En mis tiempos (que se han ido) la publicidad se basaba en el principio de puerta en puerta, que si bien era una chinga, tenía cierta efectividad. Uno se enteraba de cosas que podrían parece sorprendentes pero tenían un aroma seductor: “La señora Alicia vende quesadillas de papaloquelite los miércoles”, “Mirtha te lee lo ojos,” o en su defecto, “El señor del oso y el pandero ya está en la esquina”. El dueño de la tienda, Don Daniel, un hombre al que se la atribuye el digno hecho de morir por echarse un clavado en una alberca vacía, pegaba cartulinas que decían: “jamón del diablo importado, únicamente dos pesos”,
Para variar las cosas evolucionaron y aparecieron lo que llamamos genéricamente: “anuncios”. Los primeros eran precámbricos y anunciaban items impresentables como la glostora acaia o una panadería, cuyo propietario era español. La producción era elemental y basaba sus principios en que el hijo del dueño de la empresa accediera a darse pastelazos en canal cuatro, de seis a siete, percibiendo la módica suma de cuarenta pesos.
Las cosas cambiaron con el tiempo, llegó la generación yuppie., que como se sabe todo lo corrompe, y de plano el asunto se fue el carajo. Descubrí que si uno no tiene un pecho de lavadero y la capacidad de matar a cien personas con la mirada, ya valió madre. También aprendí que la mujer de mis sueños (una buenona) nunca será mía si no utilizo un reloj que me permita tomar la hora a doscientos metros de profundidad o un coche que llegue a trescientos kilómetros en diez segundos. Dado que tomar la hora frente a un tiburón o matarme en Cuemanco jugando arrancones, son cosas que se me antojan tanto como una cita a ciegas con Elba Esther, es que he vivido con ganas de terapia y de que alguien me explique mi proclividad a no entender nada.
En ésas estaríamos hasta que descubrí la televisión por cable y sus comerciales; estaba un día padeciendo una cruda merecida, cuando prendí mi televisión y me encontré a un señor que es octogenario vendiendo jugos. El anuncio era fascinante, este adulto en plenitud, aparentemente cruzó el Canal de las Mancha quince veces, trepó el Himalaya de rodillas y mató a la mamá del muerto. El problema es que tales hazañas tienen cincuenta años de antigüedad y hasta hoy se le ocurre venderlas. El producto en cuestión es una especie de casco de futbol americano en el que uno, con la debida disposición, mete cosas carcinógenas (como zanahorias y apios) y saca jugo. No entiendo el efecto dramático del viejito dándome consejos y mucho menos las invaluables aportaciones de hierro que tales brebajes me darían, el hecho es que no los tomaría ni en drogas.
Acto seguido, aparece una mujer muy buena (en la obvia acepción de “estar” y no de “ser”), que explica acerca de una faja prodigiosa, por medio a de la cual una señorita que es gorda (lo siento, dada mi incorrección política “gorda” no es adjetivo, sino calificativo) descubre prodigiosamente una madre con tres varillas que la transmutará en la señorita Colonia Crédito Constructor. Los testimoniales son notables y enternecedores; “yo era una gorda despreciable, usé (entra el nombre de la faja) y ahora mi marido está encantado”. Fascinado me mantengo en el mismo canal y me encuentro con un aparato que me recuerda vagamente una trampa para conejos. No entiendo con claridad hasta que el locutor anuncia “un sauna portátil”. La siguiente escena me muestra a una señora que llega, devastada, del trabajo y decide darse un baño. Uno esperaría que, como cualquier persona en pleno uso de facultades, entre a su casa y se meta a la chingada tina. Sin embargo, saca del sofá una madre plana que convierte en cubo, la dama se encuera y acto seguido se da un baño que parecería envidiable a no ser por la nada descartable idea de que para meterse a un espacio de esos hay que aprender contorsiones en el circo chino de Pekín.
. El último anuncio que recuerdo es el de una escalera (¡una escalera!) que se dobla y desdobla ante los ojos de los consumidores. Hay un gordo que explica las bondades del producto mientras yo me pregunto como la vida me ha puesto ante tal necesidad.
En fin… fajas, máquinas de jugos, escaleras o lo que tenga que venir, me dejan claro el simple y llano hecho de que soy un consumidor que no entiende las cosas de la vida. Pero eso sí, de plano, no tiene remedio.
2 comentarios:
Ah, que gusto de volverle a encontrar. Hace algunos años era ferviente lectora de su columna (por recomendación de uno de mis alumnos) y ahora voy a suscribirme a su blog.
Muchísimas gracias...abrazo
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