jueves, 8 de octubre de 2009

Se solicita generación (El Nacional 1994)

La última vez que tuve una experiencia mística la cosa terminó de manera siniestra, la magnitud del desastre puede representarse cuantitativamente por medio de números naturales...
Cuatro puntadas en la cabeza.
Todo empezó con un sueño: iba yo en el Titánic tocando el trombón para una nube de oligarcas que bailaban en el salón principal. El director de la orquesta era (y este es un profundo misterio psicoanalítico) Fidel Velázquez, que agitaba su batuta con sorprendente energía. De pronto, salía de atrás de una cortina mi maestro de matemáticas, un viejito de apellido Rivera que era un cerdo. Venía gritando (la cita es literal) "¡el círculo de centro O y radio r es el conjunto de todos los puntos P del plano cuya distancia a O es menor o igual que r!". Apenas lo tuve en rango de alcance, le aticé un trombonazo en la cabeza. La siguiente escena fue espantosa; la cabeza de Rivera cayó a mis pies echando baba, (como cuando Sigourney Weaver le arrea un cañazo al androide de Alien) me miró fijamente y dijo: "cuídate del hielo". En ese momento un iceberg le hizo un boquete de noventa metros al costado del barco y nos hundimos todos, incluido don Fidel, entre gritos espantosos. Desperté sudando.
A la mañana siguiente fui a la escuela. Mi primera clase era de redacción, la impartía un hombre ejemplarmente feo que gustaba de leernos fragmentos de las "obras capitales de nuestra literatura" (así decía). Inició su charla con una referencia a García Márquez, que en aquella época era conocido nomás en su casa. "Es un monstruo", decía el feo, "fíjense bien" y empezó a leer: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a ver el hielo". ¡El hielo! Era la segunda señal. Salí de la prepa aterrorizado y me refugié en casa de Nacho Quijano, un amigo de la infancia que vivía cerca. Invertí exactamente media hora en contarle mi sueño y lo que había pasado en clase de redacción. El invirtió exactamente treinta segundos en pitorrearse de mí y cinco más en proponerme que mejor nos fuéramos al fut-bol, "ni modo que te mate un granizo" agregó muerto de risa.
El partido estaba peor que peor. Jugaban el Atlante y el León en el Estadio Azteca, iban cero a cero. Exactamente en el minuto ochenta, cuando las cuatro cervezas ingeridas me habían permitido relajarme y ya estaba gritando peladeces, recibí la tercera señal en forma de un hielazo proveniente de la porra atlantista. El proyectil me abrió la cabeza, produjo las consiguientes puntadas y determinó que no pudiera pronunciar durante un mes palabras con más de tres vocales.
Cosas del destino.
En éste momento me enfrento a una nueva experiencia mística que inició con un artículo de Antonio Tenorio Muñoz Cota publicado en Etcétera hace dos semanas. Tenorio esbozaba una caracterización generacional de los que nacieron en la década de los sesenta, leí su colaboración en un viaje de metro y me quedé tan campante. Sin embargo, las acechanzas de las fuerzas paranormales se manifestaron nuevamente el 8 de mayo cuando abrí la Jornada Semanal y me encontré con una entrevista de Frederic-Yves Jeannet a Jorge Esquinca. La charla inicia de la siguiente manera: "... Jorge Esquinca una de las escrituras poéticas más arriesgadas y candentes producidas en México por la fértil (mucha atención) generación nacida en los años cincuenta". Luego Jeannet proponía ejemplos paradigmáticos de ésta generación [(Vicente Quirarte (1954), Alberto Blanco (1951), José María Espinaza (1957)] y de la generación anterior [Francisco Hernández (1946), David Huerta (1949) y Efraín Bartolomé (1950)]. Varias dudas me asaltaron de inmediato (la de que diablos es una escritura candente llegó después). La primera tiene que ver con los límites generacionales; ¿Quién se acerca más a quién? ¿Espinaza a Blanco? ¿Blanco a Bartolomé? ¿Bartolomé a Muchilanga? No lo sé.
Era la segunda llamada.
Finalmente todo explotó el 13 de mayo, leía la columna de Hugo García Michel en El Financiero cuyo título me sobrecogió: "De-generaciones". El texto se refería a las diferencias generacionales en cuanto a la apreciación del rock. Avancé en la lectura y encontré el párrafo maldito que decía lo siguiente: "Alguien escribió recientemente (no estoy seguro si fue Fedro Carlos Guillén) que se dio cuenta de lo viejo que ya estaba, cuando descubrió que no se sabía las canciones de moda". ¡Ahhhg! Cosa del demonio.
Entre sudores fríos esperé pacientemente a que me cayera un piano en la cabeza pero nada. Con el recuerdo del hielazo como estímulo, me di a la tarea de investigar cualquier referencia generacional. Sólo dos me vinieron a la cabeza: la generación del 27, con Alberti, Cernuda, Aleixandre, García Lorca y Jorge... Guillén (¡Ahhhg!) y la fotografía de mi generación universitaria. En el primer caso, he apartado de mi vida los números dos y siete, con desiguales resultados. También he decidio salir de cualquier reunión en la que algún badulaque inicie a declamar: "Antonio Torres Heredia/ hijo y nieto de Camborios". En cuanto a la foto, debo confesar que ha sido una fuente de depresiones profundas. Si mi generación universitaria está llamada a guiar los destinos nacionales estamos fritos y refritos.
Las evidencias indican que debo encontrar pronto a mi generación, pero en la búsqueda se desprenden varios problemas: si consideramos que nací en octubre del 59, ¿pertenezco, en consecuencia, al grupo de Quirarte, Villoro y anexas? si es así debo arribar a la inevitable conclusión de que soy un pelagatos. Prefiero pensar que soy un adelantado de la generación de los sesenta y que, por razones que no vienen a cuento, aún no he dado pruebas de mi brillantez. Esta aproximación, si bien falsa, no desgasta mi autoestima, que en estos tiempos de señales misteriosas cuidaré como a la niña de mis ojos.