viernes, 7 de mayo de 2010

Escenas chilangas (El Financiero 2002)

1) Llego a un estacionamiento cerca del zócalo que por algún misterio se llama “overol” con la decidida intención de que no me chinguen como siempre lo intenta el cajero, un gordo que es tan honesto como el mochaorejas o Al Capone. He realizado las cuentas y sé que me corresponde pagar dos horas, es decir treinta y seis pesos, lo cual es un robo pero a fin de cuentas un robo legalizado porque esa es la cuota advertida. El gordo recibe como siempre el boleto, como siempre analiza la hora, como siempre mira al cielo con cara de que está haciendo cuentas y como siempre me cobra de más: “son sesenta pesos” declara, lo que me lleva a mi vez a declararle que está jodido y que son treinta y seis. Vuelve a ver el boleto, parpadea y finalmente masculla “tressansteiis”. Cuando le digo que nunca me ha cobrado la cantidad correcta nomás se me queda viendo con cara de que se abanica en mi opinión y el tipo que está atrás con profunda solidaridad me dice que me apure. En el momento que me subo al coche una señora esta diciendo: “es que usted siempre cobra de más”. Ya camino a mi casa calculo que el gordo gana más que yo por la sola virtud de no saber sumar más que a su favor.
2) Voy por avenida Chapultepec pensando en la inmortalidad del cangrejo cuando un señor igualito a Capulina se traviesa en el arroyo y para el tráfico. Lo primero que se me ocurre es que es el bastonero principal de un desfile de disfuncionales; nones, atrás de él vienen otros dos señores vestidos de civil portando unos rifles, así de grandes. Mi segunda hipótesis es que se trata de un comando que va a secuestrar a alguien pero como yo soy un pelagatos y a mi alrededor no hay nadie la descarto de inmediato. Los del rifle pasan al lado mío mientras rezo una Magnífica y entono el tema “yo se los juro que yo no fui”, finalmente se van. Luego me entero que efectivamente eran un comando, pero antisecuestro y que estaban tratando de evitar que los malhechores hicieran de las suyas.
3) A mi lado un camión de helados o algo así da un frenón para no estrellarse con un coche particular, del coche se baja un señor particular así de grandote y le grita peladeces al chofer que también se baja, en cinco segundos están trenzados a golpes con clara ventaja para el señor que de un tortazo (me gusta “tortazo”) le voltea la nariz a su contrincante (uno siempre tiende a pensar que la gente con menos recursos es mejor para los golpes que los pudientes pero este es un claro ejemplo de una excepción), llega la fuerza pública y los separa mientras se gritan más peladeces, luego se suben a sus coches y se van.
4) Enfilo por calzada de Tlalpan con rumbo al sur, como siempre tomo el carril de la izquierda para evitar a los microbuseros que se paran en cada estación, manejo al lado de un vagón del metro que va atestado y en el que un joven que va junto a la puerta cerrada me mira fijamente. De pronto y sin que medie estímulo alguno levanta la mano y me hace una señal conocida en México como “caracolitos” o “mocos”. No tengo explicación para el arrebato, a lo mejor es un asesino serial que odia a los calvos o es un joven aburrido que se entretiene mentando madres, la verdad es que no lo sé y me quedo con la duda hasta que llego a mi hogar.
5) Un señor se quiere dar vuelta a la izquierda en Insurgentes y a huevo por lo que discute con un policía que impasible le dice que circule. El tipo está furioso y mete un acelerón mientras le grita al representante de la ley “pero gano más que tú, jodido”.
Todo lo anterior en una semana en la muy noble y leal ciudad de México de la que por cierto me declaro rendidamente enamorado a pesar de sus taras y sus vicios chilangos que probablemente no tengan el menor remedio. Ni modo.