viernes, 17 de mayo de 2013

De comida (EL Financiero 1998)

En mis mocedades pasé algunas semanas en una casa de huéspedes inglesa dirigida por la señora Gerdah, una mujer de chonguito y muy mal carácter. Debo agregar que además de ser mi casera, la señora Gerdah, era ligeramente estúpida, ya que me explicó cuántos jabones había en el baño, la forma correcta de conectar un cable pero olvidó avisarme que entre los distinguidos huéspedes de la pensión había uno que tenía una forma maligna de retardo mental. El primer día que bajé a servirme el desayuno sentí que alguien se movía atrás de mí, voltee y envejecí siete años nomás del sustazo que me puso el jovenazo, que en ese momento hacía una kata con los ojos cerrados y a treinta centímetros de mi nuca.
Pero en realidad no quiero hablar hoy del sujeto (que se llamaba Mauro) sino de la comida inglesa que, dicho sea con todo respeto, era una mierda.
Durante años había yo escuchado acerca de la “flema inglesa” pues bien, lo que quiera que significara tal término, seguramente se debía a lo que esta pobre gente come y que consiste esencialmente en entrañas hervidas, cerveza caliente y un té que sabe a cáscara de naranja. Si usted, querido lector, ha tenido la paciencia de seguir esta columna a lo largo de los años se dará cuenta de que mi alma no se anima por ningún sentimiento de nacionalismo y que andar comparando las virtudes nacionales con las de otros países me parece simplemente una forma de demostrar lo imbécil que se puede llegar a ser, sin embargo en el caso culinario la cosa no tiene remedio ya que, efectivamente comparados con otros no salimos tan mal librados.
La comida japonesa se ha puesto de moda entre las huestes elegantes de la sociedad; se considera de mucha vanguardia llegar a un lugar sentarse en una posición completamente antinatural metiendo las espinillas en las ingles y luego usar un par de palitos que son incomodísimos y que deben ser responsables de la tala amazónica ¿para qué? Para comer una serie de cosas que en el mejor de los casos están crudas y meterlas en una salsa amarilla que parece mostaza pero que en realidad provoca la pérdida de la memoria a corto plazo.
La comida árabe está llena de virtudes, quizá la más conspicua es después de una dosis adecuada uno encuentra la verdad de las cosas inmediatamente antes de sufrir una ausencia. Una vez durante un viaje y en medio de la noche egipcia, mi buen amigo Célis se comió medio carnero y una como especie de leche que estaba semicruda, su siguiente recuerdo lúcido fue al despertar en la habitación del hotel rodeado de gente que empezaba a velarlo (en testimonios posteriores dice que vio la luz al final del túnel).
“Por su aspecto los conoceréis” parafraseo al clásico, en el caso de los gringos esta es una verdad del tamaño de una casa, lo primero que uno nota es que de jóvenes su máxima preocupación es la de lucir cuerpos esbeltos y torneados. Desgraciadamente para todos, esta preocupación les dura tres años y luego se vuelven una forma humana de lo que los reposteros conocen tradicionalmente como volován. Esto desde luego, se debe a lo que comen y que consiste esencialmente en una dieta de ocho mil calorías diarias. A los gringos les parece muy atractivo, por ejemplo, echar un kilo de mantequilla en un recipiente para palomitas que alimentaría a Jungapécuaro o comer “nachos” que no son más que totopos sumergidos en una mengambrea de queso y que seguramente son cancerígenos.
En fin mis profundas neurosis culinarias se vieron sorprendidas con la “guajolota” un ingenio gastronómico consistente en meter en una telera un tamal prensado y llevárselo a la boca (lo mismo que si se llevara medio kilo de mastique). Por todo lo anterior he decidido hacerme macrobiótico, cosa que sé que a ustedes (amados lectores) les importa lo mismo que el precio de la papaya maradol.
Comida.

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