sábado, 27 de septiembre de 2014

Con diez cañones por banda (El Financiero 1996)

AYER POR LA MAÑANA ME DIRIGíA yo a cumplir con la noble tarea del trabajo, cuando sintonicé una estación en la que reconocí de inmediato la voz de Flor Berenguer, una mujer que le encanta opinar acerca de todo aquel asunto que se ponga a su alcance. La señorita Berenguer anunció la presencia de Alejandro Aura, quien, en su muy gustado estilo, disertó acerca de la importancia de que los programas de estudio estimulen la lectura; además presentó una teoría de la cual es autor en la que señala que el propósito "perverso" de las autoridades educativas es el de generar mano de obra barata e iletrada (o algo así) y remató explicándole a la conductora y a los millones de radioescuchas el poema aquel donde se escabechan a los niños héroes que dice: "Como renuevos cuyos aliños, un viento helado...". Lo notable del asunto no es la presentación de tales ideas, ni siquiera de la explicación de los versitos que mucho agradezco, sino de que el argumento principal para cuestionar la política educativa en cuanto al español se refiere, se centraba (esa fue una aportación de Berenguer) en el hecho de que en las escuelas ya no se declama, ni los niños recitan poemas como antes. Pues bien, resulta que no estoy de acuerdo y debería agregar que si efectivamente en las escuelas ya no se declama (cosa de la que no estoy seguro) es algo que hay que agradecerle al Todopoderoso y que el avance más importante en la dinámica del aula (después de la sustitución de un reglazo por un regaño) debería ser el de evitar que los escuintles canijos se paren frente a sus compañeros y reciten a Darío haciendo gestos y ademanes epilépticos. Pocas cosas hay en la vida más siniestras que un niño que llega a la reunión adulta con cara de palo y es presentado como "Juanito"; el siguiente peldaño en esta escalera del terror es que la mamá, el papá o alguien con la suficiente dosis de imbecilidad sugiera que se escuche a Juanito declamar. El niño se pone muy serio y de pronto se arranca con voz de pito a recitar "Por qué me quité del vicio"; sube la voz, baja la voz y lo más terrible es que llora en el momento que el papá del poema, que es un pedote, se encuentra a su hijo chupando. En ese momento uno sonríe y aplaude dándole palmadas de perro al niño, que luego interviene en la conversación para hablar de política. El problema es que para la enseñanza de estos poemas cursiluchos y sangrones se emplea el mismo método didáctico que para enseñar el himno, esto es: de memoria y a madrazos; los niños repiten como pericos las estrofas y luego el más desenfadado (que se convertirá algunos años después en líder de las juventudes priistas) se presenta en el festival y dice que se llama Paquito y no hará travesuras. ¿En qué se beneficia el escuintle? Por supuesto en nada. Miento, se convierte en el borracho que cada fiesta le da por recitar o (con algo de suerte y el suficiente carisma) en un gordo de la televisión que declama mamadencias. La que habla es la voz de la experiencia, ya que el que esto escribe (esta estupidez la escribí para paliar las críticas de los que dicen que abuso de la primera persona) fue sujeto de una dinámica que bien podríamos clasificar como pavloviana en la que entre una serie de indignidades (como bailar una danza polinesia en calzones) se me obligó a aprenderme unos 18 poemas que la vida no me ha enfrentado a la necesidad de usar. ¿Que los niños lean en las escuelas? Sí. ¿Que lo hagan a través de piezas oratorias ridículas? No. Y por supuesto, que se considere que la pérdida de esa cultura de tertulia de beatas es algo que debamos lamentar, no es más que una de las manifestaciones que representan el infinito desacuerdo que he establecido con el manejo de los medios radiofónicos.

martes, 23 de septiembre de 2014

De Vacaciones

En estos días la gente anda de vacaciones, yo mismo cuando usted lea estas líneas, querido lector, estaré a la muy confortable temperatura de quince bajo cero sufriendo un enfriamiento en las partes que los clásicos llaman “prudentes” y descongelando a mis niños para sacarlos a ver la iluminación. Normalmente, las vacaciones son planeadas con dos años de anticipación, lo que se sugiere es que un grupo de ciudadano se siente en una mesa y empiecen a darle vuelo a la hilacha: “vamos a recorrer Rusia en el Transiberiano” otros proponen cosas como recorrer a pie la Patagonia. El común denominador de este esquema de planeación es que es delirante y pese a ello recibe la adhesión de todos los presentes que se apuntan entusiastas. La realidad los devuelve a todos a su sitio y el transiberiano se convierte, en el mejor de los casos, en un fin de semana a Agua Hedionda. Uno espera las vacaciones como los campesinos la lluvia; durante la chinga laboral siempre se mira en el horizonte el calendario contando los días que faltan para terminar. Sin embargo, la gente hace cosas muy extrañas en el momento de quedar libre; en lugar de tirarse quince días en una cama con la misión de levantarse únicamente para lo que hay que levantarse, se meten en una camioneta de la que cuelgan cazuelas y una lancha inflable y se dirigen a la playa más cercana en la que hay tres millones de personas que tuvieron la misma idea. Ahí empiezan los problemas, porque en las playas normalmente hace un calor que se mastica, la arena le raya a uno hasta la vergüenza y no hay un lugar con sombrita porque los que lo obtuvieron se levantaron a las cuatro de la mañana para apartarlo. Por algún misterio metabólico los meseros de playa padecen una forma avanzada de la amnesia que se manifiesta en el momento de llevar ostiones por camarones o pescado empapelado en lugar de milanesa. Como cada plato tarda lo mismo que el parto del hipopótamo uno se come lo que llegue y se pone de un humor de los mil diablos. Lo que sigue es tumbarse en una silla que tiene una distancia de veinte centímetros con la del vecino por lo que uno oye la música del gordo de al lado, huele la crema de coco que se unta en la barriga y recibe un manazo cuando el otro se duerme. La playa es además un lugar donde la gente que vacaciona se viste de una forma –digamos- diferente. Los señores tienen varias alternativas, una es usar zapatos blancos sin ser doctores, no ponerse calcetines y usar camisas de miéntame la madre. Otros se deciden por una especie de calzones guangos de manga larga, playeras que tienen leyendas idiotas como: “yo me subí al parachute ride” y huaraches de llanta. A las señoras les parece muy natural ponerse un traje de baño que tiene a la altura de los senos un par de conos de cartón y colgarse de la cintura unas sábanas de colores que se amarran con nudo doble. En la cabeza se ponen una visera de cajero del hipódromo y unos lentes de mamá mosca. En el imaginario colectivo se asume que las playas son un lugar ideal para el romance. Mentira, entrar en lances amatorios sobre la arena puede producir disfunciones vertebrales o rozaduras estremecedoras, además cuando uno va caminando tomado de la mano invariablemente se da una empapada en las espinillas por la pleamar que llega a traición. Las vacaciones en la playa son –se supone- un lugar para salir de noche. El problema es que si uno tiene el aspecto del Benemérito no tendrá ninguna posibilidad de entrar, debido a que los porteros, que normalmente son unos animales, tienen la consigna de no dejar pasar a nadie que no luzca como el príncipe de Noruega. Pues bien, yo que estoy en el lugar más lejano posible de la playa, querido lector, le mando un abrazo quebrantahuesos esté donde esté y lo conmino a que no ande diciendo que se acabó el milenio aunque, pensándolo bien, haga usted lo que le nazca que de eso se trata la vida. Salud