viernes, 30 de noviembre de 2012

Escenas chilangas (El Financiero 1998)

1) Llego a un estacionamiento cerca del zócalo que por algún misterio se llama “overol” con la decidida intención de que no me chinguen como siempre lo intenta el cajero, un gordo que es tan honesto como el mochaorejas o Al Capone. He realizado las cuentas y sé que me corresponde pagar dos horas, es decir treinta y seis pesos, lo cual es un robo pero a fin de cuentas un robo legalizado porque ésa es la cuota advertida. El gordo recibe como siempre el boleto, como siempre analiza la hora, como siempre mira al cielo con cara de que está haciendo cuentas y como siempre me cobra de más: “son sesenta pesos” declara, lo que me lleva a mi vez a declararle que está jodido y que son treinta y seis. Vuelve a ver el boleto, parpadea y finalmente masculla “tressansteiis”. Cuando le digo que nunca me ha cobrado la cantidad correcta nomás se me queda viendo con cara de que se abanica en mi opinión y el tipo que está atrás con profunda solidaridad me dice que me apure. En el momento que me subo al coche una señora esta diciendo: “es que usted siempre cobra de más”. Ya camino a mi casa calculo que el gordo gana más que yo por la sola virtud de no saber sumar más que a su favor. 2) Voy por avenida Chapultepec pensando en la inmortalidad del cangrejo cuando un señor igualito a Capulina se traviesa en el arroyo y para el tráfico. Lo primero que se me ocurre es que es el bastonero principal de un desfile de disfuncionales; nones, atrás de él vienen otros dos señores vestidos de civil portando unos rifles, así de grandes. Mi segunda hipótesis es que se trata de un comando que va a secuestrar a alguien pero como yo soy un pelagatos y a mi alrededor no hay nadie la descarto de inmediato. Los del rifle pasan al lado mío mientras rezo una magnífica y entono el tema “yo se los juro que yo no fui”, finalmente se van. Luego me entero que efectivamente eran un comando, pero antisecuestro y que estaban tratando de evitar que los malhechores hicieran de las suyas. 3) A mi lado un camión de helados o algo así da un frenón para no estrellarse con un coche particular, del coche se baja un señor particular así de grandote y le grita peladeces al chofer que también se baja, en cinco segundos están trenzados a golpes con clara ventaja para el señor que de un tortazo (me gusta “tortazo”) le voltea la nariz a su contrincante (uno siempre tiende a pensar que la gente con menos recursos es mejor para los golpes que los pudientes pero este es un claro ejemplo de una excepción), llega la fuerza pública y los separa mientras se gritan más peladeces, luego se suben a sus coches y se van. 4) Enfilo por calzada de Tlalpan con rumbo al sur, como siempre tomo el carril de la izquierda para evitar a los microbuseros que se paran en cada estación, manejo al lado de un vagón del metro que va atestado y en el que un joven que va junto a la puerta cerrada me mira fijamente. De pronto y sin que medie estímulo alguno levanta la mano y me hace una señal conocida en México como “caracolitos” o “mocos”. No tengo explicación para el arrebato, a lo mejor es un asesino serial que odia a los calvos o es un joven aburrido que se entretiene mentando madres, la verdad es que no lo sé y me quedo con la duda hasta que llego a mi hogar. 5) Un señor se quiere dar vuelta a la izquierda en Insurgentes y a huevo por lo que discute con un policía que impasible le dice que circule. El tipo está furioso y mete un acelerón mientras le grita al representante de la ley “pero gano más que tú, jodido”. Todo lo anterior en una semana en la muy noble y leal ciudad de México de la que por cierto me declaro rendidamente enamorado a pesar de sus taras y sus vicios chilangos que probablemente no tengan el menor remedio. Ni modo.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Catálogo de terror (El Financiero 1998)

Hace algunas noches, estaba yo dormido como un bendito, cuando de pronto y sin preverlo, me desperté entre sudoraciones de tenor gordo y, después de un estremecimiento, me di cuenta que había soñado algo que me hizo buscar en la sección amarilla la palabra “psicoanalista”: mi evocación onírica se refería a un anuncio del chocolate Express en el que la protagonista era una ratita de nombre Cuqui. En el sueño yo era uno de los ratoncitos que formaban la prole de la rata y cantaba una canción. El asunto –además de dejarme ligeramente angustiado- me sirvió para recrear algunas escenas de las que he sido testigo y que considero pertenecen a una colección siniestra que hoy, como si fuera el día de muertos, compartiré con usted, queridísimo lector: La primera escena negra es la siguiente: Julie Andrews, vestida como empleada de helados Holanda, se trepa a una montaña pegando de gritos y seguida por una turba de niños que, a juzgar por su canto, padecen de algún tipo de anencefalia. Ya en la cima, la señora Andrews se enfrenta con el padre de las criaturas (que por su conducta puede ser calificado como un baboso) situado en otra montaña y que también canta nomás que lo siguiente: De jils ar alaaaaiv wit de saund of miuuusic. En respuesta, la holandesa ríe y grita: ahhhhh, a a ahhhhh. Siempre que recuerdo la escena sufro un estremecimiento. La segunda escena la presencié en el Metro; iba yo agarrado de un tubo observando fascinado a un tipo que escupió un kilo de cáscaras de pepita en la cifra récord de tres estaciones, cuándo atrás de mí, se oyó una voz con timbre parecido al de un globo rozando los rayos de una bicicleta. En el preciso instante que volteaba para identificar el origen del sonido, me encontré con un señor cuya cara estaba a diez centímetros de la mía y que tenía la notable característica física de carecer de nariz. Eso que los analistas llaman subconsciente gritó dentro de mí “¡ay cabrón!” y nomás pegué un brinquito. Sin embargo, el día de hoy cada que me acuerdo sufro un estremecimiento. ¿Sería leproso? ¿Habría perdido la nariz cuando estornudó al rasurarse el bigote? Nunca lo supe. La tercera de la tarde es escolar y ocurrió un mediodía cuando este servidor y treinta y cinco estudiantes de la escuela secundaria nos encontrábamos muy sentados en clase de radio. Cómo llegué yo ahí me parece un misterio de la orientación vocacional ya que en la rotación para elegir taller mi única habilidad consistió en hacer una pantufla (no dos) de estambre a través del uso eficiente de una tabla con clavos que nos dio la maestra. La clase de radio me permitió la proeza notable de invertir tres años de mi vida dos veces por semana y salir del curso sabiendo tanto de radio como de la técnica para operar el abdomen agudo. El maestro era un chaparrito que llenaba de circuitos el pizarrón con una hueva interplanetaria y luego se dormía fumando mientras nosotros, sus alumnos, copiábamos los dibujos a lo puro güey. Bien, un día mientras El Bulbo –así le decíamos- escribía los ohms de alguna resistencia, se metió un camión al salón. La defensa llegó exactamente donde estaba los watts del sistema y al Bulbo y compañeros de la primera fila, hubo que llevarlos a la enfermería. Iban con los ojos en blanco y veinte años menos de vida. La cuarta y última de esta sesión la presencié durante una noche en la que los estudiantes hacían gracias en un escenario; el titular de la anécdota era (¿es?) un muchacho que dadas sus proporciones era conocido como el Porky. Pues bien, su santa madre se emperró en que el escuintle bailara la danza del venado y ahí estaba el pobre, encuerado y con unos cuernos muy extraños que le salían de la coronilla, retorciéndose al ritmo de la danza. Cada pasito era un cimbrado de la duela. El momento siniestro fue alcanzado en el preciso momento que le tocaba morirse: el Porky puso tal empeño que al quedar tendido de lado dejó ver un testículo enorme que conmocionó a toda la audiencia. Ese día significó algo para mí el concepto de pena ajena. Lo dicho, un catálogo del terror al que volveremos de vez en cuando

viernes, 19 de octubre de 2012

La crudeza de las redes (Etcétera 2011)

“Crea fama y échate a dormir” reza el clásico y en estos tiempos mediáticos el asunto se vuelve una verdad del tamaño de una casa. Pensemos en las percepciones públicas de ciertos personajes para ejemplificar esta tendencia; Miguel de La Madrid es alguien “gris”, Fabián Lavalle, un alcoholicazo o Hugo Sánchez un mamón. En efecto, algo habrán hecho o dejado de hacer estos personajes para generar esa fama en el imaginario colectivo y troquelar de manera indeleble, tal imagen. Lo anterior no es una novedad, tendemos a buscar el rasgo más superficial de cualquier cosa y con ello acomodar etiquetas, lo realmente emergente es el uso de redes sociales para darle resonancia a las percepciones públicas, ¿el mejor ejemplo? Ninel Conde. Vayamos por partes. Si uno se toma el tiempo y tiene la paciencia suficiente entrará a la página oficial de Ninel y acto seguido (es mi triste caso) sufrirá una especie de embolia debido a que de la nada y a traición la Diva se arranca cantando sin advertencia previa. Una vez pasado el susto nos podremos enterar de que esta jovenaza tiene medidas 90-58-90, que para mí no tienen ningún significado pero sí las fotos que delatan a una que está buenísima. Ninel estudió, actuación, expresión corporal y “voz” y nos hace favor de informarnos que ha participado en proyectos tan relevantes como “La hora Pico”, “Cotorreando” y “No manches” y que tiene reconocimientos ejemplares como el de la Asociación de Locutores de Veracruz. Bien, no es necesario un Nóbel de Física para entender que la dama en cuestión posee la capacidad intelectual de un pisapapeles, cosa que se puede confirmar en su cuenta de tuiter cuando pone cosas como “Que sueÑooo!!!!!!♣” en beneficio de su más de trescientos mil seguidores a los que imagino babeantes e incondicionales. Hasta aquí no hay nada novedoso; durante años y con la tenacidad de un caracol de jardín he venido dando muestras ejemplares de que la televisión nacional se distingue por cuotas de imbecilidad olímpicas así que sería injusto y desmedido exigirles alguna dosis de raciocinio. Lo que me interesa ejemplificar es otro fenómeno; la guillotina pública en que se han convertido algunas redes sociales, señaladamente tuiter. Hace no mucho por ejemplo, el diputado Mario Di Constanzo señaló que Pinochet era un “dictador argentino” y se le vino el mundo encima. Días después hizo un chiste pendejo acerca del atentado en el Tecnológico de Monterrey y confieso que participé activamente en su hostigamiento hasta que finalmente emitió una disculpa de dientes para afuera. Las redes sociales no perdonan y ello se evidencia día con día, es por ello que no son para almas sensibles que no aguantan vendavales. Toda esta digresión la emprendo justamente por “El Bombón asesino” y la reciente moda de hacerla lucir como una imbécil sistemáticamente. Todo parece iniciar el día que Ninel aparentemente confundió un tsunami con un tsurimi, o escribió “Samborns”. Ignoro si esto ocurrió en efecto, la tragedia es que lo creo perfectamente posible. De pronto y de la nada vino el aluvión como se consigna en el siguiente texto: La actriz asegura que ella nunca ha dicho nada de lo que se le ha adjudicado, dice informador.com.mx. Pero eso no paró a "Twitteros" y "facebookeros" para echar a andar su imaginación y elaborar chistes de la actriz. Incluso, en Facebook se creó una página especial para compartir dichas bromas, bajo el nombre de "Los chistes de Ninel Conde", al que 5 mil 790 le han dado "Me gusta" y varias son quienes comparten ocurrencias, donde Ninel Conde es la protagonista. En Twitter se creó un perfil llamado @Ninelreflexiona, donde también se burlaban de ella, pero que ya ha desaparecido, aunque los usuarios de la red social piden su regreso. Asimismo, se abrió la cuenta @ChistesNinel, donde se postean y retwittean burlas; y el hashtag #ChistesdeNinel. También se puede hacer una búsqueda de Ninel o Ninel Conde y aparecen cientos de chistes. Yahoo no se quedó atrás y ya hay quien en Yahoo Answers preguntó si conocen chistes de la cantante. La reacción del Bombón fue esperable, al principio se encabronó ya que a nadie le gusta que se pitorreen de su lucidez pero luego, probablemente con la asesoría de López Dóriga y su “Juayderito” instituyó un concurso de chistes que favorecen la auto parodia. Todo este vodevil tiene varias aristas algunas que prefiguran un abuso imposible de parar. Recuerdo muy bien el día que subieron a la señora madre de Lucero dando pasitos y semidesnuda en un video privado que se hizo público en you tube para la carcajada general. Pasa un poco lo mismo con el caso de Ninel, habrá quien diga que es una figura pública y en consecuencia debe pagar el costo asociado a esta condición, habrá también quien sugiera que no se puede limitar la posibilidad de expresarse ya que nadie posee el rasero para determinar lo que es aceptable de lo que no. Este debate, me parece, no se ha dado. Salvo mecanismos generados por los creadores de redes sociales para denunciar comentarios asociados a racismo o a violencia y filtrarlos, cualquiera, puede poner lo que le dé la gana el día que le dé la gana. Otro elemento asociado a las redes sociales es su fugacidad; así como explota un tema y se vuelve tópico salvaje, su reiteración cansa pronto y es abandonado por otro. El caso de Ángel Verdugo el de las viejas pendejas de Polanco y recientemente el de Ninel ilustran este vértigo “nada hay más viejo que un tuit de hace 2 horas” escribí algún día. El fenómeno del Bombón Asesino dio de qué hablar el mes de agosto y nada más. Pronto las redes sociales llenan espacios y huecos a veces con aciertos y a veces con histeria. Es momento de empezar a asimilar estos cambios preparando a la siguiente víctima propiciatoria que, a juzgar por los hechos, será un político o Jorge G. Castañeda que tuitea con el ego por delante y el índice levantado.

lunes, 8 de octubre de 2012

De intelectuales (El Financiero 1998)

Me imagino que los servicios diplomáticos de todos los países del mundo tienen un librito o un manual en el que se explican las costumbres planetarias y que recomiendan cosas como ver a los ojos de una princesa de Bora Bora que trae los pectorales de fuera, o usar el cuchillo correcto en el baile de los reyes de Bélgica. Me imagino también que en el caso de México hay un apartado así de grande en el que se advierte a reyes, presidentes o primeros ministros que todo aquel que llegue a estas nuestras nacionales tierras, se enfrentará a una serie de ritos ignotos que pueden poner su vida en peligro. El primero y más conspicuo consiste en calarle al ilustre visitante un sombrero de mariachi ¿para qué? Lo ignoro, como ignoro el destino que tendrá tal atuendo al regreso. El manual debe ilustrar también sobre los niños que van en bola con la banderita visitante, así como de las visitas que se hacen a los sitios menos visitables del mundo, como una fábrica de latas o de mofles de motocicleta. Me imagino, también que el librito de marras advierte sobre la necesidad de usar tapones en los oídos ya que un matracazo a traición es estímulo suficiente para desgraciarle la trompa de Eustaquio al más pintado. Cuando el visitante regresa a su avión se tiene previsto el suero y un destino turístico para reponerse de la faena. Sin embargo, y aunque usted no lo crea querido lector, el tema de esta semana no es el de las visitas presidenciales, sino de una parte del rito que siempre ha llamado mi atención por bizarro; el de la cita del visitante con los intelectuales. Alguna vez mi padre viajó a Argentina, lo mismo que un centenar de gorrones invitados por el presidente Echeverría, todos ellos tenían un común denominador: eran “intelectuales” (lo pongo así, entre comillas, porque ignoro el significado del término). La mayoría de estos señores, entre los que se contaban varias glorias nacionales hicieron lo que la lógica obligaba y vivieron en completo estado de ebriedad varios días y de regreso se pararon a fayuquear todo lo que pudieron. Digo que era lógico porque yo hubiera hecho lo mismo. Después de todo, ¿qué se esperaba de estos señores? ¿Qué escribieran sonetos o esculpieran estatuas de jueves a domingo? ¿Qué entendieran las relaciones culturales entre ambos pueblos? Lo dicho: pura gorra. El único saldo palpable de tal visita no es una escuela en Buenos Aires que se llame Benito Juárez o un programa establecido de intercambio cultural, sino una televisión portátil que se descompuso quince años después y que le vendimos al ropavejero. Pero, perdone usted, este tampoco es el tema, lo que quiero discutir es una pregunta simple pero perturbadora: ¿qué carajos es un intelectual? Lo que uno s e imagina de inmediato es que por tal término debe entenderse a un señor que se las sabe de todas todas y que ha destacado en alguna rama artística ¿por qué rama artística? Misterio de nuevo. Dos problemas percibo, el primero es que nadie se describe a sí mismo como “intelectual” ya que no solo suena inmodesto, sino ridículo. La paradoja es que son tan brutos que les encanta que los demás sí los describan de ésa manera. El segundo problema se encuentra en el sistema de acreditación; ¿quién es el que califica al resto dentro de la categoría de “intelectual”? Absolutamente nadie, parecería que tal mérito se obtiene con el paso de los años por lo que nuestra grey del intelecto debe sumar más años que la era Cenozoica, asunto con el que no tengo nada en contra aunque no comparta la idea de que la vejez implica mérito alguno, como no lo implica ser adolescente o de Michoacán. En fin, propongo que en el siguiente desayuno de intelectuales, nos presentemos, en una acto de sabotaje, todos los que podamos con el fin de obligar a alguien a explicarnos porque los que se están comiendo medio kilo de machaca caben en la definición y nosotros no... Sería buenísimo.

viernes, 7 de septiembre de 2012

El Grito El Financiero 1997)

Entre el momento que el cura Hidalgo tomó una decisión y salió a matar gachupines y el día de hoy ha pasado mucho tiempo. Sin embargo su gesta se recuerda año con año a través de un ritual profundamente barroco siguiendo la tan mexicana maña de festejar lo que sea (hace unos días los cadetes del Colegio Militar recrearon la batalla del 13 de septiembre y no me imagino cómo le hicieron para salir derrotados, ni cuáles cadetes representaban a los gringos). “¿Qué si no vas a ir al Grito?” Me preguntaron el lunes. Sonreí cortésmente y entonces, como en una avalancha, llegó a mí una cascada de recuerdos (nótese que sigo poético, que chingao) que me dejaron con una sensación de amargura que aún conservo. El último Grito de Independencia al que asistí tuvo verificativo la noche de un 15 de septiembre de hace siete años; en la expedición iba mi hermana Diana, su esposo –un hombre de tres metros- mi legítima y un servidor enfundado en una camiseta de color verde como la esperanza. Todo inició muy mal: el lugar más cercano al zócalo de Coyoacán se hallaba a una distancia equivalente a la que existe entre Lindavista y la central de abastos, por lo que fue necesario emprender una caminata que me hizo envejecer veinte años. Por las calles nos rodeó una nube de compatriotas vestidos como sólo se vestiría alguien que tiene ausencia cerebral; unos llevaban su sombrerote de tres metros y un jorongo con leyendas alusivas como: “viva México cabrones” o “tu mamá me ama”. Cuando llegamos a la plaza y vi a la gente me acordé de una película en la que sale John Wayne con los ojos de alcancía y dirigiendo a una nube de mongoles (entre los que se contaba Pedro Armendáriz, también con ojos de alcancía). Sin embargo, el vértigo producido ante la cantidad de compatriotas no fue una advertencia suficiente y nos metimos a la bola a lo puro güey. Fue horrible... Como no había referentes cardinales precisos uno iba caminando por medio de fuerzas de carácter newtoniano hasta que se daba en la cabeza con un puesto de algo que aparecía de la nada. Se vendían unos bigotes que olían a pápaloquelite, elotes, buñuelos y hot cakes en los que con dos gotitas de masa salían las chichis de alguna encuerada. En dos ocasiones fue menester que pateara a un infante que había decidido morderme las nalgas. Luego vinieron los cohetes, que iban a explotar en cuatro segundos porque alrededor de la zona donde caían se abría un claro lleno de gente pendeja que se reía de que le tronaran entre las patas. Si daba la casualidad que uno fuera el centro del claro el asunto estaba concluido. A las once salió una figurita miriñáquica que me dijeron era el Delegado, dio el Grito y se metió a cenar. El resto de la gente inició en ese momento una batalla memorable a través de armas contundentes. Como no había piedras se decidió que los elotes eran adecuados para tal fin. En el momento que yo me empezaba a preocupar el destino me dio la razón y se manifestó en forma de un elotazo en la nuca que me borró para siempre el nombre de mis abuelos. Todavía hoy me pregunto como es que no le apuntaron a mi cuñado que, como ya expliqué, era un blanco más conspicuo. Eso fue todo: decidí que lo mejor era huir a toda prisa, el pedo es que como en cualquier campaña de guerra el movimiento era envolvente por lo que para caminar en dirección contraria tuve que sortear un cohete, recargarme en el seno de una señora embarazada y besar a uno de bigote. El rumbo hacia el coche fue igual de pausado que la salida de los franceses de Rusia. Al llegar al auto y tratar de ver los estragos de la noche en mi cara lo único que vi fue el hoyo dónde estaba el espejo que se habían robado. Terminamos en mi casa jugando dominó, ellos riéndose y yo con un humor de los mil diablos. Por eso cuándo me preguntan sonrío cortésmente sin que nadie sepa que por dentro estoy mentando madres.