudentes se pusieran a bailar con la mirada perdida algo equivalente a “Los cuentos de los bosques de Viena”, que no era precisamente un estreno.
El día indicado nos llevaron a un salón en el que la quinceañera apareció triunfal bajando por una escalera que venía de la nada y en medio de nubes de hielo seco. Su aspecto era impresionante; la habían peinado con unos caireles que recordaban vagamente a la pequeña Lulú, el maquillaje la hacía lucir como la Tigresa y el vestido era una madre indescriptible que pesaba ocho kilos. Salimos los chambelanes, la rodeamos y empezamos a dar pasitos, para vergüenza de la humanidad y de nuestros padres que nos metieron en ese trance.
Los quince años en México se festejan a través de un rito que es tan misterioso como muchas de nuestras costumbres (¿no es misterioso comerse a un puerco integralmente, como se hace en este país?). Lo primero es decidir si se quiere fiesta o viaje, cualquier quinceañera con dos dedos de frente optaría por la segunda alternativa y sin embargo, no; se decide que lo que se quiere es un ágape y entonces inician las complicaciones. Lo primero es decidir la lista de invitados, que suelen ser una turba lo que plantea el segundo problema; el de la elección del sitio. Normalmente se contrata un galerón que es decorado con ramos de flores siguiendo el mexicanísimo principio del granel. Luego viene la misa en la que el señor cura nos infunde el temor a Dios y de la importancia de llevar una vida libre de pecados. Luego viene la fiesta en la que normalmente ocurren varias cosas; la primera depende de la calidad intelectual de los convocantes y puede ser, como fue mi triste caso, una evolución coreográfica en la que los amigos sudan la gota gorda cargando a la infanta que puede pesar ochenta kilos. El padre normalmente ya jaladón, ensaya un discursito en el que cae vencido por el peso de la emoción o de los demasiados wisquis y luego se proyecta un video que da cuenta de la evolución física de la niña Lucero, que ahora es una mujer.
El rito anterior –barroco, costoso y ligeramente ridículo- afortunadamente se encuentra en riesgo de extinción. Leo con mucha atención la nota de Alejandro Moreno en Milenio en la que informa que la venta de vestidos de quince años bajó en un 60% a pesar de que: “Vendemos a un tercio del precio de las tiendas departamentales y, aun así, no hemos podido reactivar nuestra economía”, de acuerdo a las palabras de un señor que se llama José Luis Santiago que es el representante de los comerciantes del giro (en este momento me imagino las tarjetas de presentación del señor Santiago que dicen a la letra: “José Luis Santiago, líder de los comerciantes de vestidos de quince años” y me quedo pensando en la enorme capacidad nacional para representar a la gente). También me entero que un vestido barato vale entre dos mil quinientos y tres mil pesos, lo que me deja pensando en las prioridades de la vida.
El estoconazo final, me lo proporciona una querida amiga a la que le pregunté acerca de lo que iba a hacer el siguiente sábado y me contestó con enorme naturalidad: “es la presentación de los tres años del niño fulanito de tal”. Entonces me enteré que este rito novedoso gana fuerza y adeptos y decidí que no entiendo un carajo ¿Presentación de tres años? No mamen, dice dentro de mí eso que se llama el sentido común del cual como es evidente, carezco congénitamente.

El rey del refrito

Me preguntan algunos lectores la razón por la que las entradas del blog son únicamente artículos, cuentos o ensayos previamente publicados. La duda es legítima y me deja poca escapatoria para reconocer mi pereza. Trataré de vez en vez, de enmendar esta debilidad, aunque sigo pensando que el ocio, ese concepto vilipendiado, es una de las bellas artes y si no, lean a Bertrand Russell
Un abrazo
Fedro