La rutina de martes y jueves implica abrir los ojos a las seis de la madrugada y asomarme para ver la luna del horario de verano. Por ahí de las siete es menester administrarle sales a los niños para que abran los ojos y entrar en una negociación (que debe tener muy respetables) antecedentes históricos para que se vistan y desayunen su huevo revuelto. Después aplacar los gallos del niño Frijol, los tres nos subimos a un coche y enfilamos rumbo a su escuela. Ellos haciendo preguntas del tipo: ¿por qué dicen que la Tierra es redonda si se ve plana? Y yo parpadeando lentamente mientras procuro salir dignamente del atolladero (cosa que ocurre muy rara vez).
Pues bien, el otro día un coche se le metió a una vieja loca -estado mental que deduzco de su reacción- la señora se puso lívida, y con los ojos desorbitados mentó a siete generaciones de ancestros del chofer que la bloqueaba, se pegó al claxon, como si le pagaran dinero por ello produciendo una postración nerviosa en su humilde servidor y sordera temprana en mis vástagos
La fauna capitalina ha desarrollado una serie de mutaciones que le permiten manejar un coche como alguien que además de imbécil, tiene el agravante de la psicopatía en esta noble y muy leal ciudad de México.
Lo primero que uno detecta es que el coche se considera como una extensión de la personalidad; los viejitos en convertibles me dan la impresión de alguien que se pone un bisoñé para engañar al tiempo. Las señoras en una camionetota que tiene como principal función recoger y llevar niños son la forma más sofisticada de la inequidad de género y los tarados que compran un coche que llega a 100 kilómetros por hora en dos segundos, me parece que representan una forma perversa de la imbecilidad humana, ya que, como se sabe, esa velocidad se puede desarrollar en nuestra capital un domingo a las tres de la mañana.
Que un capitalino suba a su coche es el equivalente moderno de un antiguo con armadura y una lanzota de miedo que se trepaba a un corcel para pasar a romperse la madre en unos duelos muy extraños que consistían en recorrer una verja para clavarle una especie de garrocha con pico a otro señor que caía muy descompuesto.
Lo primero que no se debe permitir cuando tomamos el volante, es que nadie obtenga ventajas de nosotros, y para lograrlo se aconsejan varias técnicas: a) si se detecta que el que viene en el cruce quiere pasar antes que uno, es menester acelerar echando lámina de tal manera que el idiota ese no logre su cometido, b) si un señor se detiene en doble fila con el propósito de bajar la silla de ruedas de su madre octogenaria, lo conveniente es cagarse en su abuela, es decir la madre de la viejita, bocinar y dar acelerones de tal manera que el proceso de desembarque se agilice, c) si el semáforo cambia al color verde y la persona que está delante de nosotros no acelera en la siguiente millonésima de segundo, lo recomendable es darle un claxonazo que le indique sin lugar a dudas que solo un imbécil tarda tanto, d) si se pone la luz roja y resulta evidente que ya no hay lugar para seguir avanzando y se interferirá un cruce, la ortodoxia recomienda taparlo de cualquier manera y poner cara de esfinge ante las mentadas de madre de los que no pudieron pasar.
¿Quién nos enseña estos modos? ¿Es genético? ¿Hay algún cromosoma chilango que nos orilla a ser esta especie de neanderthals al volante? La verdad es que no tengo ni idea y francamente veo el remedio tan cercano como una medalla de oro en halterofilia para el poderoso equipo de Aruba.
No escapará a su atención, querido lector, que evité referirme a los choferes de peseros, en ese caso me parece que la descripción escapa a cualquier magnitud posible. Si alguien me propusiera que relatara la forma en la que maneja una de estas ¿personas? me inscribiría en un curso de zoología básica para tratar de entender los misterios que guían el comportamiento del reino animal.
jueves, 6 de junio de 2013
martes, 4 de junio de 2013
Los humos del alcohol (El Financiero 2001)
El otro día iba yo por la calle a las doce del día cuando vi a un señor que estaba llegando a su casa lo cual no tiene absolutamente nada de extraño. Sin embargo el tipo caminaba como si fuera en el Titanic a punto de hundirse y no una banqueta plana. Entonces me di cuenta que estaba borracho y no supe si sentir envidia o misericordia así que seguí mi camino pensando en los humos del alcohol.
Me imagino que el consumo del alcohol ha propiciado una de las industrias más boyantes del país y esta hipótesis la sustento en la cantidad de borrachos que veo los jueves y viernes en restaurantes y bares. Esta gente normalmente llega al mediodía y ya como a las siete de la noche avanza limpiamente hacia los terrenos de la catalepsia con síntomas conspicuos de desorden cerebral que se pueden manifestar mentándole la madre a su amigo del alma, mirando fija y vidriosamente hacia el techo o de plano negándose a pagar la cuenta porque se consideran víctimas de un robo ya que solo se tomaron nueve cubas y no diez como consigna la cuenta. El caso más reciente nos lo ofreció un diputado panista que se tomó “dos cervezas” y se le ocurrió (ligeramente descompuesto de aspecto y con la corbata chueca) mearse en los arriates de Reforma por lo que fue detenido y entonces: golpeó policías, gritó peladeces y luego fue subido a una patrulla en la que iba enseñando la charola. Desde luego si ese efecto le producen dos cervezas me imagino que con cinco se hubiera orinado en el ángel de la independencia o en los restos de los padres que nos dieron patria.
El asunto etílico ha cambiado de muchas maneras con la modernidad que nos rodea; en primer lugar está el factor de género (¿por qué se llama “de género?” Misterio de los misterios). Antes estaba muy mal visto que las señoras libaran al igual que los hombres y ello produjo un fenómeno curioso consistente en la producción de bebidas de menor calibre para que dichas señoras pudieran alternar en sociedad. Ello favoreció el consumo de una porquería llamada “medias de seda” y peor aún “la piña colada sin alcohol” que como se ha demostrado causa cáncer de colédoco. Las conquistas femeninas han llegado al terreno de los alcoholes y ahora las féminas navegan por los territorios del tequila y el wisqui como Pedro por su casa. Hace algunos días por ejemplo una conocencia femenina se tomó en mi presencia el equivalente en alcohol al consumido por un grupo de diputados plurinominales en una tarde de viernes y se fue a su casa sin consecuencias que lamentar. Lo anterior (me apresuro a opinar ante una posible reacción, me parece perfecto).
Otra fuente de cambio se percibe en las combinaciones de las bebidas modernas. Para entender cómo se producen estas nuevas alternativas, me imagino a un cantinero con el pelo alborotado que tiene enfrente vasos, botellas y frutas tropicales. Me lo imagino también mezclando cosas con el mismo rigor científico que tendría el Púas Olivares, por ejemplo: ¿y si echamos Tehuacan, un cuarto de kilo de papaya, medio limón sin pelar y una onza de angostura? El líquido final es consumido y si no lo manda al hospital será presentado como la novedad más reciente. Esto ha producido que el tequila se mezcle con el squirt o que a la cerveza se le agregue salsa Tabasco con las consecuencias que uno podría esperar de una mezcla tan bastarda.
Un último factor que advierto en el consumo de bebidas embriagantes tiene que ver con las mañas de la gente en el momento de solicitar su alipús. Así, por ejemplo, llega un señor y le dice al mesero cosas tan extrañas como: “quiero un wisqui puesto con un hielo y medio, aparte me traes una botella de agua, y rodajas de limón en un plato que tenga sal” o “un tequila derecho y un caballito de jugo de limón con una cuarta parte de salsa inglesa”. Los meseros que tienen virtudes bíblicas asienten imperturbables y se van al bar para trasmitir los caprichos del consumidor que por algún misterio cuando se enfrenta a su trago encuentra invariables defectos y se queja con sus amistades: “dije, salsa inglesa y no salsa maggie”… Puras idioteces.
Me imagino que el consumo del alcohol ha propiciado una de las industrias más boyantes del país y esta hipótesis la sustento en la cantidad de borrachos que veo los jueves y viernes en restaurantes y bares. Esta gente normalmente llega al mediodía y ya como a las siete de la noche avanza limpiamente hacia los terrenos de la catalepsia con síntomas conspicuos de desorden cerebral que se pueden manifestar mentándole la madre a su amigo del alma, mirando fija y vidriosamente hacia el techo o de plano negándose a pagar la cuenta porque se consideran víctimas de un robo ya que solo se tomaron nueve cubas y no diez como consigna la cuenta. El caso más reciente nos lo ofreció un diputado panista que se tomó “dos cervezas” y se le ocurrió (ligeramente descompuesto de aspecto y con la corbata chueca) mearse en los arriates de Reforma por lo que fue detenido y entonces: golpeó policías, gritó peladeces y luego fue subido a una patrulla en la que iba enseñando la charola. Desde luego si ese efecto le producen dos cervezas me imagino que con cinco se hubiera orinado en el ángel de la independencia o en los restos de los padres que nos dieron patria.
El asunto etílico ha cambiado de muchas maneras con la modernidad que nos rodea; en primer lugar está el factor de género (¿por qué se llama “de género?” Misterio de los misterios). Antes estaba muy mal visto que las señoras libaran al igual que los hombres y ello produjo un fenómeno curioso consistente en la producción de bebidas de menor calibre para que dichas señoras pudieran alternar en sociedad. Ello favoreció el consumo de una porquería llamada “medias de seda” y peor aún “la piña colada sin alcohol” que como se ha demostrado causa cáncer de colédoco. Las conquistas femeninas han llegado al terreno de los alcoholes y ahora las féminas navegan por los territorios del tequila y el wisqui como Pedro por su casa. Hace algunos días por ejemplo una conocencia femenina se tomó en mi presencia el equivalente en alcohol al consumido por un grupo de diputados plurinominales en una tarde de viernes y se fue a su casa sin consecuencias que lamentar. Lo anterior (me apresuro a opinar ante una posible reacción, me parece perfecto).
Otra fuente de cambio se percibe en las combinaciones de las bebidas modernas. Para entender cómo se producen estas nuevas alternativas, me imagino a un cantinero con el pelo alborotado que tiene enfrente vasos, botellas y frutas tropicales. Me lo imagino también mezclando cosas con el mismo rigor científico que tendría el Púas Olivares, por ejemplo: ¿y si echamos Tehuacan, un cuarto de kilo de papaya, medio limón sin pelar y una onza de angostura? El líquido final es consumido y si no lo manda al hospital será presentado como la novedad más reciente. Esto ha producido que el tequila se mezcle con el squirt o que a la cerveza se le agregue salsa Tabasco con las consecuencias que uno podría esperar de una mezcla tan bastarda.
Un último factor que advierto en el consumo de bebidas embriagantes tiene que ver con las mañas de la gente en el momento de solicitar su alipús. Así, por ejemplo, llega un señor y le dice al mesero cosas tan extrañas como: “quiero un wisqui puesto con un hielo y medio, aparte me traes una botella de agua, y rodajas de limón en un plato que tenga sal” o “un tequila derecho y un caballito de jugo de limón con una cuarta parte de salsa inglesa”. Los meseros que tienen virtudes bíblicas asienten imperturbables y se van al bar para trasmitir los caprichos del consumidor que por algún misterio cuando se enfrenta a su trago encuentra invariables defectos y se queja con sus amistades: “dije, salsa inglesa y no salsa maggie”… Puras idioteces.
sábado, 1 de junio de 2013
La opinadera (El Financiero 2002)
Entramos de lleno al mes patrio en medio de informes presidenciales y análisis infumables acerca de lo que este país merece. Alguna vez discrepé de un hombre que hasta ese momento consideraba yo muy listo que declaró su hartazgo de tanta opinión, hoy reconozco mi error y tengo la impresión de que, efectivamente, a todo mundo le da por abrir la boca y decir lo que piensa a la primera oportunidad. De la reflexión anterior me queda una preocupación, ya que opinar a lo baboso es lo que he venido haciendo los últimos años aunque debo aclarar que algunas veces he caído en el espinoso asunto del rendimiento de cuentas. De cualquier manera creo que el problema de la opinadera tiene que ver con cierta pereza por el análisis, lo que implica recibir digerido cualquier hecho y modelar opiniones propias que provienen de mentes ajenas, en algunos casos tan lúcidas como las de los hombres de negro que son pura lumbrera, o, en cambio, las de Britney Spears declarando que se había preparado para su más reciente filme tomando clases de actuación durante la friolera de 10 días.
Los mexicanos somos un pueblo al que le da por externar su punto de vista porque pasó la mosca, esta capacidad se manifiesta en muchos frentes; cuando un niño nace y se pone morado después de llorar tres horas vienen los comandos a decretar los remedios: “úntale un ajo en la entrepierna y verás como se alivia” dicen los herbolarios, “tiene un problema de ausencia de imagen paterna” argumentan los interesados en el psicoanálisis” o “es normal” dicen lo que a todos les vale madre. Lo mismo pasa en el momento que alguien se accidenta y se queda con el fémur de fuera en posición de decúbito prono. La gente que lo rodea de inmediato decide que no hay que moverlo o, por el contrario, que es necesario volverle a meter el hueso. El efecto final es contradictorio y ambiguo, como ambiguo es este país. Sin embargo, quizá la referencia más notable de nuestras ganas de dar un punto de vista se encuentra en la reciente tendencia de los programas de radio y televisión consultando a la ciudadanía sobre asuntos de enorme trascendencia. Evidentemente el que redacta la pregunta padece una forma benigna de retardo mental ya que realiza cuestionamiento del tipo: “¿usted cree que el mochaorejas debe ser liberado?”. La sorpresa es que miles de compatriotas corren a los teléfonos y expresan su particular punto de vista mientras yo me quedo pensando que en el asunto debe haber un buen negocio pero todavía no acierto a explicar cuál.
Lo que sigue en este mundo de opiniones se relaciona con la reciente reacción de ciertos intelectuales que impugnaron airados una selección realizada por la SEP y diversos especialistas en el sentido de elegir un grupo de libros para las aulas escolares. Advierto de antemano que un libro mío sobre los recursos naturales va en esa lista y que me apena mucho que en ella me encuentre al lado de José Luis Borgues (Fox dixit) o del maestro Robert L. Stevenson pero debo aclarar que ése no es mi problema, sino de quienes hicieron la lista de marras. Los argumentos impugnadores desgraciadamente dan ternura ya que no se analiza la pertinencia de la elección en cada caso, que es lo que habría que hacer, sino en al hecho de que “faltan autores mexicanos” o que se “benefició a editoriales extranjeras”. Me queda claro que –con Borges o sin Borges- cualquier lista es arbitraria y que siempre va a haber descontentos, el problema es que cuando los argumentos se basan en la idea de que lo hecho en México está bien hecho y que lo demás es invasión el asunto simplemente no tiene destino. Me recuerda una de las primeras categorías del Ariel que premiaba a “la película más mexicana” sin aclarar si gente que florea la reata y alburea al vecino calificaba para tal merecimiento.
El mes patrio discurre pues entre todos opinando y algunos de ellos dispuestos a inmolarse como Juan Escutia. Me imagino que el 16 si de veras queremos estar acordes con los tiempos habrá que salir a matar a los gachupines dueños de las editoriales extranjeras que nos están robando el pan de nuestros hijos ¿o no?
Los mexicanos somos un pueblo al que le da por externar su punto de vista porque pasó la mosca, esta capacidad se manifiesta en muchos frentes; cuando un niño nace y se pone morado después de llorar tres horas vienen los comandos a decretar los remedios: “úntale un ajo en la entrepierna y verás como se alivia” dicen los herbolarios, “tiene un problema de ausencia de imagen paterna” argumentan los interesados en el psicoanálisis” o “es normal” dicen lo que a todos les vale madre. Lo mismo pasa en el momento que alguien se accidenta y se queda con el fémur de fuera en posición de decúbito prono. La gente que lo rodea de inmediato decide que no hay que moverlo o, por el contrario, que es necesario volverle a meter el hueso. El efecto final es contradictorio y ambiguo, como ambiguo es este país. Sin embargo, quizá la referencia más notable de nuestras ganas de dar un punto de vista se encuentra en la reciente tendencia de los programas de radio y televisión consultando a la ciudadanía sobre asuntos de enorme trascendencia. Evidentemente el que redacta la pregunta padece una forma benigna de retardo mental ya que realiza cuestionamiento del tipo: “¿usted cree que el mochaorejas debe ser liberado?”. La sorpresa es que miles de compatriotas corren a los teléfonos y expresan su particular punto de vista mientras yo me quedo pensando que en el asunto debe haber un buen negocio pero todavía no acierto a explicar cuál.
Lo que sigue en este mundo de opiniones se relaciona con la reciente reacción de ciertos intelectuales que impugnaron airados una selección realizada por la SEP y diversos especialistas en el sentido de elegir un grupo de libros para las aulas escolares. Advierto de antemano que un libro mío sobre los recursos naturales va en esa lista y que me apena mucho que en ella me encuentre al lado de José Luis Borgues (Fox dixit) o del maestro Robert L. Stevenson pero debo aclarar que ése no es mi problema, sino de quienes hicieron la lista de marras. Los argumentos impugnadores desgraciadamente dan ternura ya que no se analiza la pertinencia de la elección en cada caso, que es lo que habría que hacer, sino en al hecho de que “faltan autores mexicanos” o que se “benefició a editoriales extranjeras”. Me queda claro que –con Borges o sin Borges- cualquier lista es arbitraria y que siempre va a haber descontentos, el problema es que cuando los argumentos se basan en la idea de que lo hecho en México está bien hecho y que lo demás es invasión el asunto simplemente no tiene destino. Me recuerda una de las primeras categorías del Ariel que premiaba a “la película más mexicana” sin aclarar si gente que florea la reata y alburea al vecino calificaba para tal merecimiento.
El mes patrio discurre pues entre todos opinando y algunos de ellos dispuestos a inmolarse como Juan Escutia. Me imagino que el 16 si de veras queremos estar acordes con los tiempos habrá que salir a matar a los gachupines dueños de las editoriales extranjeras que nos están robando el pan de nuestros hijos ¿o no?
miércoles, 29 de mayo de 2013
Fobias (El Financiero 2002)
Alguna vez conocí a una muchachona que padecía de un extraño mal consistente en no utilizar el asiento del copiloto de un auto “porque se mareaba”, tal disfunción provocó que durante seis meses diera la impresión de ser una Condesa pobre, que se transportaba en un caribe destartalado y con un chofer impresentable. Mi madre no usaba las escaleras eléctricas lo que nos hizo esclavos de los elevadores durante muchos años y otras personas justamente lo que no usan son los elevadores porque padecen claustrofobia.
Las mañas de la gente son múltiples y se traducen en millares de fobias que tienen que ver con las arañas, las alturas e inclusive las palabras (un servidor, por ejemplo no soporta la palabra “calzones” y como para entender una tara de ese tipo necesitaría treinta sesiones de terapia sicoanalítica simplemente evito pronunciarla).
Soy un hombre lleno de fobias y quisiera compartirlas con usted, querido lector, para ver si logro exorcizar algunas de ellas por la vía de hacerlas explícitas ¿le parece?
La primera de mis taras tiene que ver con gente que uno no conoce pero que hace plática. El peor lugar en el que esto puede ocurrir es en el asiento de un avión ya que ahí no hay escapatoria posible. En circunstancias tales me enterado de innumerables cosas que no me importan como el sitio de Stalingrado, mi ascendencia en géminis o la teoría (lo juro) de que Pedro Infante no murió pero quedó desfigurado por lo que trabaja como mesero en Toluca. Contra la gente que le da por platicar no hay antídoto posible; no me considero un tipo hosco pero cuando me subo al avión saco un librote así de grande y entonces la pregunta es: “¿qué está leyendo?”, como me da vergüenza contestarle que eso no le importa, cierro el libro e inicia la conversa que normalmente termina con el tipo cabeceando cuando advierte que soy una persona muy poco interesante.
Mi segunda fobia, prima hermana de la anterior, es producida por la gente que le abre a uno su vida así de sopetón. Son aquellos que uno acaba de conocer y dicen cosas como: “es que salí de la cárcel hace apenas dos semanas”, algunos más se levantan la camisa y mientras enseñan una bola de béisbol en la barriga comentan: “¿conoces los tumores gástricos?”, otros se llevan la mitad de una comida platicando de su experiencia cuando eran alcohólicos y le pegaban a su mujer.
Una fobia más me la produce la gente conspicua; esa que tiene un enorme afán por llamar la atención. Para cumplir este propósito las estrategias pueden ser múltiples, la más elemental es la indumentaria o el aspecto físico. El otro día fui a una fiesta en donde había un señor que se había rapado la zona parietal y conservaba un molote de pelo en la coronilla logrando un notable aspecto general de chile cuaresmeño. Cuando lo saludé no supe dónde poner la vista pero el siguiente impacto fue mayor porque apretó mi mano y me dijo a gritos: “¡YO TE LEOOOO!” , el efecto fue doble; primero por la salpicada de baba (si efectivamente me lee sabrá que debe cuidar ese flanco de su personalidad para no apestar su vida social) y segundo porque todo mundo volteó como si la casa ardiera en llamas. La gente conspicua es la que pretende que todos nos enteremos de que cerró un trato de millones o la que invierte una tarde explicándonos lo compleja que es su chamba y cuando uno cambia de tema regresa como un bumerang a la posición original para machacar sobre lo necesario de que todos escuchemos lo que dice.
Mi última aversión tiene que ver con las masas, ignoro por qué pero la gente se desgobierna cuando se reúne con más de 15 semejantes y eso me pone muy nervioso. Siempre he tenido la paranoia de que en algún momento un miembro de la turba me voltee a ver y grite sin motivo alguno: ¡agarren al pelón! y empiece la corretiza. Por lo anterior es que no asisto a ningún evento multitudinario y traigo siempre una cachucha que si bien me confiere un aspecto como de gringo retirado me protege de mis fobias que como usted ha visto, querido lector, son múltiples.
Las mañas de la gente son múltiples y se traducen en millares de fobias que tienen que ver con las arañas, las alturas e inclusive las palabras (un servidor, por ejemplo no soporta la palabra “calzones” y como para entender una tara de ese tipo necesitaría treinta sesiones de terapia sicoanalítica simplemente evito pronunciarla).
Soy un hombre lleno de fobias y quisiera compartirlas con usted, querido lector, para ver si logro exorcizar algunas de ellas por la vía de hacerlas explícitas ¿le parece?
La primera de mis taras tiene que ver con gente que uno no conoce pero que hace plática. El peor lugar en el que esto puede ocurrir es en el asiento de un avión ya que ahí no hay escapatoria posible. En circunstancias tales me enterado de innumerables cosas que no me importan como el sitio de Stalingrado, mi ascendencia en géminis o la teoría (lo juro) de que Pedro Infante no murió pero quedó desfigurado por lo que trabaja como mesero en Toluca. Contra la gente que le da por platicar no hay antídoto posible; no me considero un tipo hosco pero cuando me subo al avión saco un librote así de grande y entonces la pregunta es: “¿qué está leyendo?”, como me da vergüenza contestarle que eso no le importa, cierro el libro e inicia la conversa que normalmente termina con el tipo cabeceando cuando advierte que soy una persona muy poco interesante.
Mi segunda fobia, prima hermana de la anterior, es producida por la gente que le abre a uno su vida así de sopetón. Son aquellos que uno acaba de conocer y dicen cosas como: “es que salí de la cárcel hace apenas dos semanas”, algunos más se levantan la camisa y mientras enseñan una bola de béisbol en la barriga comentan: “¿conoces los tumores gástricos?”, otros se llevan la mitad de una comida platicando de su experiencia cuando eran alcohólicos y le pegaban a su mujer.
Una fobia más me la produce la gente conspicua; esa que tiene un enorme afán por llamar la atención. Para cumplir este propósito las estrategias pueden ser múltiples, la más elemental es la indumentaria o el aspecto físico. El otro día fui a una fiesta en donde había un señor que se había rapado la zona parietal y conservaba un molote de pelo en la coronilla logrando un notable aspecto general de chile cuaresmeño. Cuando lo saludé no supe dónde poner la vista pero el siguiente impacto fue mayor porque apretó mi mano y me dijo a gritos: “¡YO TE LEOOOO!” , el efecto fue doble; primero por la salpicada de baba (si efectivamente me lee sabrá que debe cuidar ese flanco de su personalidad para no apestar su vida social) y segundo porque todo mundo volteó como si la casa ardiera en llamas. La gente conspicua es la que pretende que todos nos enteremos de que cerró un trato de millones o la que invierte una tarde explicándonos lo compleja que es su chamba y cuando uno cambia de tema regresa como un bumerang a la posición original para machacar sobre lo necesario de que todos escuchemos lo que dice.
Mi última aversión tiene que ver con las masas, ignoro por qué pero la gente se desgobierna cuando se reúne con más de 15 semejantes y eso me pone muy nervioso. Siempre he tenido la paranoia de que en algún momento un miembro de la turba me voltee a ver y grite sin motivo alguno: ¡agarren al pelón! y empiece la corretiza. Por lo anterior es que no asisto a ningún evento multitudinario y traigo siempre una cachucha que si bien me confiere un aspecto como de gringo retirado me protege de mis fobias que como usted ha visto, querido lector, son múltiples.
lunes, 27 de mayo de 2013
Viva México cabrones (Milenio 2011)
“El Nacionalismo se cura viajando”
Camilo José Cela
“El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí”. La frase de Bernard Shaw lo resume todo, pero como a mí me pagan por setecientas palabras trataré de no dejarlo ahí.
Los mexicanos somos un pueblo de mañas y taras entre las que destacan echar lámina en el auto, meterse en las filas, reírse cuando un compatriota se va por la coladera y quizá una de las más perniciosas, ver el canal 2 en compañía de la familia. Siempre me he preguntado cómo es que se nos desgobiernan las entendederas al pasar del individuo a la turba. Evidencias sobran, el grupo que viaja a Alemania con unos sombreros dignos de una orden de presentación ante la PGR, que además se ponen unos bigotes que, sospecho, son los causantes de la epidemia de influenza y que gritan alegremente ondean banderas y le dan tequila a todo aquel que se deje para demostrar el nacional espíritu que nos posee.
Pero esta imagen –la de que somos un pueblo alegre y desmadroso- me parece la menos perniciosa. El problema es cuando empiezan las odas nacionalistas que todo lo desmadran. “México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la X, que algo tiene de cruz y de calvario” escribió el Vate López Méndez, probablemente bajo el efecto de sustancias controladas, pero representando ese imaginario popular de fe y devoción por la Patria. ¿Por qué? -me pregunto- algo tan abstracto como una Nación en la que hay desde gandallas y lacras hasta lumbreras y gente de bien puede ser motivo de orgullo genérico? Misterio insondable.
Recuerdo ahora mismo el asunto de Top Gear, la serie británica en la que tres señores que son pendejos pero con carisma se pitorrearon de un auto mexicano y en consecuencia de la Nación. El señor Embajador montó en cólera y armó un zafarrancho (en ese momento me refugié en un bunker por aquello de otra guerra) y exigió una disculpa. El IMER, decidió “boicotear” a la BBC por lo que dejó de transmitir su programación (imaginar a tres rubicundos funcionarios de la BBC con el Jesús de la boca haciendo llamadas frenéticas para evitar tal desastre). El asunto devino en vodevil y para variar dividió a la Nación en dos bandos, los que consideraban que procedía un desagravio y exigían de jodido la Torre de Londres (la mayoría) y los que como un servidor (la minoría) considerábamos que el asunto no daba para nada más que enviar a un comando comandado por Fabiruchis y Bisogno en represalia.
Otra veta del nacionalismo se relaciona con lo que los gringos llama “wishful thinking” que los académicos traducen como “pensamiento ilusorio” pero en mi diccionario personal se llama simplemente candor o ingenuidad. Cada cuatro años, la Nación entera corre a las tiendas o a los camellones se pone su playera de la selección y se dicen cosas como “ahora sí ésta es la buena”. Acto seguido suceden fenómenos muy curiosos, porque los mexicanos en formación de turba llenamos los bares, nos ponemos de pie ante un monitor de 24 pulgadas durante el himno y luego de la victoria sobre Angola, salimos a desmadrar monumentos en honor de los héroes que nos dieron Patria. Lo que sigue es predecible como un meteorito; llega el quinto partido y cualquiera que tenga una lucidez superior a la de un pisapapeles sabrá que es el adviento de una catástrofe, que ocurre noventa minutos después. En ese momento nuevamente las cosas se desgobiernan y se busca la dotación de huevos y jitomates para ir a recibir a los seleccionados que “no se entregaron por su país”
Se entiende poco que es caso por caso, que nadie es ni puede ser mejor o peor en función del lugar donde nació, pero así son las cosas; los tiempos de balcanización y ruptura están muy presentes y poco hay que hacer. Simplemente recordar a Einstein que dijo “El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad”, que en estos tiempos de pandemias es una verdad de a kilo.
Camilo José Cela
“El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí”. La frase de Bernard Shaw lo resume todo, pero como a mí me pagan por setecientas palabras trataré de no dejarlo ahí.
Los mexicanos somos un pueblo de mañas y taras entre las que destacan echar lámina en el auto, meterse en las filas, reírse cuando un compatriota se va por la coladera y quizá una de las más perniciosas, ver el canal 2 en compañía de la familia. Siempre me he preguntado cómo es que se nos desgobiernan las entendederas al pasar del individuo a la turba. Evidencias sobran, el grupo que viaja a Alemania con unos sombreros dignos de una orden de presentación ante la PGR, que además se ponen unos bigotes que, sospecho, son los causantes de la epidemia de influenza y que gritan alegremente ondean banderas y le dan tequila a todo aquel que se deje para demostrar el nacional espíritu que nos posee.
Pero esta imagen –la de que somos un pueblo alegre y desmadroso- me parece la menos perniciosa. El problema es cuando empiezan las odas nacionalistas que todo lo desmadran. “México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la X, que algo tiene de cruz y de calvario” escribió el Vate López Méndez, probablemente bajo el efecto de sustancias controladas, pero representando ese imaginario popular de fe y devoción por la Patria. ¿Por qué? -me pregunto- algo tan abstracto como una Nación en la que hay desde gandallas y lacras hasta lumbreras y gente de bien puede ser motivo de orgullo genérico? Misterio insondable.
Recuerdo ahora mismo el asunto de Top Gear, la serie británica en la que tres señores que son pendejos pero con carisma se pitorrearon de un auto mexicano y en consecuencia de la Nación. El señor Embajador montó en cólera y armó un zafarrancho (en ese momento me refugié en un bunker por aquello de otra guerra) y exigió una disculpa. El IMER, decidió “boicotear” a la BBC por lo que dejó de transmitir su programación (imaginar a tres rubicundos funcionarios de la BBC con el Jesús de la boca haciendo llamadas frenéticas para evitar tal desastre). El asunto devino en vodevil y para variar dividió a la Nación en dos bandos, los que consideraban que procedía un desagravio y exigían de jodido la Torre de Londres (la mayoría) y los que como un servidor (la minoría) considerábamos que el asunto no daba para nada más que enviar a un comando comandado por Fabiruchis y Bisogno en represalia.
Otra veta del nacionalismo se relaciona con lo que los gringos llama “wishful thinking” que los académicos traducen como “pensamiento ilusorio” pero en mi diccionario personal se llama simplemente candor o ingenuidad. Cada cuatro años, la Nación entera corre a las tiendas o a los camellones se pone su playera de la selección y se dicen cosas como “ahora sí ésta es la buena”. Acto seguido suceden fenómenos muy curiosos, porque los mexicanos en formación de turba llenamos los bares, nos ponemos de pie ante un monitor de 24 pulgadas durante el himno y luego de la victoria sobre Angola, salimos a desmadrar monumentos en honor de los héroes que nos dieron Patria. Lo que sigue es predecible como un meteorito; llega el quinto partido y cualquiera que tenga una lucidez superior a la de un pisapapeles sabrá que es el adviento de una catástrofe, que ocurre noventa minutos después. En ese momento nuevamente las cosas se desgobiernan y se busca la dotación de huevos y jitomates para ir a recibir a los seleccionados que “no se entregaron por su país”
Se entiende poco que es caso por caso, que nadie es ni puede ser mejor o peor en función del lugar donde nació, pero así son las cosas; los tiempos de balcanización y ruptura están muy presentes y poco hay que hacer. Simplemente recordar a Einstein que dijo “El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad”, que en estos tiempos de pandemias es una verdad de a kilo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)