martes, 9 de febrero de 2010

Vacaciones (El Financiero 2001)

Una amiga mía que es muy viajada me ha explicado que en otros países más avanzados (deben ser un montón) que México las vacaciones se manejan de manera diferente; lo que me dice mi corresponsal es que en Europa, por ejemplo, la gente puede tomarse hasta dos meses seguidos en un año y que cada siete llega una especie de paraíso sabático en el que el empleado cuenta con un año para dedicarse al dolce farniente mientras que recibe su salario de manera puntual.
Ignoro como evolucionó el concepto en nuestro país pero lo que percibo es que a la gente le produce una culpa enorme aspirar a un descanso laboral bajo el temor paranoico de que sea calificado como un huevonazo. Esta idea se complementa con otra paranoia completamente nacional que se basa en la idea de que ausentarse puede significar que los demás descubran que alguien lo hace mejor o que uno no sirve para nada. Es por ello que las vacaciones que tomamos son magras y llenas de culpa; la gente importante inclusive lleva un teléfono celular que pone junto a la piña colada y que cada vez que suena pone a la familia entera a temblar ya que puede significar que algo se apestó y es menester regresar por lo que una misión comando se saca al niño de la alberca, se cambian las camisas de florecitas por una corbata y se emprende el regreso entre mentadas de madre de muy diverso calibre.
Uno supondría que bajo este esquema espartano la productividad nacional tendría que ser altísima y que el país debería navegar hacia el océano del primer mundo vía el esfuerzo de su gente, sin embargo no es el caso y lo que es peor, los países ilustrados en el ejemplo de mi amiga son infinitamente más productivos que nosotros, lo que determina que cada verano seamos invadidos por hordas de gente de muy diversos países que nos mira laborar con cierta conmiseración mientras se embriaga en las aguas del Caribe. Una explicación para este fenómeno relativo a la productividad laboral puede ser hallada en el gen que poseemos los nacidos en estas nobles tierras para estar y no estar. Mi primer contacto con esta estrategia lo recibí en la secundaria, donde el niño Ramírez –que era una analfabeta funcional- pasó tres años a mi lado, sentado en el mismo salón y oyendo a la misma gente en una especie de trance hipnótico que mi abuelita hubiera llamado “ausencia”. Si lo anterior es notable, más lo es que el niño Ramírez haya obtenido un certificado que acreditaba el hecho de que había asistido a la secundaria, cosa que finalmente me pareció justísima ya que hizo exactamente eso: Asistir.
En la chamba se puede lograr el mismo y prodigioso efecto: supongamos que la hora de entrada son las nueve de la mañana, pero se ha logrado cierta laxitud llamada genéricamente: “tolerancia” que son los minutos de retraso aceptables, ello determina que a las nueve y media el trabajador se instale en el escritorio y abra “su periódico” para enterarse de la actualidad mexicana. Luego vienen las llamadas telefónicas –entre las que se pueden contar varias a la Tropi Q para pedir una canción o a una hot line en la que una gorda les murmura cosas al oído. Terminada esta rutina es la hora de almorzar lo que determina que se lance una comisión para buscar las tortas de tamal y los refrescos, el almuerzo se desarrolla en santa paz y ya como a la una, se empiezan a revisar los pendientes. Desgraciadamente los que eran urgentes se han apestado a esa hora por lo que lo mejor es dejarlos como tales, es decir como pendientes y procesar el resto de la información sin mucha convicción. A las seis de la tarde (ni un minuto después) es la hora de la salida y todo queda abandonado hasta el día siguiente.
Lo anterior demuestra que podemos perfectamente cambiar nuestro esquema vacacional sin merma alguna; da exactamente lo mismo que nos vayamos dos meses que una semana y modernizar nuestras conquistas laborales, ello no determinará ningún cambio y sí que la gente esté más contenta que es de lo que finalmente se trata ¿o no?