miércoles, 29 de mayo de 2013

Fobias (El Financiero 2002)

Alguna vez conocí a una muchachona que padecía de un extraño mal consistente en no utilizar el asiento del copiloto de un auto “porque se mareaba”, tal disfunción provocó que durante seis meses diera la impresión de ser una Condesa pobre, que se transportaba en un caribe destartalado y con un chofer impresentable. Mi madre no usaba las escaleras eléctricas lo que nos hizo esclavos de los elevadores durante muchos años y otras personas justamente lo que no usan son los elevadores porque padecen claustrofobia.
Las mañas de la gente son múltiples y se traducen en millares de fobias que tienen que ver con las arañas, las alturas e inclusive las palabras (un servidor, por ejemplo no soporta la palabra “calzones” y como para entender una tara de ese tipo necesitaría treinta sesiones de terapia sicoanalítica simplemente evito pronunciarla).
Soy un hombre lleno de fobias y quisiera compartirlas con usted, querido lector, para ver si logro exorcizar algunas de ellas por la vía de hacerlas explícitas ¿le parece?
La primera de mis taras tiene que ver con gente que uno no conoce pero que hace plática. El peor lugar en el que esto puede ocurrir es en el asiento de un avión ya que ahí no hay escapatoria posible. En circunstancias tales me enterado de innumerables cosas que no me importan como el sitio de Stalingrado, mi ascendencia en géminis o la teoría (lo juro) de que Pedro Infante no murió pero quedó desfigurado por lo que trabaja como mesero en Toluca. Contra la gente que le da por platicar no hay antídoto posible; no me considero un tipo hosco pero cuando me subo al avión saco un librote así de grande y entonces la pregunta es: “¿qué está leyendo?”, como me da vergüenza contestarle que eso no le importa, cierro el libro e inicia la conversa que normalmente termina con el tipo cabeceando cuando advierte que soy una persona muy poco interesante.
Mi segunda fobia, prima hermana de la anterior, es producida por la gente que le abre a uno su vida así de sopetón. Son aquellos que uno acaba de conocer y dicen cosas como: “es que salí de la cárcel hace apenas dos semanas”, algunos más se levantan la camisa y mientras enseñan una bola de béisbol en la barriga comentan: “¿conoces los tumores gástricos?”, otros se llevan la mitad de una comida platicando de su experiencia cuando eran alcohólicos y le pegaban a su mujer.
Una fobia más me la produce la gente conspicua; esa que tiene un enorme afán por llamar la atención. Para cumplir este propósito las estrategias pueden ser múltiples, la más elemental es la indumentaria o el aspecto físico. El otro día fui a una fiesta en donde había un señor que se había rapado la zona parietal y conservaba un molote de pelo en la coronilla logrando un notable aspecto general de chile cuaresmeño. Cuando lo saludé no supe dónde poner la vista pero el siguiente impacto fue mayor porque apretó mi mano y me dijo a gritos: “¡YO TE LEOOOO!” , el efecto fue doble; primero por la salpicada de baba (si efectivamente me lee sabrá que debe cuidar ese flanco de su personalidad para no apestar su vida social) y segundo porque todo mundo volteó como si la casa ardiera en llamas. La gente conspicua es la que pretende que todos nos enteremos de que cerró un trato de millones o la que invierte una tarde explicándonos lo compleja que es su chamba y cuando uno cambia de tema regresa como un bumerang a la posición original para machacar sobre lo necesario de que todos escuchemos lo que dice.
Mi última aversión tiene que ver con las masas, ignoro por qué pero la gente se desgobierna cuando se reúne con más de 15 semejantes y eso me pone muy nervioso. Siempre he tenido la paranoia de que en algún momento un miembro de la turba me voltee a ver y grite sin motivo alguno: ¡agarren al pelón! y empiece la corretiza. Por lo anterior es que no asisto a ningún evento multitudinario y traigo siempre una cachucha que si bien me confiere un aspecto como de gringo retirado me protege de mis fobias que como usted ha visto, querido lector, son múltiples.