domingo, 27 de marzo de 2011

De la lectura (El Financiero 1996)

El primero (y aparentemente el único) que se dio cuenta de la joda que implica que a uno lo estén enchinchando conque hay que leer, fue Jorge Ibargüengoitia que escribió: “La lectura es un acto libre. Debe uno leer el libro que le apetezca a la hora que le convenga. Y si no le apetece a uno ningún libro, no lee, y no se ha perdido gran cosa”. Por supuesto tenía razón. Sin embargo, la idea de que debemos redimir a nuestro pueblo y sacarlo de sus chanoques y memines se extiende y cobra fuerza como el ariete que encabeza la cruzada nacional por la cultura.
Nuestros prohombres de la intelectualidad se empeñan en demostrarnos que todo el asunto se reduce a una ecuación matemática en la que el aumento de la lectura determina un incremento de nuestras bases culturales y en consecuencia nos hace más independientes. Todo lo anterior -me parece- es una mamadencia .
Permítame, querido lector, tratar de demostrar la aseveración anterior (que parecería criminal) a través de algunos argumentos elementales.
En primer lugar si los badulaques que leen a los clásicos consideran que el escenario ideal es el de un plomero en el Metro que va leyendo a Chesterton para comentar con su compañero de asiento “¡pero que interesante!” el asunto no tiene destino, y este es el momento de abrir un paréntesis para advertir que los badulaques lo son, no porque lean a los clásicos (muy su vida, desde luego), sino porque pretenden que todos imitemos tan noble gesto. La segunda advertencia tiene que ver con las ganas de un plomero (gremio al que respeto con la honorable excepción de uno de sus integrantes que logró que brotara caca de mi baño durante una reunión social) de leer a don Gilbert, que deben ser equivalentes a las de ver desnudo a Paco Stanley. Fin del paréntesis.
La siguiente escena que es necesario imaginar es la de un señor detrás de su hijo Juanito, que está sentado enfrente de una televisión viendo como idiota a los power rangers, tratando de lograr que el retoño asigne a las putizas del Corsario Negro mayor valor que a las que está presenciando en la tele. Nuevamente el asunto no tiene destino ya que Salgari es un alfeñique de 44 kilos comparado con Azcárraga y Chabelo. Si la estrategia para vencer en tan desigual batalla es decretar la lectura, me queda claro que los rangers, como es su costumbre, triunfarán; que Emilio Salgari terminará con un ojo morado y que los niños acabarán sus días en un hospital víctimas de los rayos gamma recibidos de tanto ver televisión.
El tercer y último punto se relaciona con la asignación de los valores culturales. Sucede frecuentemente, por ejemplo, que se considera a la música clásica (llamada culta por los mamones) como superior a los Beatles (llamado el cuarteto Liverpul por los mamones) y a éstos tan grandes que Cornelio Reyna no les llega ni a los talones. Lo mismo sucede con la literatura donde Cornelio Reyna equivale al escritor del libro vaquero.
Se argumentará, desde luego que hay que elegir lo bueno por sobre lo malo, lo trascendente por lo que no lo es, lo inmortal por lo efímero y jaladas en ese tenor. La pregunta inmediata es: ¿de parte de quién? ¿para cumplir qué meta? ¿cuáles son los criterios?
Esto -la aclaración me parece necesaria- no quiere decir que para mí Cornelio Reyna es igual a los Beatles o a Mozart, el asunto tiene que ver, más bien con el fundamentalismo de obligar a los demás a oír a Mahler o leer a Platón. nomás porque son muy trascendentes.
Fernando Savater le recomienda a su hijo Amador: “... hay que dejarse de premios y castigos, en una palabra de cuanto quiere dirigirte desde fuera”. Lo que me parece una verdad del tamaño de una casa. ¿Qué sería bueno que nuestros hijos leyeran? Si, ¿A huevo? Por supuesto que no.

lunes, 21 de marzo de 2011

Un país de niños (El Financiero 1996)

A los mexicanos no nos gustan -y aquí pienso en un charro con mocos en los bigotes que grita ¡Viva México cabrones!- las reglas, ni que nadie nos diga lo que tenemos que hacer. Siempre he observado con cierto estupor como nuestros compatriotas festejan la ceremonia del 15 de septiembre en Los Ángeles y Chicago ¿Se imagina la madriza que le pondrían a un gringo que usara un espacio público para festejar el 4 de julio?
El hecho de que seamos tan refractarios a los reglamentos produce hechos extraordinarios, como el de que exista una norma para que usemos el cinturón de seguridad al subir a un coche y que dicha disposición sea cumplida por el 0.001% de los automovilistas (lo que determina por cierto que cada diez minutos un señor atraviese su parabrisas y vaya a embarrarse a un poste de luz). Es notable, también, nuestra eterna queja ante la corrupción , cuándo lo primero que hacemos es buscar la palanca que mueve al mundo o embarrarle la mano a un policía (por cierto, jijo de la tiznada) para que nos deje ir sin problemas en el momento de violar alguna norma vial.
Pero bueno, este artículo (que está tomando el desagradable rumbo de un sermón) no es para hablar de la corrupción, sino de lo chistosos que somos para interpretar las cosas como nos dé la gana.
Un par de notas llamaron mi atención en la edición del viernes 12 de abril de nuestro bien amado Financiero: en primer lugar una carta de un señor (¿o joven?) que se llama Benjamín Romero Duarte y que fue enviada a esta sección cultural argumentando -palabras más, palabras menos- que había participado en un concurso del Fonca para Revistas Independientes y no había ganado. Hasta aquí nada anormal, ni siquiera el delicioso detalle de que una revista independiente busque subsidios gubernamentales. Lo interesante empieza realmente cuando Romero pone como camote al jurado y acusa a sus miembros de cosas terribles: al primero lo tacha de desconocido, al segundo de ¡cursi! y de ser director de una revista que “no pasa por su mejor momento”, al tercero le sopla porque dirige una revista que repite temas de su anterior época y que además es a colores “para exhibir la cara bonita de las artesanías mexicanas”. Luego habla muy bien de su proyecto perdedor y muy mal de los proyectos ganadores. El final es una queja airada ante los monopolios culturales.
Bien, analicemos los argumentos empleados: en primer lugar, asumo que el Fonca difícilmente puede poner como norma para ser jurado “que los conozca Benjamín Romero”, en segundo lugar, el adjetivo “cursi” es impreciso; ¿quiere decir que el jurado en cuestión manda tarjetas del día de San Valentin? ¿qué cree en el amor? No lo sé. En terceras (como dicen los niños) el que una revista no pase por su mejor momento me parece un asunto completamente normal (lo extraordinario sería lo contrario) y en cuarto lugar, la opción de publicar en color es una alternativa que Duarte considera (digámoslo elegantemente) de manera superficial.
Yo -un mero espectador que no conoce ni al perdedor, ni al desconocido, ni al cursi, ni al refriteador- me pregunto: ¿por que demonios ante este panorama (los enjuagues del Fonca, la incompetencia del jurado y demas yerbas) Duarte presentó su proyecto? La respuesta es obvia: porque pensó que ganaría la marmaja. ¿Por qué no impugnó el proceso antes de conocer el resultado? La respuesta es también obvia: porque no es menso ¿Por qué se quejó al perder? La respuesta tiene que ver con esa inmadurez nacional a la que me refería al inicio. En fin.
La segunda nota la publicó Nelson Vargas en la sección deportiva y en ella se queja de que -pese a que las reglas y los parámetros para que nadadores mexicanos vayan a Atlanta se anunciaron con anticipación- las autoridades deportivas son cerradas porque no cambian esos parámetros por unos más suavecitos. Esto con el fin de que nuestros deportistas hagan un papel que no debería ser muy diferente al que nos tienen acostumbrados. La misma gata... Pero revolcada.

jueves, 17 de marzo de 2011

Vacaciones (El Financiero 1999)

En estos días la gente anda de vacaciones, yo mismo cuando usted lea estas líneas, querido lector, estaré a la muy confortable temperatura de quince bajo cero sufriendo un enfriamiento en las partes que los clásicos llaman “prudentes” y descongelando a mis niños para sacarlos a ver la iluminación.
Normalmente, las vacaciones son planeadas con dos años de anticipación, lo que se sugiere es que un grupo de ciudadano se siente en una mesa y empiecen a darle vuelo a la hilacha: “vamos a recorrer Rusia en el Transiberiano” otros proponen cosas como recorrer a pie la Patagonia. El común denominador de este esquema de planeación es que es delirante y pese a ello recibe la adhesión de todos los presentes que se apuntan entusiastas. La realidad los devuelve a todos a su sitio y el transiberiano se convierte, en el mejor de los casos, en un fin de semana a Agua Hedionda.
Uno espera las vacaciones como los campesinos la lluvia; durante la chinga laboral siempre se mira en el horizonte el calendario contando los días que faltan para terminar. Sin embargo, la gente hace cosas muy extrañas en el momento de quedar libre; en lugar de tirarse quince días en una cama con la misión de levantarse únicamente para lo que hay que levantarse, se meten en una camioneta de la que cuelgan cazuelas y una lancha inflable y se dirigen a la playa más cercana en la que hay tres millones de personas que tuvieron la misma idea. Ahí empiezan los problemas, porque en las playas normalmente hace un calor que se mastica, la arena le raya a uno hasta la vergüenza y no hay un lugar con sombrita porque los que lo obtuvieron se levantaron a las cuatro de la mañana para apartarlo. Por algún misterio metabólico los meseros de playa padecen una forma avanzada de la amnesia que se manifiesta en el momento de llevar ostiones por camarones o pescado empapelado en lugar de milanesa. Como cada plato tarda lo mismo que el parto del hipopótamo uno se come lo que llegue y se pone de un humor de los mil diablos. Lo que sigue es tumbarse en una silla que tiene una distancia de veinte centímetros con la del vecino por lo que uno oye la música del gordo de al lado, huele la crema de coco que se unta en la barriga y recibe un manazo cuando el otro se duerme.
La playa es además un lugar donde la gente que vacaciona se viste de una forma –digamos- diferente. Los señores tienen varias alternativas, una es usar zapatos blancos sin ser doctores, no ponerse calcetines y usar camisas de miéntame la madre. Otros se deciden por una especie de calzones guangos de manga larga, playeras que tienen leyendas idiotas como: “yo me subí al parachute ride” y huaraches de llanta. A las señoras les parece muy natural ponerse un traje de baño que tiene a la altura de los senos un par de conos de cartón y colgarse de la cintura unas sábanas de colores que se amarran con nudo doble. En la cabeza se ponen una visera de cajero del hipódromo y unos lentes de mamá mosca.
En el imaginario colectivo se asume que las playas son un lugar ideal para el romance. Mentira, entrar en lances amatorios sobre la arena puede producir disfunciones vertebrales o rozaduras estremecedoras, además cuando uno va caminando tomado de la mano invariablemente se da una empapada en las espinillas por la pleamar que llega a traición. Las vacaciones en la playa son –se supone- un lugar para salir de noche. El problema es que si uno tiene el aspecto del Benemérito no tendrá ninguna posibilidad de entrar, debido a que los porteros, que normalmente son unos animales, tienen la consigna de no dejar pasar a nadie que no luzca como el príncipe de Noruega.
Pues bien, yo que estoy en el lugar más lejano posible de la playa, querido lector, le mando un abrazo quebrantahuesos esté donde esté y lo conmino a que no ande diciendo que se acabó el milenio aunque, pensándolo bien, haga usted lo que le nazca que de eso se trata la vida.
Salud

sábado, 5 de marzo de 2011

El Aristeguigate (Etcétera 2011)

México es una Nación de susceptibles y como tal debe ser analizada sociológicamente. El reciente caso de un trío de imbéciles que conducen el programa Top Gear es ilustrativo; como es ampliamente sabido estos señores lo que hicieron fue pitorrearse de la raza tenochca utilizando argumentos propios de alguien que se pegó en la cabeza cuando era niño. La reacción –como siempre- fue desmedida y exaltada, sin reparar que tenemos la nacional costumbre de ver la paja en el ojo ajeno y no en la viga del propio. Cualquier programa del canal 2 en el que ponen a un negro con un hueso en la cabeza debería bastar para matizar nuestras iras o, si se quiere una medida extrema, mandar un comando encabezado por Legarreta, Chapoy y Bozzo a Londres para que ahora sí sepan lo que es amar a Dios en tierra de indios.
El segundo evento se vincula con el pleito con el gobierno francés. En este caso está clarísimo que Sarkozy no las traía todas consigo el día que se subió al ring y que la respuesta inicial de nuestro gobierno fue adecuada. Sin embargo, como nadie nos enseña que escalar un lío es absurdo sobre todo ante tales motivos, nos enfrascamos en la bravata confiando en que las armas nacionales se cubran de gloria y que gente respetable como Carlos Marín hable del “resentimiento por la batalla del 5 de mayo”. Dios.
Todo este preámbulo es para hablar de Carmen Aristegui, una periodista a la que respeto pero que ilustra como en muchos casos en este país los informadores se han vuelta la nota que ellos deberían ofrecer a sus seguidores. Todo empezó con este Titán de la política conocido como Gerardo Fernández Noroña que en su estilo, copiado ideológicamente del Demonio de Tasmania, generó una provocación en San Lázaro aduciendo a los problemas que supuestamente tiene nuestro Presidente con la bebida. La reacción de un periodista en este caso a mí que no lo soy, me parece evidente; acudir con Noroña y pedirle que además de mantas nos ofrezca alguna evidencia que apuntale su, hasta ese momento calumnia. Pero no, el seguimiento en muchos casos fue de autocensura y la respuesta más llamativa fue la de Aristegui que en lugar de seguir esa línea sugirió que Los Pinos deberían de salir a aclarar este entuerto. Por supuesto que se trata de un exceso en el que es acusado parecería obligado a defenderse y no viceversa. La reacción de los empleadores de Aristegui fue simple, la despidieron y entonces se armo un sainete asociado a las “presiones de Los Pinos en contra de la libertad de expresión”.
Todo aquel que siga lo que escribo podrá acreditar que estoy muy lejos de apoyar el Gobierno de Calderón que me ha parecido enormemente ineficaz, sin embargo, en los países de blanco y negro como el nuestro, argumentar lo que argumento me pone inmediatamente de su lado y en contra de las libertades. Ése es el mal endémico de este país, la falta de análisis de coyuntura y caso por caso y los sesgos ideológicos que forman opiniones por consigna y no registrando las aristas de cada tema.
Es impresionante la polarización nacional, si se acepta a las redes sociales como un indicador fue notable la forma en la que ambos bandos se dieron hasta con la cubeta ante un tema que si bien no es irrelevante, tampoco constituye uno de los pilares de la agenda nacional. Son tiempos políticos ¿los hay que no lo sean? Mientras sigamos en un mundo de villanos malignos y de víctimas angelicales y mientras la pobreza argumental y la confrontación nos sigan sometiendo, será muy difícil construir acuerdos elementales libres de suspicacias y aroma a vendetta.

miércoles, 2 de marzo de 2011

De la belleza (El Financiero 1992)

En sus cartas escritas con la indudable intención de ser publicadas, Frances Erskine, Marquesa de Calderón de la Barca acotó sin ningun tipo de piedad en 1840:
"Al llegar por primera vez de los Estados Unidos, donde una mujer fea es un fenómeno, no se puede sino sentir sorpresa, al advertir la general ausencia de belleza que existe en México".
Ante esta declaración solo quedrían dos cosas por hacer: o se siente uno ofendido y protesta ante esta evidente agresión a la estetica nacional, o en cambio se suspira con alivio mientras se piensa: "Híjole, que suerte que no se refieran a mi".
¿Somos feos los mexicanos?, esta pregunta equivale a cuestionar si los argentinos son pedantes o las brasileñas buenotas y por supuesto existe el riesgo de generalizar peligrosamente. Sin embargo me parece que el tema puede ser abordado ponderando los sesgos que, en diferentes direcciones tiene nuestra belleza patria, es decir aquellos que son guapos como para salir anunciando calzones en la televisión y por otro lado, los que tienen una de esas caras que solo se ven en las películas del Santo contra los monstruos panzones.
En primer lugar habría que reflexionar sobre cómo se han transformado nuestros criterios estéticos a partir de la conquista española y más tarde la norteamericana. Originalmente, estoy seguro, nuestros antepasados debieron haber tenido un gusto bastante parejo, seguramente Xochipanquetzal era un guerrero fuerte, moreno con bigote en las comisuras y piochita que debe haberse chiflado por Cascuatloni que era una morena de cuerpo regular pelo negro y largo y quince dientes en la boca. Los españoles vinieron a arruinarlo todo ya que su mezcla con nuestros antepasados generó una diversidad de morfos notables que si bien enriqueció las posibilidades de elección, contaminó de manera definitiva nuestros criterios de valoración de la belleza. Los gringos por su lado, nos vendieron la imagen del hombre y la mujer rubios "con dientes rubios" que diría Blades, y nosotros la aceptamos gustosos firmando así nuestra sentencia, ¿Por qué? Pues simplemente porque no somos ni jamás seremos como ellos. Recientemente la revista Newsweek presentó una reflexión acerca de los criterios de belleza en nuestro país y ejemplificó utilizando el programa infantil "TVO", em el que un grupo de adolescentes buenísimas hacen concursos para niños. Todas ellas sin excepción... son rubias.
Ahora bien, pensemos en un mexicano promedio, imaginémoslo burócrata de Fertimex. Su cuerpo a fuerza de descuidos ha adquirido un volumen similar al de un bolo de boliche, tiene el pelo negro y picudo como para ensartar chaquira. Se ha dejado un bigote notable por lo ralo y cuando se rie muestra un premolar de oro. Crueldades aparte si comparamos a nuestro personaje con Tom Selleck debemos concluir inequívocamente que estamos bastante raspados, aunque se vale añadir: ¿Y?
Nos quedan dos alternativas, o replanteamos nuestros criterios estéticos o generamos rápidamente una dotación de psicoanalistas que se encarguen de trabajar nuestra eterna y profunda frustración por ser tan endemoniadamente feos ¿no cree usted?