Mientras estaba en tierras californianas se llevaban a cabo los juegos olímpicos de Atenas, mi seguimiento de la fiesta deportiva fue parcial y medio de hueva. En principio, nunca se me ocurriría, a menos que estuviera bebido, presenciar un partido de hockey sobre pasto femenil entre Argentina e Indonesia o un recio encuentro de handball del equipo español, cuyo portero era igualito a los abarroteros de las películas de los cuarenta. Es por ello que de poco me enteré, pero siguiendo el mexicano principio de interesarme por el desempeño de mis compatriotas busqué en los periódicos algún rastro mínimo de un logro y nada; pasaban las medallas cosechadas y de México ni un soplo. Me enteré nomás que Nelson Vargas pernoctaba en el Queen Mary, que no es mal pernocte, que todo mundo estaba mentando madres y que se exigían ya las cabezas de rigor siguiendo una tradición venerable en nuestra ya larga tragicomedia nacional que le da pozole a los ganadores y la picota pública a los fracasasdos.
El asunto anterior me parece intrascendente, es más me vale madre. Lo que sí llamó mi atención fue una nota aparecida en el periódico USA Today que daba cuenta de los índices de audiencia mundial de los juegos olímpicos. Mi sorpresa es que México ocupaba un destacadísimo segundo lugar solo detrás de China. Mientras 56% de los asiáticos observaron los olímpicos, en México uno de cada dos compatriotas tuvo la tele prendida para observar asuntos tan fascinantes como el nado sincronizado o las carreras de veleros en las que uno nunca sabe quién va ganando. Los niveles de audiencia de naciones como Estados Unidos alcanzaron solo el 25% lo que establece una paradoja: ¿será que nos gusta la tele? ¿ver perder a nuestros connacionales? No lo sé.
Mudemos de tema hacia los parques temáticos que son, como se sabe, espacios grandes a lo baboso donde la gente acude en turba para pasar un día de esparcimiento. A lo largo de mi vida he tomado la saludable decisión de alejarme de estos sitios como uno se debe alejar de una plaga. Pero ya expliqué la forma en la que esta firme convicción cedió ante las presiones de mis infantes, por lo que la siguiente escena a describir nos ubica entrando a una madre que se llama Sea World exactamente a las diez de la mañana. El reporte a las catorce horas era el siguiente: Los niños habían observado 27 focas, 313 flamingos, 7 orcas, 4 robalos, 17 huachinangos y 2 pulpos. Asimismo habían dado de comer a tres delfines que casi los dejan mancos y se habían deslizado aguas abajo, en la noble compañía de un servidor, en una lanchita de miriñaque que nos empapó las nalgas. Un servidor presentaba quemaduras de tercer grado en los brazos y en la cara y evocaba vagamente el aspecto que tuvo que tener Robinson Crusoe cuando cumplió su sexto aniversario en el archipiélago Juan Fernández..
Ya por ahí de las siete de la noche me sentía yo en el Titanic seguido por una maldición hidráulica, así que me negué de plano a subirme a la última atracción y me quedé a escuchar a un grupo de música que se encontraba ahí para el divertimento de los visitantes. Lo que llamó mi atendión no fue el uniforme del grupo (una mezcla de colores que solo le había visto a la señora María Sabina), sino que los gringos se pusieron a bailar bajo un principio ad libitum, mostrando científicamente que los astros les extirparon todo aquello relacionado con el sentido del ritmo. Cuando la vocalista se dirigía a mí con la evidente intención de que juntos hiciéramos el ridículo, pegué la carrera y me refugié en una tienda de peluches detrás de una ballena asesina de carita sonriente.
A esta peripecia le siguió la renta de un coche que aún no sé si pagué, el saludo a Pluto, Mickey y las princesitas (que estaban bastante buenas). La subida a varios juegos que producen masajes prostáticos y la ingesta de alimentos que harían vomitar a un buitre. Esas pues, fueron mis vacaciones y estoy seguro que algún día mis hijos tendrán que reconocer en su viejo padre a un hombre que los amó lo suficiente para llevarlos a Disneylandia.