jueves, 2 de diciembre de 2010

De malas palabras (El Financiero 2001)

Existe un señor, cuyo nombre de pluma es Catón, que publica su columna diariamente en el periódico Reforma. El tema son los chistes, y cuando digo chistes no hablo en sentido figurado, los artículos inician con algo como: "Un día Ovonio fue al doctor...". Lo anterior --que parecería desconcertante-- no es lo que ha llamado mi atención, después de todo cada quien es libre de ganarse la vida como le plazca. En realidad lo notable es que Catón ha tomado la ruta literaria que implica escribir "carbón" por cabrón o "indejo" por pendejo, asunto que me parece una idiotez.

Nada tengo en contra del que evita escribir peladeces en los medios; supongo que eso obedece a un estilo o una visión estética de lo que debe ser y lo que no, pero... ¿carbón? La estrategia es equivalente a la que usan las viejas guangas para llamar pitirrín al pene, o pompis (escribo pompis y siento escalofríos) a las nalgas, y eso, insisto, es una idiotez.

El problema de renunciar al uso de lo que la gente llama malas palabras es que, además de dejar a la mitad de la población más muda que Hellen Keller, tendríamos que prescindir de su enorme poder descriptivo ¿hay mejor adjetivo que pendejo para aquel que diseño los ejes viales?, ¿puede el titular de una pesera ser ajeno a la palabra cabrón?

Recuerdo que Juan Sabines, gobernador de Chiapas hará unos doce años gritó en un discurso algo equivalente a que sus enemigos hicieran el favor de ir a chingar a su madre, que era exactamente lo que pensaba. Por supuesto, fue muy criticado ¿por qué? No por su sinceridad, sino por andar diciendo peladeces. En ese sentido la moral pública nos obliga a convertirnos en seres esquizofrénicos que debemos voltear como tecolotes antes de emitir un adjetivo contundente. Esta ruptura entre lo que se dice y lo que se piensa me parece notabilísima y ha determinado que produzca la siguiente lista de situaciones ejemplares en la que usted, querido lector, encontrará la alternativa adecuada para expresarse libremente. Que la use o no, depende por supuesto de usted.

Escena 1.- Un aguacero de la tiznada, usted va a llevar a su casa a una viejita que no para de hablar. La deja con el deseo de que un rayo la parta en dos. Regresa dando brinquitos al coche y se encuentra con que cerró la puerta con llave y ésta cuelga juguetona en el interior de su auto. Usted se lleva la mano a la frente, se da un sopapo y exclama: ¡pero qué...! (vienen las palabras aceptadas) tonto, baboso, alcornoque, gaznápiro, badulaque, menso. Por supuesto la palabra correcta es pendejo.

Escena 2.- Conoce a un literato de gasné y pipa, que emplea media hora en explicarle por qué la gente en este país no lee libros. La frase con la que concluye es "hay que abatir la ignorancia"; usted sonríe, pero por dentro piensa: qué... talento, soberbia, vanidad, lucidez. La palabra correcta es mamón.

Escena 3.- Circula por avenida Universidad; de pronto, un pesero se le cierra por ganar pasaje a otro pesero, el contacto es violento y deja su coche como charamusca. El chofer se arranca sin esperar ninguna aclaración, saca la mano por la ventanilla y retrae los dedos anular e índice conservando enhiesto el dedo de en medio en un gesto conocidísimo que no sé cómo se llama. Usted baja la ventanilla y grita: ¡Hijo...! de tu mal dormir, desobediente, descarriado. No debe haber ninguna duda de que las palabras que completan la frase son: de la chingada.

Me parece, en suma, que considerar rara a una persona que emplea en su lenguaje palabrotas no tiene ningún punto de comparación con otra que las dice "cuando resulta oportuno". Eso sí que es raro.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Moralejas (El Financiero 1993)

Por alguna razón que escapa a mi entendimiento, en todos los procesos que los seres humanos emprendemos siempre hay un pero. No importa de qué se trate, no importa cuán atractivo parezca algo, la regla del pero se aplica sistemática y mortal. Si queremos ser mejores (el sueño de Tolstoi) debemos obtener una enseñanza ejemplar, una moraleja que nos ayude a evitar ir por la vida dando traspiés.

Ilustremos:

a) En 1925, mi tía Engracia tenía un pretendiente, el único que se hizo de valor para intentar cortejarla a lo largo de 25 años. Era un muchacho de buena familia, diligente y formal... pero tenía un defecto: su gracia máxima consistía en arrugar la frente tapizada de barros que ante la tensión epitelial se exprimían horriblemente. Concluido el acto, el pretendiente festejaba la broma (me lo imagino riendo) y se limpiaba con un pañuelo. Moraleja: Ten cuidado de los hombres con acné que se crean muy chistosos ¿mi tía? No se casó nunca.

b) El 5 de mayo de 1862 las armas nacionales se cubrieron de gloria. El Ejército de Oriente comandado por Zaragoza derrotó a los franceses, invictos desde Waterloo. La batalla tuvo dos derivaciones por completo diferentes: cuatrocientos ochenta franceses murieron y los burócratas del país no trabajaron más en el aniversario de la batalla. Esta victoria nos debe enorgullecer... pero, el 10 de junio de 1863, un año después, el general francés Elías Forey entraba como Pedro por su casa a la ciudad de México para comerse un molito a la salud de los mexicanos. Moraleja: No festejes hasta que sepas que hay motivo, recuerda que el último minuto también tiene sesenta segundos.

c) En 1980, una mujer alcanzó por primera vez un ministerio dentro del gobierno mexicano... pero, los méritos de dicha dama, como usted probablemente sepa, eran definitivamente extracurriculares (me da vergüenza recordarlos). Moraleja: No llegan necesariamente los mejores sino los más buenos.

d) En 1978, los ratones verdes aplastaron a sus vecinos de CONCACAF, ¿se acuerda? Rergis, el "Gonini", Cuéllar y compañía se convirtieron en la esperanza nacional. Todo México se vistió de fiesta, Roca apostó (¡qué bruto!) que conseguirían cinco de los seis puntos a disputar en la primera ronda del mundial de Argentina... pero, el poderoso equipo de Túnez nos metió tres goles, Polonia venció fácilmente y Alemania nos hizo puré con seis golecitos. Moraleja: Si le metes 17 goles a Martinica y crees que puedes repetir la hazaña con Alemania eres un estúpido, revisa tus metas.

e) En 1993 mi gran amigo Benjamín Bulajevsky me informó que había descubierto un negocio genial; "es muy fácil" decía, "vas a un lugar donde te venden un aparatito para hacer quesos, te metes al lavabo del baño de tu casa, tres horas de trabajo y ¡presto! quedan los quesos que luego llevas a la misma compañía y vendes al doble de precio", "es un fraude" dije, "para nada, todo está por escrito, es porque no tienen capacidad de producción, ya me gané cinco mil pesos"... pero, era un fraude. Moraleja: El dinero fácil no existe a menos que seas lenón o narcotraficante o político corrupto o policía... etcétera.

f) El juez Harry Greenburg logró en 1979 el sueño de su vida: trabajar en el torneo de Wimbledon. Lo colocaron en una silla detrás de uno de los jugadores y desde allí se dispuso a cumplir su más anhelada meta... pero, un saque supersónico mal dirigido lo golpeó en los testículos, Harry, sufriendo un comprensible espasmo, se fue para atrás y se desnucó en el acto. Moraleja: La que se me ocurre es demasiado ordinaria, por lo que le suplico, queridísimo lector, que saque usted sus propias conclusiones.

martes, 23 de noviembre de 2010

¿Por qué no voy al dentista? (El Financiero 1995)

La costumbre de comer cacahuates japoneses la adquirí en la secundaria. Abría el celofán y vaciaba el contenido en la bolsa de mi pantalón para no dar, costumbre que todas mis parejas adolescentes consideraban repugnante. El abuso de este hábito me dejó los dientes como de octogenario, un día se me salió una amalgama y la tragué, "se puede recuperar" dijo mi tía Regina. No quise ni averiguar cómo, de manera que hice una cita con el Dr. Zamarripa, dentista amigo de mi padre para un examen completo.
El Dr. Zamarripa era un personaje extraordinario desde varios puntos de vista; tenía noventa y seis años. Es decir, pudo, sin muchas prisas, haber sido el ortodoncista de Porfirio Díaz. Cuando mi madre (mi padre no se atrevió) me informó acerca de la edad de mi futuro dentista tomé el directorio y busqué rápidamente la letra "D", sin embargo, mi hermana (una de las víctimas previas) me explicó que Zamarripa no practicaba (menos mal pensé), que era su asistente la que hacía todo instruida por él y que el trabajo que realizaba era muy competente.
-- Ellos arreglaron a la tía Engracia -- dijo en un ingenuo intento promocional.
"Pues menuda la hicieron" pensé para mis adentros. Mi tía Engracia tenía una boca como la de Nosferatu.
Pese a todo, Zamarripa daba crédito y eso me convenció. En el Metro, camino al consultorio iba yo con dolores en el pecho.
Las horas de antesala pasaron, cada minuto se convirtió en una modesta agonía.
Al entrar al consultorio me quise morir: era prácticamente imposible reconocer quién era Zamarripa y quién su asistente, ambos parecían dirigentes de la CTM. Me sentaron en el sillón y Etelvina, que así se llamaba la señora y que tenía una voz ligeramente más aguda que la de su colega preguntó:
-- ¿Cómo está nuestro enfermito?
Yo, que tenía 26 años, sonreí con la boca abierta.

Etelvina analizaba con su espejito y transmitía su diagnóstico:
-- Muela derecha fracturada, premolar antero posterior sin amalgama, etcétera.
Zamarripa anotaba flechitas en un diagrama.
-- Le vamos a poner una corona -- dijo el Dr.-- , no se preocupe, no le va a doler.
Maldito si estaba yo preocupado, fue precisamente el comentario lo que me alarmó.
-- Doña Ete, rebájele aquí al amigo el molar antero posterior.
Etelvina tomó la fresadora y la aplicó diligente sobre mi molar con una eficiencia tal que sentí cómo la virgen me hablaba al oído y decía algo acerca de los cacahuates japoneses. En un momento de profunda desesperación moral estiré la mano para detener el brazo de Etelvina. Sin embargo, se retiró con un movimiento agilísimo y lo único que pude apretar fue una chichi. Cuando terminó sudaba yo como un bendito.
-- Ya doctor -- dijo.
-- Bien, ahora haga la aplicación Abrí la boca nuevamente y Etelvina me aplicó algo parecido al chilpachole de jaiba, se sentía masoso cuando lo recorría con la punta de la lengua. Cuando terminaron, bajé tambaleante del sillón y salí por la puerta de vidrio. Fué la última vez que los vi.
Al llegar a casa me fui a ver al espejo del baño: ¡ tenía un diente de plata! No lo podía creer. Dentro de mis cánones pequeño burgueses cualquiera con un diente de plata era peor que perro.
Ahora sonrío con la boca chueca.
Por todo lo anteriormente expuesto es que no voy al dentista y eso, querido lector, es lo que sugiero que haga el resto de su vida.

martes, 16 de noviembre de 2010

Los idiomas (El Financiero 1996)

"Mery livs en Coyacán aviniu", así empezaba la frase con la que una maestra dotada del mismo nivel de comprensión de un burro de planchar, trataba de enseñarnos inglés a un grupo de infantes que la veíamos con los ojos como platos tratando de entender de qué carajos nos serviría saber la vida y andanzas de Mery, que además de vivir en la avenida Coyoacán, tenía "ten yiers old", un "fader" que se llamaba "Yon" y una moder "Alis". Si la pinche niña compraba un perrito, rájale,nos enterábamos ¿Que Mery iba a una fiesta muy divertida? Pues venga, a compartirlo grupalmente. La maestra (a la cual teníamos que llamar Miss algo), se quedó calva ante el esfuerzo y nunca logró de nosotros el más mínimo asomo de comprensión, ello quizá motivado no sólo por Mery, sino por una estrategia didáctica muy mamona basada en poner sellitos con animales; una abejita para los aplicados, un burro para los que no hacían la tarea y un oso comiendo miel para los huevones.

Está claro que el idioma que se hable en cualquier lugar es consecuencia del nivel de dominio. En España nadie habla huehuenche ni en Francia tungamanga (que debe ser un dialecto camerunés). Anteriormente se consideraba de muy buen gusto que las señoritas decentes tudiaran francés. Sin embargo, tal costumbre --que no servía más que para que los padres presumieran a sus retoños como se presume a un perro-- se ha venido abajo y lo que hoy se estila es aprender inglés, que es el idioma que rifa.

Como no es lo mismo andar atrás que en ancas, la necesidad de aprender inglés es compartida por un niño que nace en Oklahoma y por el dueño de una palapita de porquería en Puerto Escondido, porque, si no, el gringo no entiende nada y se va con sus dólares a algún lugar donde lo traten mejor. Ello y la globalización económica ha determinado que la necesidad de aprender inglés sea equivalente a la de casarse o mantener una vida sexual plena. El que no habla inglés está (para todo fin práctico) jodido.

¿Cómo hemos enfrentado esta carencia? Pues de mil modos. En primer lugar están las famosas academias de idiomas en las que la gente se inscribe con la esperanza de no hacer el ridículo en el próximo viaje a Disneylandia. Una notabilidad de estas academias es que los interesados son reunidos en grupos independientemente de sus características personales, y entonces sucede que la agrupación de intermedios de las tres de la tarde mantiene el siguiente perfil: un niño de doce años, una secretaria desempleada, un joven ejecutivo bancario, una señora fodonga que no tiene nada que hacer y uno que es un taradazo. La sesiones entonces implican que la gente se cuente su vida cotidiana y de esa manera los estudiantes se enteran de la tarea de Luisito, de los retos de la taquimecanografía, de la estrategia correcta para llenar una ficha de depósito o de la receta del pescado empapelado (el taradazo nunca dirá nada). Luego vienen los exámenes y todo mundo pasa al siguiente nivel (casi siempre son quince niveles). Al graduarse el estudiante, dada su formación, es comisionado para una empresa que ponga a prueba sus nuevas capacidades (ir por un gringo al aeropuerto, por ejemplo) y el desastre se manifiesta cuando el gringo entiende algo así como que en México somos masturbadores compulsivos y todo debido a que el estudiante confundió un tiempo verbal.

La otra alternativa es irse a vivir a algún lugar donde se hable inglés. Para lograr este saludable propósito hay de tres aguas: a) ser nombrado embajador; b) obtener una beca para estudiar acerca de la aceleración de partículas subatómicas, o c) irse de bracero. Dado que las opciones a y b están prácticamente clausuradas para todos nosotros, parecería que la única opción terrenal es salir rumbo a la pizca del tomate. Miento, otra opción es estudiar en una escuela bilingüe donde los estudiantes se sientan noruegos y empezar la historia de Mery, pero (lo juro) ésta tampoco es solución ya que recientemente me enfrenté a un chino sin que pudiéramos articular alguna idea concreta, por lo que para finalizar con cierta dignidad nuestro diálogo le tuve que preguntar: "¿Juat taim is it?"... qué vergüenza.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Antónimo de anfibología (El Financiero 1996)

Leo, con cierto sobresalto, que 260 mil estudiantes están presentando un examen en el momento que yo redacto estas líneas. ¿Qué les irán a preguntar? ¿Cuántos de ellos llevarán un acordeón? ¿Cuántos una estampita de San Carlos Borromeo? ¿Quiénes le habrán pedido al primo que se las sabe de todas todas que resuelva las preguntas clandestinamente? La verdad es que no lo sé. Lo que sí recuerdo de estos exámenes se remonta al cretácico, cuando yo mismo fui uno de esos estudiantes nerviosos que llegaron con su lápiz del dos esperando un milagro de la guadalupana. La experiencia la puedo catalogar como siniestra y transformadora. Aún no puedo resolver un examen y mucho menos aplicarlo.

Las preguntas que nos hicieron eran extrañísimas y parecían redactadas por alguien que inhalaba tíner o era de plano idiota perdido. Había unas facilísimas, categoría en la que cabía el antónimo de blanco, y otras que no hubiera contestado Von Braun. Recuerdo por ejemplo que una de matemáticas decía más o menos así: "Hay una cubeta con nueve litros de agua de chía; Juan llega primero y se toma dos terceras partes, luego Federico toma un octavo y Luisito, que llegó al último, solamente toma un noveno. ¿Cuánto líquido queda en la cubeta?" Al recibir la pregunta puse los ojos en blanco y me quedé pensando en Juan, en Luisito y en la chingada madre del autor de la idea. Luego descubrí que la única proporción que me sabía era la de 1/4, que era la probabilidad de acertar la respuesta al tin marín... aún no sé el resultado y así me fuera la vida en ello (por ejemplo que Demi Moore ofreciera establecer comercio carnal a cambio de la respuesta) no sabría qué contestar.

Exámenes.

Otro momento alucinante ocurrió durante las preguntas de historia. En muchas de ellas se trataba de establecer cronologías y entonces había que decir qué fue primero si la conquista o la reforma. Supongamos (sin conceder) que el asunto no tenía chiste, pero ¿qué pasaba si entre las etapas históricas alguien con muy mala leche o muy mala madre introducía el término "segundo imperio", que fue exactamente lo que ocurrió? Yo, que me enteré esa mañana de dicho concepto, estuve tentado de escribir Napoleón Bonaparte, y volví al tin marín. Cuándo le expliqué más tarde a mi señora madre --que compartía todos mis méritos académicos-- el asunto y ella me explicó a su vez que la pregunta se refería a Maximiliano, me di un tope en la cabeza y sentí que la vida no valía nada.

En biología la cosa no estuvo nada fácil. Se preguntaba, por ejemplo: de las siguientes opciones ¿cuál representa a una dicotiledónea? y luego se enlistaban: las fanerógamas, los frijoles, las cucurbitáceas y las melastomatáceas. En ese caso opté (correctamente) por la única respuesta que me sonaba familiar, que era la de los frijoles. Y santo remedio.

Al momento de terminar el examen con mi lápiz del dos, decidí que si me aceptaban sería sólo porque Dios sí existía y durante los dos meses que tardaron en llegar los resultados sufrí una seria transformación espiritual. En esos tiempos era de todos conocido que si el resultado llegaba en un sobre gigante, el asunto había valido madre y si, en cambio, venía en un sobrecito no podrían ser otra cosa que buenas noticias. Al final llegó un sobre de tamaño normal en el que se me anunciaba que había sido aceptado. Mi regocijo se vino abajo ante el ácido comentario de alguien que hoy quiero mucho, que dijo: "Pues sí, siempre hay gente más pendeja que uno".

Francamente espero que los pobres 260 mil estudiantes no pasen ese trago amargo. Que se haya decidido que hay cosas más importantes en la vida que el agua de chía y las cucurbitáceas, y que el señor que hacía los exámenes se haya muerto. Vaya pues mi simpatía para los que estudiaron, para los que no estudiaron y para los que van a volar. En ese caso, la mejor estrategia es buscar a alguien que tenga peor cara y sentirse satisfecho a cambio del dolor ajeno.