sábado, 21 de agosto de 2010

De notarios (El Financiero 2003)

Antes que nada debo decir que mi contacto con el mundo notarial ha sido enormemente restringido ya que este noble gremio se encarga de asuntos que me son ajenos y a los que he tenido acceso solo en un par de ocasiones en mi vida. De cualquier manera me he formado una percepción que es la que quisiera compartir el día de hoy con usted, querido lector, sin embargo, la advertencia vale porque ya un señor que me hizo favor de ponerme como camote en el periódico La Jornada dice que soy un ignorante y que opino sobre lo que no sé, lo cual, por cierto, es verdad.
Me parece, en principio que los notarios son señores muy prósperos y trajeados que se instalan en una oficina con número en la puerta de entrada (Notaría # 128) en la que hay un grupo de suspirantes (que a mí siempre me han sonado como chalanes, cuya actividad consiste en hacer la chamba por la que le pagamos al notario y que tiene derivaciones infectas, como ir al registro público de la propiedad para averiguar si uno está diciendo la verdad). Estos trámites siempre tardan una era geológica y están mediados por comentarios crípticos como “estamos en ello” o “no se preocupe” nosotros lo llamamos. Uno, que para ese momento ya se comió hasta las uñas de los pies de la angustia, decide resignarse y esperar mientras el comprador de la casa se va a buscar mejores aires.
El monto de los honorarios notariales se construye por palos dados, como las cargas impositivas (que siempre son muchas) y por lo que él considera justo cobrar. Aquí justamente empiezan los problemas porque evidentemente el hecho que un señor que no tiene el gusto de conocerme diga que no soy un facineroso y que además redacte escritos que dicen: “declara el de la voz” debe valer algo, pero no entiendo por qué la misma cantidad que costaría mandar clonar a un ser humano con los raelianos y hacerlo nuestro notario particular para que redacte el testamento de la hora final.
La única explicación que se me ocurre para tal cobro, es por la elegancia de las oficinas a las que uno asiste a registrar sus trámites, al entrar se percibe mucha caoba y señoritas uniformadas, así como unos cuadrotes que parecen originales y que supongo se pagan con el dinero que voy a dejar en la maroma. Honestamente no tendría ningún problema en realizar mis trámites en un escritorio público de Santo Domingo si ello supusiera una economía a mi muy deteriorada condición económica, pero no, hay que irse a sentar en sillones de cuero y hablar, así, muy elegante diciendo cosas como “mucho gusto” o “felicidades”.
Imagino que en este país debe haber medio millón de aspirantes a notarios y nomás quinientas plazas por lo que hasta donde entiendo los asuntos se resuelven (o resolvían, no lo sé) por medio de bulas hereditarias, igual que en los tiempos de Luis XIV o más modernamente por medio de un examen que debe ser más difícil que la ley de Ohm, el caso es que por ley estos señores tienen cautiva a la población nacional porque uno no va con gusto y cantando al notario, sino simplemente a huevo. Por supuesto de acuerdo a los principios de la oferta y la demanda cuando uno es dueño del monopolio puede cobrar lo que le dé la gana y es por ello que el jueves pasado cuando salí de mi trámite notarial, lo hice con la misma sensación que tenían los viajantes cuando se encontraban con los bandidos de río Frío y eran desvalijados de la peor manera para luego agradecer al creador el hecho de seguir con vida
A un servidor se le ocurre que en un país donde la verdad es un bien escaso, le deben venir muy bien estos profesionales, el problema, supongo, es que si nos hacemos a la idea de que para que todo funcione deben ser pocos y cobrar un ojo de la cara, no quedará más remedio que asumir que no tenemos destino, y preparar la cuenta bancaria para tiempos temibles como el día que alguien se muera o que sea necesario autentificar unas actas de nacimiento (a mil pesos la hoja)