sábado, 25 de julio de 2009

De paparazzis (Etcétera 2007)

Nunca he sido correteado por una turba de paparazzis y ello se explica fácilmente dada mi condición de pelagatos. No es el caso de las celebridades que día con día sufren el acoso de esta nube de vividores con un trabajo que a mí me parece simplemente inexplicable. La escena es predecible como un meteorito; algún famoso o famosa sale de un lugar determinado que puede ser un restaurante, la sala de su casa o el Aurrerá de Mixcoac, la siguiente etapa depende del nivel de celebridad del susodicho. Si es un peso pesado irá acompañado de cuatro señores con cuerpo de ropero que van tirando madrazos a diestra y siniestra mientras intentan tapar los objetivos de las cámaras, para que al día siguiente en los noticieros se quejen los animadores de las agresiones a la prensa. En cambio, si se es de menor importancia habrá que lidiar en soledad con esta masa que ejerce el trabajo periodístico poniendo el obturador en los pómulos y el micrófono en las amígdalas.
Para entender este fenómeno hay que buscar varias aristas; en primerísimo lugar está el mercado generado por los consumidores –a quienes imagino idiotas y babeantes- que reclaman a gritos conocer el rostro del hijo de Luis Miguel o el beso que se dio una buenona con uno que no es su pareja. Convendrá conmigo –querido lector- que no se trata de asuntos de Estado y sin embargo, los tirajes de las revistas en que se exhiben estas miserias son muy superiores a los de aquellas que se dedican al análisis nacional. Un segundo elemento se vincula con la ausencia total de regulaciones en la materia. Frecuentemente se invoca sin ningún matiz sobre “el derecho a saber”. De acuerdo, los ciudadanos tenemos ese derecho, señaladamente en el caso de las decisiones públicas. Sin embargo si tal o cual ministro decide encuerarse en la privacidad de su hogar y ponerse una piel de oso encima para bailar la polka, el asunto pierde por completo tal interés público y en consecuencia los ciudadanos nuestro derecho a saberlo.
El asunto adquiere gravedad por los medios a través de los cuáles se obtiene esta información; telefotos, helicópteros, cámaras escondidas, motocicletas con un camarógrafo voraz y espionaje telefónico son solo algunas de las estrategias que se siguen para llevarle al noble pueblo mexicano instantáneas de la señora Bolocco desnuda (en la supuesta soledad de su hogar) o a la señorita Spears (que por cierto, no es precisamente una lumbrera) dejándose la cabeza como huevo de pascua. Hasta donde sé nunca ha prosperado en este país una demanda contra nadie y sí inmensos reparos de los medios de comunicación que de inmediato se quejan de atentados contra la libertad de prensa y el derecho de la gente a estar informado. De hecho en un acto inverosímil trasladan la responsabilidad sobre la gente acosada con un concepto que se podría resumir con la siguiente frase: “quién le manda a ser famoso, si no quiere que lo fotografíen que no salga de su casa”.
Un ingrediente aditivo tiene que ver con el valor de una nota; mientras más escandalosa es mejor, así, por ejemplo si una famosa se va a cenar a un restaurante y se logra una imagen en la que tiene un tenedor con lasaña, la fotografía será mucho menos costosa que aquella en la que la capten escupiendo dicha lasaña, estornudando en la cara de su interlocutor o regresando la sopa de cabellitos de elote. Este fenómeno propicia que a los paparazzis les convenga comercialmente que sus presas se intoxiquen con alcohol o que prescindan de ropa interior y en ello hay un mensaje simplemente lamentable.
Supongo que este es el signo de los tiempos y nada se puede hacer ante este fenómeno. Aparentemente nadie está dispuesto a legislar sobre la materia y el poder mediático es tan grande que difícilmente se podrá evitar este fisgoneo permanente. La gente tampoco cambiará y seguirá buscando con avidez notas obtenidas de mala manera pero que le permiten –aunque sea por un minuto- formar parte de la vida de los bellos y de los famosos, que, por cierto, es una forma pobre de vivir.

Cruceros (La mosca en la pared 2007)

La primera imagen que tengo de un crucero me la trajo una serie precámbrica llamadas justamente “el crucero del amor”, en ella se relataba la saga de unos señores que eran pendejísimos y se trepaban a un crucero cuya tripulación era la siguiente: a) el capitán era un hombre con cabeza de rodilla, usaba calcetines blancos hasta los meniscos (igual que el portero del América) y unas bermudas que solo le he visto a Agallón Mafafas. Se trataba de un viejo huevón que vivía en cocteles mientras uno se preguntaba quién carajo estaba piloteando el barco b) un cantinero negro (no afroamericano por favor) con dientes de peineta española que se vestía como coronel salvadoreño c) uno que nunca supe su cargo ya que realizaba tareas misteriosas d) un médico que se suponía seductor medio calvo y de lentes, características físicas que le permitían ligarse a pura vieja chota y finalmente, una señorita que pesaba catorce kilos y era la anfitriona, de esas que organizan la vida de los viajeros.
Recuerdo que después de ver el programa me quedé muy asombrado de que hubiera esos barcotes y peor aún, gente dispuesta a treparse a la mar océano en formación de turba para pasar las vacaciones. Dentro de mis prejuicios (que son incontables) la sola idea de subirme a una madre de esas me produce sudoraciones inguinales por lo que trataré de explica por qué.
En primero lugar y dados los costos del viaje uno puede calcular que la edad promedio de los viajeros es de 90 años cumplidos y los divertimentos que se organizan en su honor resultan normalmente lamentables. Se encuentra por ejemplo un juego cuyo nombre ignoro en que se utiliza un trapeador para darle a una especie de mina antipersonal que se desliza por el piso con la intención de atinarle a un triángulo en el piso, esta versión yuppie de la rayuela se aprecia –debo decirlo- tan dinámica como el canal del congreso. Otra perversión es organizar concursos de disfraces que –como se sabe- es la forma más idiota de concurso posible después de las mamadencias esas del circo de las estrellas. Me imagino a dos pasajeros en su camarote haciendo un turbante con papel del baño o usando las toallas para producir la túnica de la emperatriz Cleopatra e invariablemente me veo sometido a una profunda depresión. Existe, además, un rito llamado “cena con el capitán” que se me antoja tanto (dicho sea con todo respeto) como una ida al zoológico con Capulina. Se trata de vestirse de gala con corbatita de moño y frac y departir con un anciano al que no se tiene el gusto, mientras la orquesta toca a los Bee Gees. No tengo idea que le preguntaría pero seguramente serían cosas pendejas para salir del paso como: “¿y dígame capitán, conoce usted el nudo de lazo de cochino?” o “¿Si Juan se encuentra a estribor y José a babor, cuál es el que se halla más cerca del trópico de Cáncer? En fin, paso sin ver.
La última perversión en esta diversión posmoderna nos la proporcionan una nube de buenones pero idiotas que se dedican a ponerle alegría a la zona de alberca. Una de sus actividades preferidas es juntar a los viejitos obesos, meterlos en la piscina, programar una música escalofriante y ponerlos a bailar el espectáculo se vuelve una especie de ballet surrealista que podría perfectamente convertirse en performance y ser presentado por algún intelectual mamón en el festival de cine alternativo.
Tengo un amigo que alguna vez me dijo que se iba a un crucero “para ligar”. Lo he de haber visto con alguna dosis de compasión porque se fue muy ofendido y cuando regresó me invitó a su casa, sacó un carrusel de transparencias y me enseñó todo lo que he descrito anteriormente, incluyendo a su conquista, una jovenaza que confundí con el capitán de primera impresión.
Por todo lo expuesto es que yo a un crucero no me subo así me aten. Recientemente me llamaron por teléfono a mi casa para decirme que me había ganado un boleto doble para trepar al “Príncipe de las Mareas” no sabían que su evidente fraude se toparía con alguien como yo que me considero, a estas alturas, completamente inmune a la atracción por la mar océano.

De gente pequeña y afroamericanos (Milenio 2008)

Son malos tiempos para hablar claro, la última década nos ha traído una oleada de puritanismo y corrección política que se empieza a expandir como una plaga creciente e irremediable. Parecería que las viejas batallas de activistas combatientes que se enfrentaban con la policía montada se han transmutado en grupos de gente ociosa que vive pendiente de que se hable y se diga lo que la corrección política dicta y no lo que uno piensa. La primera vez que leí “tod@s”, por ejemplo, pensé que se trataba de una errata, pero me di cuenta de inmediato que solo un imbécil se equivocaría de tal manera dado que la “o” y la @ se encuentran en las antípodas del teclado. Mas tarde se me explicó, como se le explica a un idiota que nada entiende, que la razón de la arrova en la palabra era un intento ingeniosón por expresar sintéticamente “todos y todas” y entonces me quedé muy sorprendido de que hubiera gente con el tiempo y la paciencia suficiente para tales mamadencias.
Los paranoicos del mundo (que son una turba) normalmente asumen que absolutamente todo lo que ocurre, se dice o se hace está diseñado para joderlos y entonces buscan signos de agravio con la misma obsesión que Colón a las Indias. Normalmente se empieza por el bulto y entonces se edulcoran los términos que supuestamente son las mayores ofensas en un ejercicio de cierto candor. El razonamiento es el siguiente: “Negro (a pesar de ser un bello color) es algo muy feo de decirle a una persona (no importa que sea negra) y es por ello que hay que buscar una palabra sin esta carga adjetiva”. Acto seguido alguien se devana los sesos y sugiere “afroamericano”, término que se extiende triunfante y se le aplica, por ejemplo, a un negro que nació en Holanda o en China y que nada tiene que ver con estos ajos. Lo mismo pasa ahora con las personas que sufren alguna enfermedad y que ahora se llaman “con capacidades diferentes”. Si bien el término es inapelable, también es cierto que es vago y confuso ya que no orienta en lo más mínimo acerca de lo que se quiere describir.
En esta avalancha los enanos se han convertido en gente pequeña y la cruz roja ahora ya no podrá ser cruz debido a las protestas de los no cristianos en el sentido de que simboliza el valor de una religión y no de todas. Asimismo los indios, a los que uno se imagina con penacho de pluma y un peto de huesos en el plexo solar han dejado de serlo para convertirse en “nativos americanos”, un término tan exacto que permite que en él quepan más de mil millones de personas, entres ellas usted y yo, querido lector…Ay que hueva.
Me imagino a los neólogos sentados en concilio alrededor de una mesa, muy serios y circunspectos y con una lista de palabras que deben ser modificadas para que nos entendamos mejor. Así por ejemplo alguien propone “albino” y todos acuerdan que es un término incorrecto y probablemente despectivo. Entonces el de mayor iniciativa propone “persona desmelanizada”, se vota y todos tan contentos. El caso más triste en este destino de corrección le corresponderá a Kal El, el legendario Superman, que próximamente será bautizado como Superperson, no sea que las feministas se nos vayan a molestar.
A quien lea en estás líneas alguna tentación machista le puedo informar que está equivocad@, es simplemente un llamado a la economía del lenguaje. Si todos nos ponemos a hablar como Fox vamos a tener que duplicar el tiempo invertido en las charlas, que ya es demasiado. Uno no puede ir por la vida diciendo “alumnas y alumnos” o “chiquillos y chiquillas” sin que se le desgaste la traquea. Para hacerla fácil sugiero que empecemos a hablar en femenino, así “ellas” albergará a hombres y mujeres, lo mismo que “bienvenidas”. Con esta simple modificación mataremos como quince pájaros de un tiro. Por un lado quienes alegan acerca del sexismo del lenguaje quedarán satisfechos, por otro, los neuróticos como yo que no entendemos estas imposturas de la vida moderna también lo haremos y entonces viviremos en feliz coincidencia todas y todos o lo que es lo mismo todo@s